Capítulo 22. [Parte 1/2]

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Elliot estaba removiendo la comida de su plato cuando escuchó pasos acercarse. Olfateó con discresión antes de relajarse y llevarse el cubierto a los labios para aparentar ante la llegada de una mujer, cuyos castaños cabellos, junto a las hebras plateadas y arrugas en su rostro delataban ya una avanzada edad. Esta se acercó hasta él y colocó las manos en sus caderas para observarle con el ceño fruncido.

—Alteza, no ha comido nada, ¿acaso no es de su agrado el platillo?

—No, no. Todo está delicioso, señora Gertrudi, es sólo que... no tengo mucha hambre. Además, ya te he dicho que me llames Elliot, no es necesaria esa formalidad. —Sonrió ante aquello último, y la mujer le devolvió el gesto.

—Niño Elliot, sabe perfectamente que ciega no estoy. Y bien sabe dios que siempre que ve a su padre, deja de irradiar esa luz tan característica suya. Si no quiere contarlo, no le culpo, pero no debe permitir que los demás ensombrescan sus días.

Los hombros del joven se hundieron. La mujer no estaba lejos de la realidad, sin embargo, aquella ocasión lo que le entristecía era que no pudo ver a su padre. Quería hablar con él, más no lo logró.

—Lo sé... —confesó, mirándola de soslayo. Entonces sonrió y trató de cambiar el tema—. ¿Le parece si me llevo esto a mi habitación? No quiero ofender al cocinero, está todo muy delicioso, sólo que mi estómago se rehusa a retener esto.

—Por supuesto que...

—No, come y cállate —ordenó una tercera voz desde fuera. La mujer puso cara de fastidio y frunció el ceño, dirigiendo su atención a la puerta a esperar a la figura que no tardó en aparecer—. Necesito hablar contigo, Elliot. Así que termina tu desayuno.

—Hablando de personas que sólo amargan los momentos, buenos días para usted también, señor Fortem. —La mujer se limpió las manos en su delantal y se dio la vuelta con la espalda erguida, abandonando la habitación.

Elliot suspiró mientras se limpiaba con cuidado la comisura de la boca y le mandaba una mirada de reproche.

—No le agradas a Gertrudi.

—Y eso no me quita el sueño. —El cuenco de manzanas que había en el centro fue invadido por la mano del General que tomó una par. Una la metió en su bolsillo y la otra la mordió con cizaña—. Si tanta hambre tienes, ¿por qué no le pides que te prepare algo?

—Preocúpate por ti, que eres un verdadero peligro cuando intentas hacerte el guerrero con armadura y espada en mano —espetó sin pensar, y sin notar la rigidez que arrasó con el cuerpo del príncipe—. No creas que lo he olvidado, así que prepara tus mejores excusas.

—No tengo ninguna —murmuró, empujando el platillo lejos suyo. Okami, que ya se retiraba, todavía  con manzana en mano, le miró por sobre el hombro.

Fue entonces que las piedras preciosas que colgaban de su lóbulo derecho, lanzaron un destello del rayo luminoso que reflejaron. Elliot se llevó el dedo índice y pulgar a su propia oreja, donde sintió el peso de una diminuta joya. Sintió el color abandonar su rostro, y de pronto comprendió cómo fue posible que Okami le diera clases cuando niño y supiera tantas cosas que el mismo Apolo se sorprendió en su momento.

—¡Eres un rey! —No se molestó en preguntar. Se puso de pie en un salto. Okami movió la cabeza, de modo que su largo cabello azabache cubrió la joya. Algo inútil, puesto que Elliot ya la había visto—. P-pero... Oh, mierda, de verdad eres un rey...

—Reúnete conmigo en la sala principal dentro de una hora, y cállate. Y más te vale recordar tus modales, cuida esa boca.

Sin esperar una confirmación a su orden, se marchó. Elliot tuvo que volver a sentarse, todavía atónito por lo que acaba de ver y descubrir. Eran escasas las cosas que sabía de Okami, más de la mitad dichas por su padre. Siempre se preguntó, con su curiosidad natural, de dónde venía su guardia, quién había sido antes del título de General. Sobre todo, luego de que su padre le confesara el modo en que se conocieron. Y de pequeño, siempre que intentaba obtener un poco de información, no recibía más que silencio y ocasionales gruñidos.

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