Capítulo 9

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19 de abril de 1899.

11:36 pm.

Me llevó prácticamente toda la tarde y parte de la noche leerme ese gran libro, escrito por Ian Kershaw. La vida del Führer que estremeció a toda Europa y el mundo.

Pero decidí esta fecha, porque leer una biografía de la infancia y el crecimiento personal de alguien, siempre será muy relativo.

Me encuentro en una pequeña habitación a oscuras, solo, sentado en un escritorio de madera pegado a la ventana. Donde un pequeño rayo de luz de luna ilumina un trozo de tela, el cual está pintado, junto a mis dedos, de varios colores formando alguna figura abstracta. Y en la esquina inferior, una especie de firma que decía algo cómo Un artista incomprendido.

No sabía el por qué, pero tenía una gran inquietud. Algo dentro de mí, me decía que tenía que lavar mis manos. Guardo debajo de la mesa el trozo de tela, ya con la pintura un poco seca y me dirijo a quitarla también de mí.

Ya era tarde, y salgo al pasillo de la casa. 

Era muy oscura y sombría.

Y mientras de forma apresurada busco cómo quitarme la pintura de mis manos, me encuentro a una mujer. Tiene el cabello muy corto, algo oscuro, y una nariz muy perfilada. 

Mi madre. 

Sus ojos claros observan las manchas en mis manos y se sobresalta, produciendo lo mismo en mí, y haciéndome esconderlas inmediatamente. Su rostro cambia a melancolía y pena. Pero no me permito ver más, huyendo de nuevo a la habitación a toda velocidad sin decir ni una palabra.

Ella no me sigue, y me alegro por ello.

No sé por qué actúo de esta manera tan extraña, pero creo que es lo mejor que debo hacer.

Me acuesto en mi tiesa cama, produciéndome unos dolores ardientes de azotes longevos en mis caderas, glúteos y piernas.

Al cabo de unos minutos, escucho pasos firmes de algún tipo de botas. Haciendo que mi cuerpo inconscientemente se estremezca.

Pero en mí todo comienza a ser calma cuando me doy cuenta que no se dirigen hacia la habitación, hacia donde yo me encuentro.

Permanezco acostado bastante tiempo. No sabiendo si mi verdadera intención era dormir.


Sobre mi cabeza, encuentro un abultado libro, haciendo las veces de almohada.

Decido tomarlo y llevarlo al pequeño haz de luz, donde observo las extrañas escrituras que aún así entiendo.

Es un libro de ideología y política pangermánica, o al menos eso es lo que allí dice. Dedicado por el profesor Leopold Poetsch. 

Pero realmente, no me apetece detenerme mucho tiempo leyendo.

Ahora sí creo que es el momento de ir a limpiar mis manos, y valientemente vuelvo a salir de la habitación. Esta vez con mayor cautela, sin duda.

Al final del pasillo se encuentra otra habitación, no menos oscura y triste. Con la puerta entre cerrada, por donde se cuelan los sonidos de una elevada discusión.

La curiosidad puede conmigo y decido acercarme lentamente, intento ver a través de la fina línea entre el marco y la puerta, pero no es suficiente. Así que me limito a sólo escuchar, conteniendo prácticamente la respiración.

—Alois, tienes que entender a Adolf. —dice en ruego, la que sería mi madre.

—¿No entiendes la vergüenza que nos está haciendo pasar? —pregunta una voz varonil y algo mayor.

—Pero es nuestro hijo. Estás siendo muy rudo con él.

—Es lo que se está mereciendo, ni siquiera está rindiendo en sus clases.

—Es un niño apenas, tiene mucho aún por demostrar.

—No lo creo, no gusta de nada, ni resalta en algo positivo para nuestra familia. Sólo quiere pintar y pintar. Tengo que darle su merecido, ese niño va a aprender por las malas.

—Por favor, Alois, al menos no esta noche. Mañana es su cumple años...

—Deja ya, Klara.

Empiezo a ver movimiento en la habitación. El hombre, el cual intuyo que es mi padre, viene caminando rápida y agresivamente hacia la puerta.

Sin importarme nada más, empiezo a correr. Y a mi parecer, ese era el pasillo más largo y eterno del mundo.

Empujo la puerta de mi habitación y, del impacto, golpea con algún tipo de estante donde de la oscuridad empiezan a caer colores de madera y frascos llenos de pintura, destapándose, manchando de supuesta alegría todo a su alrededor.

Estoy perdido. Ya no quiero estar en esta realidad, me lamento.

Pero nada de lo que esperaba positivamente sucedió. Todo lo contrario.

El hombre, con una especie de bigotes largos, blanquecinos y de forma algo extraña, se acerca cada vez más a mí.

Su actitud y furia en su rostro me recordó al señor Oliver, con esas ansias de saciar la frustración que llevan dentro.

Y no me equivoqué, mi padre no tenía intención alguna de si quiera conversar.

A medida que se acerca, observa entre penumbras, la viscosidad de colores que adornan el frío suelo. Transformando aún más su rostro.

En su mano, trae una especie de palo de madera. Conozco la historia, sé que no lo pensará dos veces para con él golpearme.

Mis piernas no reaccionan, y mi cuerpo progresivamente se llena de adrenalina que inmoviliza.

Observo a la mujer asustada, casi escondida frente a la puerta. Aún así queriendo admirar el espectáculo.

El hombre, sólo necesita escupir unas palabras de furia antes de que todo empiece. 

Una situación que no sería nada nueva en mi vida, ni en la de Adolf Hitler.


Austria, Linz.

Infancia del Führer nazi, político, militar y dictador alemán de origen austriaco.

En el cuerpo de Adolf Hitler.

Más allá de lo que vesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora