CAPITULO CINCO

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A veces pienso que las cosas pasan por una razón. Pienso que  es parte del destino. Ya sabes, como en las películas…

Oh, bueno, al menos eso creía.

Estoy en un avión a más de trescientos kilómetros de casa. Directo a  un campamento apartado del estado de baja california.

Todavía no sé qué extrañare más: el internet, mis libros, o a mi pequeña Oreo.

mmm. sin duda mi iPhone.

Suspiro derrotada. Trato de relajarme. Oh, el jacuzzi con hidromasaje me haría tanto bien…

**

Al parecer la frase “directamente a un campamento…” no aplica a mi caso.

Todo lo que puedo ver son árboles. Grandes, pequeños. De todo tipo.

El autobús es sin duda la cosa más horrible para viajar.

Primero: porque es incómodo. Y ruidoso. El asiento chilla cada vez que me muevo (que por cierto, es muy seguido). Y hay como 30 chicos también. Que lo único que hacen es estar gritando, dicen vulgaridades, y fuman descaradamente.

Segundo: cada cinco minutos tengo arcadas. Las náuseas son horribles. Por eso es que nunca viajo en autobuses. Me duele la cabeza y por si fuera poco, hay curvas que parecen girar en ángulos jodidamente retorcidos.

Tercero: el baño. Bueno, creo que las razones sobran…

Dios. Creo que alguien me ha pegado chicle en el cabello.

Y por tercera vez en el día, vuelvo a llorar.

**

Por increíble que parezca, quede dormida. Al parecer llorar toma mucho de mi energía.

Mi frente se golpea con el asiento metálico delante de mí y me despierto de golpe. Todos se están bajando. A empujones, codazos y groserías; pero están bajando.

Aprieto más fuerte mi maleta al pecho y espero hasta que salga el último salvaje.

Quedo alucinada con lo que veo.

Frente a mí, un gran arco como de tres metros de altura, formado de madera intercalada, con un letrero de algún tipo de tela áspera dice: “BIENVENIDOS AL CAMPAMENTO RED”

La tierra se mete en mis converse y me raspa la planta de los pies.

Seis autobuses más, ya se encuentran estacionados. Solo puedo escuchar ruido y más ruido. Derecha e izquierda. Izquierda derecha.

Casi. Tres. Meses. Aquí.

Me falta aire.

Antes de que siquiera piense otra vez, algo me golpea en la espalda, pierdo el equilibrio y caigo de bruces en la tierra húmeda. Volteo la cabeza al mismo tiempo que una voz ronca e irritada susurra:

-Fíjate imbécil.- Estoy tan aturdida que cuando elevo la cabeza se me seca la garganta.

Hay un chico completamente tatuado de sus brazos…Corrijo, musculosos brazos.  Sus manos están hechas puños. Viste una camiseta sin mangas, y unos pantalones rasgados. Su cabello tan negro como el carbón va hacia distintas direcciones y Sus ojos tan verdes parecen que pueden ver a través de mí.

Dios, este chico da miedo.

Me mira desde arriba por unos segundos más, y su mirada intimidatoria cambia a una sonrisa arrogante. Pero que mier…

Sacude un poco la cabeza y antes de que pueda pensar en algo, se da la vuelta y sigue caminando.

Me doy cuenta del leve temblor en mis manos.

¿Qué clase de retorcidos chicos son estos? Si, bueno, es sexy, quizá muuy sexy, jodidamente sexy, pero da miedo como la mierda.

Más chicos siguen pasando, algunos me miran pero nadie me ayuda.

¿En serio pensaba que alguien me ayudaría?

Hago a un lado la vergüenza y humillación para después levantarme.

Con la poca dignidad que me queda sigo a los demás.

 No voy a dejar que ningún estúpido me humille. Ya no.

Camino a la tormentaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora