Prólogo

1.3K 81 19
                                    

Mi nombre es Sofía Elizabeth Quintana, nací en un pueblo perdido en medio de la provincia argentina de La Pampa, un sábado de agosto lluvioso y frío; me tocó ser la segunda hija de la relación que mi madre, Elisa Quintana, tuvo con un hombre casado. Cuatro años antes, doña Elisa había dado a luz a mi hermano mayor, Fernando, y para cuando yo nací, las habladurías de toda la gente del pueblo obligaron a mi madre a emigrar a otra parte, y nos mudamos a una ciudad al sur de la provincia de Buenos Aires. 

La infancia que compartimos con mi hermano estuvo plagada de necesidades insatisfechas; nuestra madre era una pobre mujer sin estudios, y el único empleo que pudo conseguir cuando llegamos a la nueva ciudad fue como empleada doméstica. Aún con eso, mentiría si dijera que no fuimos felices; tal vez no teníamos los mejores juguetes, o ropa de marcas reconocidas como las que usaban nuestros compañeros de colegio, ni una "familia tradicional, y completa" como la del resto de los chicos del vecindario, pero todas las carencias materiales se compensaban con calidad y cantidad de afecto. Nuestra madre nos amó más que a nada, compensando la parte de cariño que nos quedó a deber ese padre ausente, cuyo nombre doña Elisa se llevaría a la tumba. Entre las tantas cosas que se encargó de inculcarnos mientras íbamos creciendo, la honestidad y la lealtad fueron de las primeras; también nos enseñó el valor de ser familia. "No importa qué tanto te quieran tus amigos, solo los que comparten tu misma sangre serán los que estén para ti en los momentos difíciles", solía decirnos siempre; Fernando y yo tomamos como ley de vida esas palabras. 

Mi hermano mayor era mi ejemplo a seguir; cariñoso, protector, cómplice de travesuras, maestro a la hora de explicarme las tareas escolares que no entendía, enfermero cuando nuestra madre no podía faltar al trabajo... A sus catorce años, Fernando se echó al hombro la responsabilidad de ayudar a doña Elisa con la economía familiar, consiguiéndose empleos ocasionales que no interfirieran con sus estudios; por esa misma época, mi hermano conoció a quien sería su mejor amigo, un muchachito de buena familia, que pasaba la mayor parte del día en nuestra casa porque sus padres, según decía él, "están demasiado ocupados en sus propias cosas como para que les preocupe si el hijo duerme o no en casa". Mariano  Kaled Danner, al que todos apodaban "Nano", vino a convertirse en un insoportable inquilino de tiempo casi completo, que además de andar todo el día pegado a Fernando como una segunda sombra, disfrutaba de fastidiarme la vida siempre que tenía ocasión.

Llegar a la adolescencia fue un verdadero martirio, no solo porque tenía a mi querido hermano y a su estúpido socio pendientes de mí todo el tiempo, metiéndose y opinando sobre mis asuntos, vigilando a dónde iba y con quién me veía, sino también, porque la mayoría de mis compañeras del colegio secundario estaban idiotizadas con el par de controladores que se turnaban para acompañarme a todos lados, como si yo fuese una niñita que ni siquiera podía cruzar una calle sola; lo más complicado de todo, fue descubrir amigas verdaderas entre las tantas admiradoras de Fernando y su amigo, que solo veían en mí el medio rápido y cómodo para llegar a ellos. Mis incondicionales, aquellos que crecieron conmigo, los que siempre compartieron mis risas y secaron mis lágrimas, eran solo dos: Gonzalo Soler, un pelirrojo que vivía en la casa junto a la nuestra, y María Julia "Maju" Arévalo, la rubia compañera de andanzas desde nuestro primer día en la escuela primaria; a ese trío que conformábamos, ya en la etapa final del secundario, se sumaron Alejo Maratt, Paloma Robles y Maite Bonora, con quienes armamos un curioso grupo de amigos.

Mi último año de colegio fue el punto de quiebre, a partir del cual, todo lo que había soñado que sería mi vida se me volvió una tonta ilusión, que repentinamente se esfumó en el aire; mi madre murió apenas un mes y medio después de haber comenzado las clases y, todo lo que conocía, todo lo que creí, lo que anhelé, lo que imaginé  y fantaseé,  absolutamente todo lo que había supuesto que podría alcanzar a corto plazo, perdió sentido aquel maldito dieciséis de abril. 

Fernando y yo nos quedamos solos; a pesar de estar rodeados de amigos, habíamos perdido la luz que nos marcaba el horizonte. Tal vez por esa enseñanza que nos dejó doña Elisa, sobre el ser familia y adoptar actitudes responsables el uno para con el otro, ambos nos fingimos más fuertes de lo que en verdad nos sentíamos, y emprendimos el camino de una madurez forzada por las circunstancias; él abandonó la universidad y consiguió un empleo de tiempo completo, y yo me esforcé por acabar mis estudios para ayudarlo a sostener nuestro hogar. Fue en ese triste y doloroso momento que vivíamos, cuando el inseparable amigo de mi hermano se mudó con nosotros, de manera definitiva; yo estaba tan acostumbrada a verlo rondar por la casa todo el día, todos los días, que me resultó imperceptible el instante preciso en que su presencia pasó a ser permanente. 

Huérfanos de madre, con un padre del que ni siquiera conocíamos el nombre, todo lo que nos quedaba era el otro, y el grupo de amigos con los que ambos supimos rodearnos; no había más, así que rearmamos nuestra "familia", integrando a esos pocos que nos acompañaban desde siempre.

Mirando en retrospectiva, ahora entiendo que no fue la mejor decisión que pudimos tomar; pero eso vendríamos a descubrirlo tiempo después, cuando se hizo evidente que no todo el mundo guarda y respeta esos valores que con tanto afán nos había inculcado nuestra madre. Demasiado tarde, como para que la ingenuidad no cobrara un alto costo por confiar ciegamente; demasiado tarde, como para que las traiciones no hicieran de las promesas un espejo listo a partirse en astillas. Demasiado tarde para salvarnos, cuando la falsedad dejara al fin caer su máscara.

"Nuestra amistad es para siempre..."

"Nunca estarás sola, yo siempre estaré a tu lado..."

"No elegí enamorarme de ti, pero ya no puedo vivir si no te tengo..."

Promesas, promesas, promesas... Palabras echadas al viento, que ninguna de las personas que las pronunciaron tenían pensado cumplir. Promesas falsas, por las que yo volvería de la muerte para cobrar venganza, para arrastralos hasta ese mismo infierno en el que ellos me hundieron.

Promesas falsas // Disponible en físico y ebookDonde viven las historias. Descúbrelo ahora