Amigas para siempre

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Cuando estábamos en el quinto año de primaria, los padres de María Julia se separaron; ese día, en medio de una crisis de llanto, la rubia salió de su casa y corrió sin detenerse, sin importarle los gritos angustiosos de la madre intentando detenerla, sin esperar a que los semáforos de las intersecciones le dieran paso, y sin ser muy consciente de por dónde iba. Después de perderse y reencontrar el camino, llegó a mi casa; me sorprendí mucho al abrir la puerta y encontrarla de pie en medio de la acera, llorando a lágrima viva y sin aliento. Se lanzó a mis brazos en cuanto me tuvo frente a ella y yo, que no entendía qué pasaba, no supe hacer otra cosa más que decirle que todo acabaría bien, sin importar qué tan grave pareciera en ese momento; estuvimos allí por no sé cuánto tiempo, hasta que al fin caí en la cuenta de que seguíamos en la calle y la invité a pasar. Sentadas una junto a la otra en el sofá, y mirando ambas hacia el frente, ella me contó sobre la separación de sus padres, y yo la escuché hasta el final sin interrumpirla; cuando acabó el relato, fui a traer vasos con zumo de naranjas para ambas, y los bebimos en silencio.

—No tienes que sentirte mal porque tu papá ya no vivirá con ustedes. Tal vez no lo veas todos los días, pero él siempre estará ahí para ti —dije de repente, convencida de que mis palabras eran la verdad más grande del mundo; el padre de Maju siempre estaba pendiente de su hija, y nada cambiaría porque él viviera en otra casa. Mi amiga me miró, con cara de estar necesitando creer que lo que le decía era cierto —... Eso de "separarse" son cosas de gente grande, y tonta, que no piensan en lo que sufren los hijos cuando a ellos se les da por salir con esas bobadas. Estoy segura de que, después del susto que acabas de darles, tus papás lo van a pensar mejor —agregué, esperanzada en que los señores Arévalo reconsideraran lo de la separación al ver lo mal que se lo había tomado Maju; me equivoqué, al menos en esa parte. El padre de Maria Julia abandonó el hogar familiar pocos días después; pero, nunca dejó de estar presente en la vida de su hija.

Cuando mi madre regresó del trabajo, llamó a casa de mi amiga para avisar que estaba conmigo, y después de que compartimos la merienda que nos preparó, los padres de Maju vinieron a buscarla; el señor Arévalo le prometió a la hija que nos llevaría el fin de semana a dar un paseo juntas, y luego nos agradeció por haber cuidado de su niña. Al quedarnos a solas, mi madre me sonrió con un brillo de satisfacción en la mirada y, después de besarme en la frente, me dijo que estaba orgullosa de que me haya comportado como una verdadera amiga; en ese momento no entendí el real significado de sus palabras, según mi punto de vista no había hecho gran cosa, simplemente, había obrado como sentía que hubiese necesitado que alguien lo hiciera para mí, si me hubiese tocado estar en el lugar de María Julia. Recién el día en que mi madre murió pude entender la fortuna que representa el tener un amigo verdadero, que acompaña con su silencio tu dolor; así como yo estuve para ella aquella tarde, Maju estuvo a mi lado cuando la necesité, sosteniendo mi mano sin decir palabra. La rubia se mantuvo callada hasta que entramos a casa al regresar del cementerio, y sus primeras palabras después de tantas horas de estar junto a mí fueron: "No estás sola; yo estoy, y estaré aquí, hasta que nos lleven juntas al geriátrico. Nuestra amistad es para siempre". Le creí, ¡por supuesto que le creí!, necesitaba hacerlo.

Desde que teníamos seis años, cuando la maestra nos sentó juntas el primer día de clases, nos volvimos inseparables; con el pasar de los años, compartimos travesuras, secretos, confesiones, sueños... No había cosa que nos pasara, que no le contáramos a la otra; hasta nos inventamos un "código secreto", para poder comunicarnos frente a otras personas sin que nadie descubriera lo que nos estábamos diciendo. A ella le confié mi deseo de hacer un viaje, luego de salir de la universidad con un titulo bajo el brazo; era la única que lo sabía. También le conté de todas mis primeras veces, de aquel intento fallido de noviazgo con Gonzalo, del tonto rubiecito con el que me veía a escondidas, burlando la fastidiosa vigilancia de mi hermano y su socio, y hasta le confesé que perdí la virginidad la noche que salimos a festejar mis dieciocho con nuestro grupo de amigos. Ella también me contaba sus cosas, por supuesto; éramos "hermanas por elección", y entre nosotras no existían secretos.

Promesas falsas // Disponible en físico y ebookDonde viven las historias. Descúbrelo ahora