Capítulo 14.

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CAPÍTULO 14.


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Los soldados terminaron el ejercicio impuesto por el General, y se sentaron agotados. Algunos lanzaban maldiciones contra el hombre que les dio la orden, y otros simplemente se lamentaban. Sólo aquel que se había atrevido a dirigirle la palabra de frente, soltaba tosquedades por la boca sin ningún reparo, ganándose la aceptación de uno que otro. Cercano a ellos, los militares ya oficiales del reino sólo disfrutaban del infortunio de los nuevos reclutas por haber tenido que enfrentar al soldado de más alto rango.

—Se atreve a darnos órdenes como si fuera... como si fuera de suma importancia —replicó furioso, tratando de enfriarse. Víctor se acercó caminando hasta ellos, manteniéndose en sumo silencio y escuchando con cuidado—. Ni siquiera sabía de su existencia. Mi padre me dijo que sólo estaba la Comandante. Ella era quien se hacía cargo del ejército cuando el Mayor Tom estaba en otras tareas. Creí que el que una mujer me diera órdenes era ridículo, pero ése salido de la nada... Y ni su uniforme trae puesto, ¿qué se cree? Además, esa gitana debe ser su querida. Los gitanos no deben estar aquí y a ella la dejó entrar sin decirle nada. Si el rey supiera...

Era lo más obvio, ¿no? Aquella joven era una gitana sin lugar a dudas. Y las reglas eran claras: cero gitanos en el palacio. Todavía se les toleraba estar en las calles, sólo era cuestión de ignorarlos y ya. Pero aquella joven estaba en el castillo y el General la había dejado pasar como si nada. Seguro era su querida, ¿qué otra opción cabía? La chica era linda y ya se veía mayorcita.

—¿Jonathan...? —Llamó uno de sus compañeros con el pánico tiñendo sus facciones al ver a algo, o a alguien atrás del mencionado. El susodicho puso cara de exhausto, y notó que todos sus demás compañeros buscaban atrás de él. No dudó en callarse. Si ponían esas caras era por algo.

—Por favor díganme que no está atrás de mí —suplicó, girándose con lentitud y listo para retractarse. No es que le tuviera miedo.

Para nada. Sus ojos rojos no eran síntoma de nada extraño, o de eso quería convencerse, pues hasta hacía un tiempo decían que aquellas personas de ojos escarlata eran demonios. Ya estaban demasiado avanzados para creer en esos cuentos para asustar a niños irrespetuosos. Sin embargo, el bastardo era grande, mucho más que él. Y su gabardina sin abrochar le demostró que no era grasa de más aquello que escondía debajo. Grande fue su alivio al ver que no era el General quien estaba atrás suyo, pero veloz hizo una reverencia, y los otros cadetes le imitaron. Todos estaban atónitos, incluso los mismos soldados en sus puestos que rodeaban el gimnasio y aquellos que permanecían postrados en las puertas.

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