George

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Despierto. Soslayo el despertador. Volví a ganarle. Ni siquiera ha salido el Sol.

Ayer no fue un gran día. Luego de aquel extraño encuentro con el hermano de Cal, no me quedó más remedio que volver a la fiesta de Jessie, y explicar el porqué de su ausencia. Después mentí, diciendo que no me sentía bien, para salir de allí. El lado bueno es que dieron una bolsita de regalo con un juguete de Hello Kitty, y unas cuántas golosinas.

Ahora tengo que alistarme para ir a trabajar. Pero primero debo alimentar a mi perro.

Hago estiramientos luego de levantarme, y voy a la cocina, para verter las croquetas de Archie en su tazón.

—¡Archie! —Silvo para atraerlo. Él se acerca con lentitud—. Tu comida, amiguito —muevo un poco el tazón, para atraerlo hacia él. Archie sólo olfatea la comida, y aparta su hocico de ella—. Hey, Archie, tu comida —acerco el tazón a su hocico, pero se aleja—. ¿Qué? ¿No tienes hambre? —frunzo el ceño, mientras acaricio su lomo; después sale de la cocina, y se echa sobre el sofá—. No eres el único que ha tenido un mal día —rezongo.

Decido ir a arreglarme. No me toma más de veinte minutos. Cuando salgo de la alcoba, soslayo por última vez a mi perro. No ha tocado su comida.  Parece deprimido. Empieza a preocuparme. Si sigue así, tendré que llevarlo al veterinario.

—Espero ver ese tazón vacío, para cuando vuelva —digo, antes de salir.

***

—¡Sargento, esperamos instrucciones!

Ahora mismo trato de lidiar con el tercer asalto de esta semana. Estoy afuera del banco, detrás de una patrulla, junto a mis hombres, mirando, a través de binoculares, lo que ocurre allí dentro. Esperan instrucciones mías, pero me cuesta pensar.

Veo a los criminales vigilando las puertas y ventanas, mientras uno de ellos apunta a una cajera con un arma. Le está pidiendo el dinero de la caja fuerte. Hay, al menos, una docena de rehenes en el suelo, sin contar al personal del banco. Son cuatro asaltantes, contando al que apunta a la cajera. Los cuatro están armados con ametralladoras. Mierda. Es muy peligroso intervenir. Pueden ser capaces de lo que sea. Tienen puestas máscaras de expresidentes: Nixon, Clinton, Bush y Lincoln.

—¿Están listos los francotiradores? —pregunto, a través de un radio que está sujeto a mi uniforme.

—Esperamos sus instrucciones, sargento —responde uno de ellos, desde el techo del edificio que está atrás de nosotros.

—¿A cuántos tienen en la mira?

—Únicamente a tres de ellos, señor. El de la máscara de Abraham Lincoln está fuera de nuestro alcance.

—Maldición —mascullo—. Bien, no hagan nada. Esperen mis instrucciones.

—Sí, señor. Cambio y fuera.

—Sargento, y ¿si intenta negociar? —sugiere uno de mis subordinados.

—No creo que sirva de mucho en esta ocasión; es mejor ser sigilosos. Necesitamos aprovechar la distracción de Lincoln, para neutralizar a los otros tres, pero el problema es: ¿quién lo neutraliza a él, antes de que intente algo drástico?... —Medito un momento, pero termino gruñendo y pateando la patrulla—. Dame el maldito megáfono —ordeno. Él me lo entrega de inmediato, y lo enciendo—. ¡¿Me prestan un poco de su atención?! —me dirijo a los criminales—. ¡Escuchen, están rodeados! ¡Les sugiero rendirse pacíficamente, y salir con las manos en alto! ¡No compliquen esto más de lo que ya es!

Suspiro. Vuelvo a ver a través de los binoculares. El de máscara de Nixon toma un pequeño megáfono que saca de una bolsa, y lo acerca a su rostro.

—Mire, ¿oficial...? —dice.

Dos enamorados en taxi Donde viven las historias. Descúbrelo ahora