El jueves veintidós de enero, a las ocho en punto de la tarde, todas las reclusas del pabellón de máxima seguridad, nos presentamos en el comedor para recibir la cena; Marta, Vanesa y yo nos sentamos en la mesa acostumbrada, junto a tres que habían sido trasladadas al penal hacía poco más de una semana. Una de "las nuevas" era una mujer de unos treinta y poco más de años, cuya contextura física la hacía parecer mucho más joven; fue la chaqueña quien hizo notar que, vistas de espaldas, era fácil confundirla conmigo.
—Si no fuera porque las caras no se parecen casi nada, cualquiera diría que son hermanas —había dicho Vanesa la primera vez que nos vio juntas.
—Si no fuera porque no hay una maldita manera de meter alcohol al puto penal, yo juraría que estás borracha, Nessa —le respondí, riéndome y haciendo reír al resto de las que compartían la mesa con nosotras.
—¡Te lo estoy diciendo en serio, idiota! —insistió, defendiendo su punto —Tienen igual estatura, mismo color de pelo, más o menos el mismo ancho de espalda; las dos son delgadas y tetonas... ¡seguro que hasta calzan la misma talla de zapatos! —Todas soltamos la carcajada, tentadas por el gesto que hizo al referirse a nuestros senos; pero, aunque me costara reconocerlo, ella tenía razón. ¡Hasta en lo de la talla de zapatos acertó! —Ahora, voy a tener que mirarles la cara para saber a quién carajos le hablo —No hubo tiempo para averiguar si había alguna otra cosa más en la que nos parecíamos aquella fulana y yo, porque ella y las otras dos nuevas llevaban solo nueve días en el penal cuando estalló el motín.
Entramos al comedor, nos formamos para que nos sirvieran la comida, y fuimos a sentarnos en la mesa acostumbrada; las tres nuevas se acomodaran con nosotras un par de minutos después, se habían demorado, por quedar últimas en la fila. La única que comía con total tranquilidad, era Vanesa; Marta estaba pensativa y ni siquiera miraba su plato, yo revolvía el menjunje aquel con la cuchara, sin haberlo probado siquiera, y las otras se miraban entre ellas.
—Aprovechen a comer; después, no sabemos cuándo volveremos a hacerlo —murmuró Vanesa con la boca llena, y todas hicimos el esfuerzo por tragar la comida; la chaqueña había pasado por suficientes motines como para saber que, una vez iniciada la revuelta, no habría ocasión de volver a sentarnos a la mesa hasta que las autoridades retomaran el control.
La tensión en el aire fue creciendo paulatinamente, mientras todas cenábamos en silencio, con la atención expectante, esperando el momento en que "las cabecillas" dieran la orden de tomar el pabellón; lo peor de todo era la espera, porque cada minuto que pasaba elevaba la ansiedad a la máxima potencia, y uno no podía evitar preguntarse si, al final, optarían por dejar las cosas en paz desistiendo del motín. Nadie quería estar allí cuando el caos se desatara, y tampoco había un puto alma que se atreviera a levantarse e irse; creo que no me equivoco al decir que, todas y cada una de las reclusas, queríamos evitar ser la primera en mover el culo de su silla, por si era ésa la señal que las otras esperaban para dar inicio a la rebelión. Ya la mayoría tenía su plato vacío, ¡pero ninguna se ponía de pie para salir del comedor!
—¡Al carajo con esta mierda! —dije por lo bajo, y me levanté para ir a llevar mi bandeja a uno de los canastos, donde siempre se dejaban para que luego las lavaran; Vanesa me siguió, y tras ella lo hizo Marta. Esperé a mis compañeras, para salir con ellas del comedor, pero nunca llegamos a hacerlo.
Marta apenas alcanzó a poner su bandeja en el canasto, cuando todas las reclusas que estaban metidas en lo del motín se pusieron de pie al mismo tiempo; de las más de cien que estábamos alojadas en el pabellón de máxima seguridad, unas setenta, o quizá ochenta, se habían plegado a la revuelta, por lo que los guardiacárceles asignados a custodiarnos no tuvieron oportunidad de detenerlas. A las amotinadas les tomó un par de horas tomar el control total de todo el pabellón, mientras aquellas que decidieron mantenerse al margen fueron a sus celdas, y se quedaron allí de lo más quietecitas; mis compañeras y yo nos juntamos las tres en mi celda, a la espera de ver cómo se desarrollaban los acontecimientos, calculando el momento justo para poner en marcha mi plan de fuga.
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Promesas falsas // Disponible en físico y ebook
General FictionSofía Quintana cometió el peor de los delitos: confió en las promesas de personas a las que solo les importaba salvar su propio pellejo. Traicionada y abandonada a su suerte, irá tras la venganza que se prometió el día que comprendió que había sido...