Siempre estaré a tu lado

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"Las promesas entre hermanos, son sagradas como mandato de dios." Eso solía decirnos doña Elisa, cada vez que mi hermano o yo pretendíamos hacernos los tontos con respecto a algo que le habíamos prometido al otro. Lo que nuestra madre intentaba dejar en claro, con ese modo medio entreverado de hablar, producto de su falta de instrucción, era que todas las promesas debían respetarse, pero que aquellas que uno le hacía a alguien de su propia sangre eran inquebrantables, y que fallarle a un hermano era castigado, por ese dios al que ella tanto le rezaba. como el peor de todos los pecados. Ninguno de los dos se animó nunca a cuestionarle esa contradicción de ser tan religiosamente devota, y al mismo tiempo haber cometido el grave pecado del adulterio, agravado por el hecho de haber parido dos hijos de un hombre casado con otra mujer; alguna vez, en charla íntima de hermanos, sopesamos la posibilidad de que nuestra madre se aferrara a la fe en un dios que la perdonara, por la sencilla razón de que ella misma no conseguía disculparse a sí misma, no tanto por el adulterio en sí, sino por haber privado a sus hijos de una familia, encuadrada dentro de lo que el común de la gente entiende por "normal". Al igual que el nombre de nuestro padre, doña Elisa también se llevó ese secreto a la tumba.

Por más que me esfuerzo en hacer memoria, ya no consigo recordar cuántas veces le pregunté a mi madre el nombre de nuestro padre; o mejor dicho, el nombre del hombre que la embarazó. A cierta edad, ya no pude seguir dándole el título de "padre" a un completo desconocido, al que tal vez jamás en mi vida fuera a tener frente a frente; me resultaba ilógico llamarlo así, después de que se había desentendido de sus hijos durante toda nuestra vida. Creo que, la última vez que hice algún tipo de referencia a él, fue poco antes de cumplir mis quince años; en todos los cumpleaños de quinceañera a los que me habían invitado, siempre había un papá que bailaba el vals con su hija, y ahora que se aproximaba "mi gran día", no podía evitar cuestionarme por qué tenía que ser tan diferente para mí. De nada servía la mentira que inventé para justificar, ante mis compañeros de colegio, el no tener un padre en casa; por más que quisiera, no había modo de que me engañara a mí misma, diciéndome que no tendría con quién bailar el vals porque mi padre estaba muerto. Cuanto más se acercaba el día de la fiesta, peor me sentía con respecto a eso, y ese detalle no pasó desapercibido para mi hermano.

—¿Qué voy a hacer cuando llegue el momento del vals, y no haya un padre que me lleve de su mano hasta el centro de la pista para bailar conmigo? —le pregunté entre lágrimas, al final de la larga charla que Fernando y yo tuvimos encerrados en mi habitación; la fiesta era en apenas dos días, y para esas alturas ya no podía contener, ni disimular la angustia que me carcomía el alma.

—¿Y para qué carajos estoy yo? ¿Acaso no pinto nada en tu vida, o qué? —preguntó mi hermano, simulando haberse ofendido —Después de haber trabajado más de seis meses para regalarte el vestido, creo que me tengo ganado el honor de que me concedas tu primer baile —Sabía que él tenía razón en lo que decía, había trabajado duro para comprarme un bonito vestido; me dio un golpecito cariñoso en el brazo y, como vio que no sonreía, me rodeó en un abrazo y me meció con él por un buen rato, hasta que se separó un poco y tomó mi cara entre sus manos para que pudiésemos vernos a los ojos —... Tal vez no sea el mejor hermano del mundo; pero, siempre podrás contar conmigo. Tú nunca estarás sola; tienes mi palabra de que siempre, sin importar lo que pase, yo siempre estaré a tu lado. ¡Siempre! —Fernando besó mi frente y yo lo abracé; sus palabras me habían aliviado el alma. Si había algo en lo que podía confiar a fe ciega, era en que mi hermano mayor jamás me haría una promesa que después no pudiera cumplir.

El día de mi fiesta de quince años llegó, entré al salón donde los invitados esperaban luciendo el hermoso vestido que mi hermano me regalara; mientras avanzaba sujeta del brazo de Fernando, cada tanto cruzábamos miradas. Sentía que me veía con orgullo, y tal vez, también con algo de temor a que los nervios me traicionaran y rompiera a llorar como una boba. Sin ninguna duda, ese fue uno de los mejores días de mi vida; creo que jamás olvidaré el momento en que se puso de pie y extendió su mano hacia mí, esperando a que la tomara con la mía, y después me llevó a paso lento hacia el centro de la pista de baile, donde comenzamos a girar al ritmo de un vals que aún suelo tararear a veces, como si repitiera un mantra capaz de calmar todas mis tempestades. Tampoco olvidaré nunca la cara con que nos veía nuestra madre, emocionada, con sus ojitos marrones llenos de lágrimas de felicidad, y de orgullo al mismo tiempo.

Promesas falsas // Disponible en físico y ebookDonde viven las historias. Descúbrelo ahora