9 de junio de 2018.
8:15 am.
No sé cómo terminó realmente ayer mi día. Unas enfermeras me llevaron hielo y me dijeron que lo colocara en mi ojo. Y eso hice, hasta que se derritiera en mis manos, bajando por mis dedos y mojando mi cama. Quizá alguna lágrima discurrió también por allí. Lo cierto es que hoy me he despertado más tarde de lo habitual, son las ocho y quince. Y sigo con la misma ropa de ayer. No me vi en la molestia de quitarme todas estas manchas de horror del día anterior.
Con que así se siente tener trece, que locura. Fue más adrenalina de lo que yo pensé.
No es la primera vez que me castigan, y además de lo del televisor. Fue una tarde, hace como tres inviernos. Decidí escabullirme y salir al patio, un pequeño patio lleno de nieve. En libros que he leído, dicen que la nieve es como un manto que te arropa, pero no calienta. Me quedé allí hasta que me encontraron, me dejé llevar a la casa nuevamente. No llevaba zapatos, quería sentir la nieve con la menor cantidad de tela posible. Y bueno, trozos de hielo marcaron el camino del regreso tras mi huida.
No tenía más libros, o al menos no me quedaba alguno por leer. Me había propuesto leer los dos o tres libros que semanalmente me traía el anciano. Y hoy es domingo, hoy viene... Uhm... ¡Antoine!. No recordaba su nombre, el pobre anciano Antoine, que cada vez camina peor.
Él siempre llega a las diez y treinta. Pero, yo estoy castigado. Por un momento me di por vencido, no quería desobedecer las órdenes. Sin embargo, ¿cómo me distraería en toda la semana sin los nuevos —no tan nuevos— libros?.
Mientras me decidía si debía o no escaparme de la habitación, se hizo la hora, y sabía que el anciano estaría esperándome. Ya que el único niño que tiene contacto con él soy yo. A veces ni sé que lo trae por aquí, no entiendo que gana con todo ésto.
¡ÉL SÍ RECORDARÍA MI CUMPLEAÑOS!
Abro la puerta lentamente, para que no haga tanto ruido. Me lanzo escaleras abajo y lo encuentro ahí, donde siempre. En el mueble de la sala de espera. Una sala muy pequeña con un mueble un poco largo y una silla diagonal. Está pintada de un color rosa claro, pálido, algo desgastado. El anciano, con su cabellera blanca que cae como un manantial por su boina, se encuentra ahí sentado, sin libros en su mano izquierda, como acostumbra, pero sí con su bastón habitual.
Al verlo, recuerdo que no traje los libros que me entregó el domingo pasado, para devolvérselos. Pero ya regresar sería una misión imposible.
Le saludo. El anciano me observa, voltea y vuelve a verme, en reacciones rápidas. Me encuentro ruborizado y con la respiración acelerada, se notaba que me había escapado.
—Hijo, buen día.—me saluda el anciano Antoine, observando mi ojo. —¿Qué te sucedió?
Lo había olvidado, tenía un hematoma.
—Buenos días, señor. —digo muy nervioso.—Ayer fue mi cumpleaños, y tuve un pequeño accidente, estoy castigado, y no traje sus...
—No te preocupes, hijo. Hoy no traigo libros.
Por un momento me sentí tan confuso.
Escucho pasos y es la señora Madam. No me dirige la mirada, solo observa al anciano Antoine, lo saluda, le sonríe cortamente y se digna a mirarme. Veo en sus ojos confusión, no sabe si reprenderme, mandarme a la habitación o dejarme allí.
—Solo venía a saludar, señora. Pero debo irme, con este sol tan radiante mis plantas morirían en cualquier momento. Un poco de agua no les caería mal. Y he oído que a usted le gustan mucho, debe saber a lo que me refiero.—interrumpe el anciano, tal momento incómodo, dirigiéndose a Madam.
—Por supuesto, señor Antoine, comprendo perfectamente.—le responde la mujer con una sonrisa, e inmediatamente lleva sus ojos hacia los míos.
Intento no mirarla, y observo al anciano. Él abre sus brazos y asiente con la cabeza. No entendía que pretendía con todo ésto, ni siquiera me ha felicitado por mi cumpleaños. Titubeo, doy un paso al frente y me atrevo a mirar a la señora Madam, que me observa seriamente. Decido finalmente acercarme al anciano y voy hacia él, lo abrazo.
Tenía tanto tiempo sin abrazar a alguien, la última vez fue cuando tenía nueve años, en Navidad, o al menos eso creo. Recuerdo que fue a una niña de aquí, una niña hermosa. Era morena clara, cabello castaños y dientes un poco desordenados, como su cabello. No nos permiten estar con las niñas, siempre están muy pendientes de que no nos juntemos demasiado. Pero ese día fue especial, fue diferente. Había un gran ambiente en el lugar, así es la verdadera Navidad, cómo me lo han dicho los pocos libros que he leído acerca de ella. Esa noche estuve con todos, niños y niñas en el comedor, todos felices, o al menos eso parecía. Y ella, no recuerdo su nombre, podría asociarla con alguna emperatriz o alguna cantante de épocas pasadas, quizá de los 80's. Recuerdo que sin importarnos nada, sin muchas palabras que decir, nos abrazamos, reíamos, y nos abrazábamos, y una y otra vez, sin importar mucho más.
El anciano huele a café, un café muy intenso, su ropa a antigüedad. Fue todo muy rápido, pero alcanzó a susurrarme algo al oído.
—Tus bolsillos, en uno de ellos, encontrarás la historia detrás de cualquier libro. No será tan difícil.
Al apartarnos, lo veo fijamente. Era hora de irse. El anciano me sonríe, pasa su mano por mi cabello, despeinándome más de lo que ya estoy. Y se marcha sin decir una palabra más.
Sin observar a Madam, me marcho rápido a mi habitación, sin decir una palabra. No por ser odioso, más bien, ella me dejó pasar el castigo. Sólo qué, quizá, había algo más allá de lo que simplemente estaba mirando.
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Más allá de lo que ves
AventuraBenjamin Pavard, niño francés, huérfano, amante de los libros de historia y con ganas de vivir una o varias vidas que no sean la suya. Más allá de lo que ves, es una historia de un niño poseedor de un objeto que supera la leyes de la física, de la n...