La traición llega en silencio

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Nunca llegué a casa de mi amiga Maju; la patrulla en la que me llevaban hasta allí apenas había recorrido la mitad del trayecto cuando, el peso de todo por lo que había pasado en las últimas horas, comenzó a apretarme el pecho hasta quitarme el aliento. El policía que iba tras el volante me veía cada tanto por el espejo retrovisor, y gracias a éso, pudo advertir que algo raro estaba sucediendo conmigo.

—¿Señorita, se siente bien? —preguntó, sin apartar los ojos del espejo por el que me observaba.

—¿Le pasa algo? —preguntó el agente que venía de acompañante, girándose en el asiento para verme; yo no pude responder, ni siquiera pude mover la cabeza para dar una señal, indicando que sentía que me estaba asfixiando, que no conseguía meter aire a mis pulmones, y que una opresión grande y fuerte me apretaba el pecho, como si tuviera una mano dentro de él que estrujaba mi corazón —Llevémosla al hospital —alcancé a oírle decir al otro, que hizo girar la patrulla brusca y repentinamente para cambiar de rumbo; el ulular de la sirena, fue lo último de lo que tuve consciencia.

Esta vez, al abrir mis ojos, no encontré la cálida sonrisa del doctor Maratt, padre de mi amigo Alejo, sino el gesto inexpresivo de la agente de policía, sentada en la silla junto a mi cama; por un momento me sentí confundida, pero un instante después recordé todo lo que había pasado, y las lágrimas nublaron mi mirada.  

—¿Dónde está mi hermano? ¿Se sabe algo de él? —pregunté, con un hilo de voz; la mujer policía me miró y negó con la cabeza, sin agregar ninguna explicación. Su actitud impasible no hizo más que desesperarme, e intenté levantarme de la cama, pero... Al intentar mover la pierna, descubrí que mi tobillo estaba esposado al barandal de la cama. Ni siquiera alcancé a preguntar a qué se debía eso, cuando entró un hombre vestido de traje, acompañado por otros dos policías. 

—Señorita Quintana, soy el fiscal de instrucción Gustavo Malía; vengo a informarle que se ha resuelto su detención, y posterior procesamiento, como principal sospechosa por el crimen de Valeria Santana —dijo el hombre de traje; mis ojos se abrieron muy grandes, al tiempo que sentía que mi corazón se detenía completamente, y me dejé caer de golpe sobre la almohada. El hombre aquel siguió hablando, pero yo ya no escuchaba lo que decía; ¿cómo carajos era posible que aquello estuviera sucediendo?, ¿acaso nadie había hablado con MaríaJulia, para que la rubia ratificara mi versión? —... Entiendo que, en su situación actual, no cuenta con recursos para costear su representación legal, por lo que he solicitado se le asigne un defensor de oficio. El abogado designado por el juzgado vendrá en un rato, para entrevistarse con usted —le oí decir, y luego todos salieron de la habitación, dejándome sola.

Por más que pensaba y repensaba, por más que le daba vueltas al asunto hacia un lado y hacia el otro, no encontraba manera de entender, de asimilar que me tenían esposada a la puta cama, como si estuviera en condiciones de fugarme, ¡como si tuviera algún maldito sitio a dónde ir!, y tampoco alcanzaba a asumir que se me estaba acusando de haber asesinado a la estúpida malparida de Valeria; aquello... ¡aquello tenía que ser una jodida broma! En algún momento, alguien entraría a la habitación, y me ofrecería una disculpa por el mal momento que me había hecho pasar el idiota fiscal, y tal vez hasta me dijeran que Fernando había aparecido, que mi querida mejor amiga se había preocupado en aclarar cualquier confusión sobre mi paradero al momento del asesinato, ¡y quizá hasta el mentiroso cobarde de Danner haría algo a favor mío!

No pasó. Nada de lo que imaginé que me salvaría pasó; al igual que con tantas otras estúpidas ilusiones que me hice alguna vez, me quedé esperando en vano que algo, o alguien, viniera a rescatarme de aquella pesadilla. Después de pasar dos días en el hospital, sin que nadie que conociera viniese a interesarse por mi estado, me llevaron a una comisaría, donde me alojaron en una de sus celdas; solo ese hombre de edad indefinida, con su traje tan avejentado como él y su cara de estar hastiado de su maldito trabajo, ese defensor público que algún juez designó para que me asistiera legalmente, venía día por medio para hablarme del rumbo que llevaba la investigación sobre la muerte de la Santana. Fue a través de ese abogado, que me enteré de que se me había ordenado detención en calidad de "incomunicada", hasta que prestara declaración ante el juez que intervenía en la causa, que Fernando seguía sin aparecer, que mi querida mejor amiga Maria Julia Arévalo había declarado que "me llevó en su auto hasta la casa que compartía con mi hermano y la ahora difunta Valeria Santana, y que tras despedirse sin bajar del rodado, había regresado a su domicilio, sin enterarse de nada de lo que sucediera hasta el día siguiente, cuando la policía le notificó de que debía prestar testimonio en calidad de testigo." 

Promesas falsas // Disponible en físico y ebookDonde viven las historias. Descúbrelo ahora