Bonni me llevó hasta casa, pero me dejó junto a la verja para no tener que entrar el coche. Nos habíamos pasado todo el trayecto en silencio, pero es que ninguna de las dos sabíamos qué decir después de enterarnos que nuestra mejor amiga de dieciocho años se había quedado embarazada. No era uno de esos momentos en los que sacas un tema de conversación trivial por el mero hecho de que todos los temas de conversación te parecen absurdos y tampoco íbamos a hablar sobre que probablemente dentro de nueve meses tendríamos a una mini Dinna o a un mini Steff dando vueltas por nuestras casas. Nos iba a costar digerir eso.
En un principio nuestra reacción había sido un ¨¿queeeeee?¨ con un grito ahogado mientras que intentábamos mantener la calma, pero acto seguido, en cuando Dinna se echó a llorar, Bonni y yo olvidamos que estábamos enfadadas por sus desplantes y corrimos a abrazarla. No nos había contado mucho, por no decir que prácticamente nada, aunque bueno, ya eramos mayorcitas y sabíamos de sobra cómo se hacía un niño y que había que usar para impedir que la fórmula mágica lo creara, pero suponía que Dinna no era tan tonta como para haberlo hecho sin protección y que debajo de todo eso había una historia. No queríamos presionarla a si es que tanto Bonni como yo decidimos darle espacio y esperar a que se decidiera a contarnos todo. Dinna nos dijo que nos lo contaría todo cuando estuviera preparada para ello y que nos llamaría a si es que solo quedaba esperar esa llamada.
Con cada paso que daba el tobillo me mandaba una descarga de dolor. El efecto de los calmantes se había pasado demasiado rápido para mi gusto y ahora estaba sufriendo las consecuencias. Tenía que tomar tres al día, uno después de cada comida. Si no era ya suficiente con la humillación de haberme caído delante de todo el equipo de animadoras y pasarme una semana entera sin poder entrenar ni ir al estudio de ballet, se le había añadido tres comidas diarias. Esto ya era el colmo.
Cerré los ojos con fuerza reprimiendo un alarido que se estaba creando en mi garganta. Tenía unas ganas tremendas de llorar, pero no lo haría. Intenté no apoyar todo el peso en el pie mientras abría el portón para poder entrar en casa, aunque aquella puerta pesaba como mil demonios.
-Hola Clau… -Lucy, que estaba sentada en el sofá, se giró para saludarme, pero su expresión pasó de una sonrisa a una mueca de dolor cuando me vio el tobillo vendado- ¿qué te ha pasado?
La chica corrió a ayudarme cuando me apoyé sobre la pared para poder descansar después de haberme pasado todo el camino saltando a la pata coja, pero deseché su ayuda.
-No es nada, estoy bien –le sonreí, cerrando los ojos y dejando caer mi cabeza contra la pared.
-¿Qué no es nada? ¿Has visto lo morado que tienes la piel?
Sí, sí que lo había visto, por eso procuraba mirar poco hacia abajo, porque si lo hacía volvería a verlo y entonces ya sí que me echaría a llorar.
-Estoy bien de verdad –me separé de mi apoyo y me dirigí a las escaleras. Suspiré al ser consciente del camino que me quedaba aún por recorrer hasta mi habitación.
-¿Quieres que te ayude? –Lucy me miró con los ojos muy abiertos y algo vidriosos. Era una niña siempre dispuesta ayudar a los demás y a pesar de que no quería que me viera flaquear, me vi obligada a aceptar su ayuda esta vez.- Vamos –me sonrió.
Para cuando llegamos a lo alto de la escalera gotas de sudor me recorrían la frente. Estaba cansada, sudorosa y sin aliento y solo eran las cuatro de la tarde.
-Gracias Lucy –sonreí, con la voz algo entrecortada por el esfuerzo.- Ya puedo sola.
-¿Quieres que te acompañe hasta la habitación? –se encogió de hombros con una sonrisa- No tengo nada que hacer, si quieres algo solo pídemelo.