Supongo que el primer día de clase nunca me ha gustado o al menos eso sentía entonces. Por una parte estaba bien porque te reencontrabas con los amigos que no habías visto en todo el verano, pero por otra era volver a la misma rutina de siempre y soportar las mismas miradas de siempre con los profesores de siempre; aunque el hecho de que fuera el primer día de mi último curso, pintaba mejor las cosas.
Llevaba contando los días que me quedaban para llegar hasta ese, desde que entré en el instituto. No podía quejarme, en realidad me llevaba bien con todo el mundo o con casi todo. Procuraba no caerle mal a nadie e intentar ayudar a las personas que la necesitaban; pero ese día, el día en el que empezaba mi último curso era especial. Significaba que Nueva York estaba más cerca y aunque aún no le había mencionado nada a mi padre de que quería estudiar danza a 3.940´17 km de distancia, es decir, en la otra punta del país; era lo que realmente deseaba. Él no se lo iba a tomar bien, quizás por eso me resultaba demasiado difícil contárselo. Si no lo hacía podía seguir fingiendo en mi imaginación que me diría que sí, pero si se lo decía, me diría un no rotundo y eso solo me destrozaría por dentro.
Desde pequeña me gustaba bailar. Podía bailarte desde una bachata hasta un tango pasando por el Street dance y una pieza de Mozart con mis puntas de Ballet; pero mi padre eso no lo veía. Él quería que yo fuera una abogada de prestigio como él; es decir, pasarme las horas muertas en la oficina ya fuera del despacho o de mi propia casa con un teléfono pegado a una oreja. Eso era muy triste, pero lo veía tan ilusionado en que siguiera sus propios pasos, que me daba no sé qué decirle que no.
Pasé ante el espejo de mi habitación y miré de raspagilón mi reflejo. Había cambiado mucho en este verano. Al comienzo rellenaba las calzonas que llevaba puestas, ahora tenía que ponerme un cinturón si quería que siguieran sujetas sobre mis caderas, pero aun así, no me parecía suficiente; decía seguir perdiendo peso.
-Al final llegarás tarde –resoplé ofuscada, metiendo las cosas en mi bolso.
Se suponía que había quedado con mis amigas en la puerta del instituto para entrar todas juntas, pero me daba la sensación de que o me daba prisa o acabaría por llegar tarde y entrar sola.
Antes de salir por la puerta, me paré frente al espejo y me di un último retoque en los ojos. No me gustaba
maquillarme demasiado, prefería más el look natural, pero un poco de sombra de ojos nunca venía mal y sobre todo si hacía contraste con mis iris de color verde. Según mi padre era la viva imagen de mi madre; mediana estatura, un cuerpo bonito conseguido tras años y años de clases de ballet y un pelo liso, largo y tan negro como el carbón. Yo no sabía en qué me veía el parecido, pero si él decía que lo tenía, me parecía bien.
Salí corriendo de mi habitación y bajé las escaleras al trote hasta llegar al vestíbulo, donde me estaba esperando Nana, como todos los días para desearme que tuviera una buena mañana. No recuerdo ni un solo día en el que no lo hubiera hecho. Me encantaba esa mujer; siempre alegre y con una sonrisa dibujada en su rostro que hacía que unas arruguitas muy monas se le formaran en las comisuras de sus ojos. Ella ya era algo mayor, no sabía la edad que tenía, pero aproximadamente unos cincuenta.
Cuando nací, ella ya estaba trabajando en nuestra casa, se había encargado de Mike y luego de mí. Quizás por eso Mike me chinchaba tanto; por suerte nuestra relación había cambiado bastante con el transcurso de los años. Lo iba a echar mucho de menos cuando volviera a irse. Estaba estudiando empresariales en California. Él quería irse a estudiar fuera y mi padre no puso impedimentos. Supongo que no era lo mismo para él dejar marchar a su hijo mayor que a su niñita del alma.
-Buenos días Nana –la saludé con energía.
-Buenos días Señorita Claudina.
-¡Dios, Nana! ¿Cuántas veces te he dicho que no me llames así?
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