Parte 35

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Los gritos de la gente que me rodeaba desgarraron el silencio más absoluto.

Y eso no fue lo peor.

En aquel momento nadie comprendió exactamente que era lo que estaba sucediendo, o mejor dicho, nadie quiso comprenderlo. Pero todos supimos perfectamente quienes eran aquellas tres siluetas postradas en el umbral de la casa de los Spencer.

Eran ellos, sin duda, aquellos a los que nadie nombraba en Arcadia.

Para entonces, un sentimiento emergente afloró en todos nosotros, un instinto de supervivencia.

Deduje con acierto que la situación se iba a desbordar. Que si algunos de mis conciudadanos eran capaces de ofrecer a una adolescente en sacrificio, también podían pasar por encima de sus propias madres con tal de sobrevivir.

De cualquier modo, bastará con que imaginéis lo peligroso puede llegar a ser que una multitud se descontrole por completo. De pronto, me vi empujado y golpeado por una marabunta de personas que corrían por doquier, aterrorizadas ante los malos augurios que se cernían sobre nosotros. 

Sin embargo, mi mente se mantuvo fría y templada, aún con el caos y la anarquía imperante. Decidí que tenía que moverme, que debía alejarme de la zona de conflicto.

Pero las condiciones no eran las más favorables, la oscuridad era casi total y el frío flagelaba todo mi cuerpo. Además, había perdido totalmente el sentido de la orientación.

No era capaz de distinguir la derecha de mi izquierda, el norte del sur. Era como estar a la deriva, perdido en alta mar en mitad de la noche lúgubre mientras una fuerte tormenta arreciaba mi pequeña embarcación de madera.

Entonces corrí, corrí sin mirar atrás, hacia ningún lado, hacia ningún lugar. Desgraciadamente, mi renovada valentía me llevó a una situación aún más catastrófica.

De repente, choqué contra alguien más corpulento que yo, alguien que también huía de aquello que nos perseguía.

Caí de bruces golpeándome fuertemente en la cabeza. Rápidamente, noté como una brecha se abría en mi ceja y como la sangre comenzaba a brotar de ella.

Intenté arrastrarme por el suelo, levantarme, pero una sustancia húmeda y pegajosa se adhería a mi ropa.

Era sangre. Había mucha, demasiada, y no era solamente mía.

A mí alrededor se hallaban una decena de cuerpos tirados en el suelo adornando un escenario digno de un dantesco campo de batalla.

No se movían, no respiraban.

En ese instante, unas voces comenzaron a atormentar mi cabeza, susurros en un idioma que desconocía.

Enseguida supe que eran ellos. Reconocí su hedor, su pestilencia.

Me reincorporé, haciendo acopio de todas las fuerzas que me quedaban. Sorteé la pila de cadáveres hasta que la calzada se despejó y pude alcanzar toda la velocidad que mis piernas me proporcionaban.

Intenté alejarme de esas voces, vaciar mi mente y limitarme a escuchar los engranajes de mi músculos trabajando a todo rendimiento.

Y funcionó. Las voces desaparecieron en cuanto abandoné mi calle.

Durante unos minutos, todo mi mundo giró en torno al pálpito de mi corazón, a mi respiración acelerada, al sudor escapando por los poros de mi piel.

Seguí y seguí sin descanso hasta que mis pulmones me empezaron a doler. Me detuve en seco y me desplomé en medio de la acera, muy cerca de la linde del bosque.

La Casa de los SpencerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora