Veneno (Parte 2)

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Después de la sed vino el hambre. A la sequedad de la garganta, a esas piedrecillas de cantos prominentes que te desgarraban la boca, se sumaron dolores profundos y difusos en el vientre; manos que te retorcían el estómago, llenándolo de acideces y calambres...

Llevabas días —sí, para que te doliera tanto tenía que haber transcurrido mucho tiempo—

metido en ese cuchitril.

¿Un cuchitril? No..., ahora te parecía que tu prisión era bastante

grande, aunque no podías afirmarlo con rotundidad. El eco de tus gritos en las paredes y tus ojos acostumbrados a la oscuridad casi te permitían «ver» los límites de tu celda.

Delirabas sin cesar, a lo largo de horas interminables. Postrado en el camastro, ya no te levantabas. A veces descargabas tu rabia contra las cadenas, mordías el metal profiriendo débiles gruñidos de fiera salvaje.

En una ocasión habías visto una película, un documental sobre la caza, imágenes patéticas

de un zorro que, tras haber caído en una trampa, se había mordido la pata, arrancándose la

carne a jirones, hasta lograr liberarse y huir mutilado.

Tú no podías morderte las muñecas y los tobillos. Sin embargo, estaban ensangrentados debido al incesante roce del metal contra la piel.

Los notabas calientes e hinchados. Si hubieras estado en condiciones de pensar, habrías temido que se gangrenaran, que se infectaran, y que la podredumbre se extendiera desde los miembros hasta acabar invadiéndote todo el cuerpo.

En cambio sólo pensabas en agua, torrentes, lluvia, cualquier cosa que se pudiera beber.

Te costaba muchísimo orinar; la micción te provocaba dolores cada vez más intensos en los riñones.

Era una larga quemazón que descendía por tu sexo, que liberaba apenas unas gotas

calientes. Te revolcabas en tus excrementos, que formaban costras secas sobre tu piel.

A pesar de todo ello, tu sueño era plácido. Dormías profundamente, agotado de cansancio,

pero el despertar era atroz, estaba poblado de alucinaciones. Criaturas monstruosas te acechaban en la oscuridad, dispuestas a abalanzarse sobre ti para devorarte.

Te parecía oír garras de uñas afiladas rascando el cemento, ratas aguardando en la oscuridad, espiándote con sus ojos amarillos.

Llamabas a GunHee, y ese grito se reducía a un carraspeo. Si él hubiera estado allí, habría arrancado las cadenas, habría sabido cómo hacerlo. GunHee jabría encontrado una solución, un ardid de campesino.

¡GunHee! Debía de estar buscándote desde que habías desaparecido. ¿Desde cuándo? ¿Desde cuándo?

Y llegó El. Un día o una noche, imposible saberlo. Frente a ti se abrió una puerta. Un rectángulo luminoso que al principio te deslumbró.

SiChul -La Tarántula  (Adaptada ) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora