Durante mi viaje al Atlántico pase tardes en la soledad del siempre frío, llenando de vasos vacíos la habitación para hacerme sentir como en casa, para que pudiera sentir el vacío de más cosas, pero esos intentos fueron inútiles, las tardes las pasaba mirando por la ventana hasta que anocheciera, los días eran insoportables, me mataba el aburrimiento, el calor afuera hacia qué te olvidaras de tus problemas y sintieras tu cuerpo derretirse, los olores que despedía mi cuerpo eran de nostalgia y prefería siempre tener reserva de eso.
Conforme pasaron los días todo estaba igual, yo seguía con la misma ropa, con unos kilos menos, y la cara de siempre.
Ya en mis últimos días me aventuré a las aguas del Atlántico solo para ver el atardecer rodeado de gente que me agrada, pero ese día no habían rayos de luz, todo pintaba gris y con viento, pasó el tiempo y decidí adentrarme al océano, en mi primer toque con el agua sentí que debería dejar algo ahí, y así fue, ahí deje un par de obsesiones, deje mi temor a la sal profunda, y a cambio recibí una sentencia a muerte, el agua me llegaba hasta el cuello, el océano me partió en dos, separando mi cuerpo de mi cabeza con el filo del horizonte, el mar comenzó a envenenarme de manera lenta, cuando salí de ahí mi piel estaba cubierta de sal, con una cicatriz en la garganta y mi sombra perdida.