Adiós a los sueños

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Es agosto, pasado mañana es mi décimo noveno cumpleaños; pero, a diferencia de lo que solía ser en años anteriores, hoy no siento el mismo entusiasmo, ni esa ansiedad que me embargaba siempre desde inicios del mes. Hoy, ni siquiera me importaría que todos lo olvidaran, y sé que me importará mucho menos pasado mañana, que este veintiocho de agosto no tendrá para mí más significado, que el de extrañar una presencia. Y es que desde hace cuatro meses, me falta una de las personas que le daban sentido a mi alegría: mi madre. Cuatro meses y diez días sin ella, para ser exactos, y aún parece que el mundo sigue detenido en el preciso instante en que mi hermano se asomó por la puerta de mi salón de clases, portando la peor noticia que recibí en lo que llevo de vida; lo recuerdo como si estuviese pasando ahora mismo, igual que lo recuerdo cada vez que cierro los ojos y pienso en doña Elisa. A veces, cuando estoy sola en casa, me paro frente a la ventana de la sala y observo la calle, esperando verla aparecer, dando vuelta en la esquina con ese andar cansado de sus últimos años; entonces, lloro. Lloro por ella, que se fue demasiado pronto, tan joven aún, con sus recién cumplidos cincuenta años... Lloro por el dolor inmenso que me dejó su inesperada partida, y también por mí, que al perderla a ella me quedé sin la brújula que me guiaba. Son los únicos momentos en los que me doy permiso de desagotar mi tristeza; el resto del tiempo, me obligo a permanecer fuerte, para que mi hermano no tenga que cargar también con toda mi tristeza. 

Esta mañana desperté más desganada que nunca, como si la proximidad de esa fecha que antes me llenaba de tanta energía, ahora, fuera quitándomelas a medida que los minutos se van sucediendo en los relojes; si Fernando no hubiese entrado a mi habitación para recordarme que no podía faltar a clases, probablemente me habría quedado escondida entre las sábanas hasta pasado el mediodía.

—¡Arriba, dormilona! —gritó mi hermano, lanzándome un cojín que había rodado desde mi cama hasta cerca de la puerta, y pegándome de lleno en medio de la cabeza —Si no te levantas ahora mismo, tendrás que irte sin desayunar, o no llegarás a tiempo para tu examen.  

—¡Mierda! —solté sin pensar, y alenté la esperanza de que Fernando no me hubiese oído; el muy hipócrita tenía en su vocabulario un extenso listado de palabrotas para toda ocasión, que bajo ningún concepto permitía que yo usara. 

—Te escuché —le oí decir, mordiendo las palabras por el enojo; me tapé la cabeza con la almohada y musité un "perdón" sin ganas, rogando que no comenzara con su sermón de siempre: ¿Qué clase de educación demuestra tener una mujer que dice palabrotas? ¿Crees que obtendrás un buen empleo cuando te oigan maldecir más que a un albañil? De la imagen que des, dependerá el respeto con el que te tratarán... y bla, bla, bla. Ya bastante tenía con no poder quedarme en casa por culpa del maldito examen, como para encima tener que aguantar la cháchara de mi hermano —. Apúrate —me intimó, antes de cerrar la puerta e irse a la cocina. 

Consulté la hora en mi teléfono y, sí, definitivamente iba tarde; si quería llegar a horario y evitar que el profesor me dejara fuera del aula, mientras mis compañeros rendían la tonta evaluación diagnóstica, tendría que sacrificar mi baño matutino, vestirme a toda prisa, peinarme "a lo que quede", y buscar algo que pudiera ir merendando de camino al colegio. Normalmente, Fernando me llevaba en su auto y me dejaba en la puerta del colegio antes de irse a trabajar; pero el pobre y destartalado cascajo que mi hermano se había comprado un parde años antes, llevaba toda la semana en el taller, así que otra vez me tocaría hacer a pie las diez cuadras que distaban desde nuestra casa hasta el sitio de mis tormentos matutinos. 

—¡Ánimo! Solo queda un mes más de frío —me dije mientras echaba a andar rumbo al colegio, ajustando mi abrigo con una mano, mientras con la otra metía a la boca un par de galletas que le robara a Nando de su desayuno al pasar por la cocina, en un momento en que él se distrajo —. Además, este es el último año de quemarte el coco, aprendiendo cosas que no vas a usar en la puta vida. Ya después podrás buscar un empleo, y tal vez hasta consigas comprarte tu propio medio de locomoción... algún día —Hice un gesto de disgusto al pensar en el tiempo que me llevaría ahorrar dinero suficiente para comprar en qué transportarme, y así dejar de depender de otros, y luego de consultar la hora en el teléfono apuré el paso; tuve que correr el último tramo, y aún con eso, apenas si alcancé a llegar al aula cuando el profesor ya se disponía a cerrar la puerta.

Promesas falsas // Disponible en físico y ebookDonde viven las historias. Descúbrelo ahora