CAPITULO OCHO

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Hoy sin duda es el peor día, de toda mi miserable vida.

Empezando por la terrible cruda con la que desperté. El ataque demoniaco que tuvo mi muy tranquilo padre cuando me golpeo por primera vez, en dieciséis años. La loca idea que tuvieron en un arranque de impotencia, solo para deshacerse de mí. Sin hablar de este campamento de gente loca y psicópata que no tienen ninguna idea de lo que es la palabra Civilización.

Ni siquiera sé cómo es que llegue a la cabaña. Pero aquí estoy, con mi linda pijama de ositos cariñositos y tumbada en la estúpida litera, que por cierto es incomoda, y demasiado pequeña para mi gusto. Pero increíblemente confortante. Por hoy.

Siento como si hubiera corrido todo un maratón sin descanso.

Pienso en el joven encargado que me salvo hace unas horas… ¿O fue hace unos minutos?

No lo recuerdo. Pero en mi cabeza solo puedo ver su intensa mirada y sus hermosos ojos grises que ocultan varios misterios. Estoy sorprendida de lo segura que me sentí a su lado. Porque ¿Cómo diablos fui capaz de decirle lo que cierto rubio de dientes torcidos, me hizo? No creo poder verle otra vez a los ojos. Suficiente vergüenza tengo ya.

Cierro los ojos fuertemente en un intento de calmar mi migraña. Si, bueno, aparte de que soy una llorona y arrogante persona, sufro de migrañas constantemente.

Suelto unas maldiciones cuando recuerdo que no metí mis demás medicamentos en la maleta. Espero que no me muera antes de ver a mis padres.

Porque créeme, cuando los vea será para tomar las tarjetas de crédito y largarme a un departamento de lujo muy apartado de ellos. No si antes echarles en cara lo terribles padres que son, y que prefiero morir mil veces antes que seguir viviendo con ellos.

Okey, eso sonó a las típicas películas de adolescentes. Solamente que siempre terminan en un final feliz: la chica se enamora de un buen chico, aprende la lección y hace las paces con sus padres (que por cierto son de lo más cool).

Pero esto es la vida real y con mi suerte, eso nunca pasará.

Déjame decirte algo: llorar es sumamente agotador.

Lo último que recuerdo es ver una cabellera verde chillón y el ruido de algo azotándose.

** 

Mmm. la alarma es realmente molesta. Sin abrir los ojos arrastré mi mano hasta coger un objeto y lanzárselo.

Sigue sonando. Gruño y me cubro con la almohada.

¿Desde cuándo mi alarma suena como una corneta militar? ¿Y por qué siento tan incómoda  mi cama?

**

-¡Señorita Vaccani levante ese trasero ahora mismo!- chillo al escuchar el ruido pegado a mi oído. Ruedo y caigo de la pequeña cama.

Levanto la cabeza y mi mano masajea mi cabeza. Me golpee con la pata del mueble. Perfecto. Otro moretón que añadir a la lista. Seguro pareceré arte abstracto, con los cambios de tonalidades y relieve en mi rostro.

Una mujer de mediana edad con un banderín rojo en el cuello,  sostiene un… ¿megáfono?, ¿acaso me pegó un megáfono al oído? Ya veo porque me despertó.

-¡No se quede ahí tirada!- Esta mujer está loca.

Me froto los ojos y trato de levantarme con total aturdimiento. Antes de tomar mi maleta la encargada me la quita.

-¡Perdiste mucho tiempo, vamos! ¡Ya, ya, ya!- Me coge del brazo y trato de resistirme cuando nos dirige a la puerta.

-No por favor, ¡usted no puede dejar que salga así!-

-¡Debiste pensarlo antes jovencita!- bueno al menos esta vez no utilizó el megáfono.

Soy arrastrada por todo el sector de cabañas.

Hay chicos pasando por todos lados, y ninguno deja de mirarnos, bueno, en realidad me miran solo a mí, unos se ríen y otros me gritan insultos morbosos.

Siento el calor por toda mi cara y bajo la cabeza.

Oh, esto es humillante. Ni siquiera me dejó retocarme el golpe morado en mi mejilla, estoy con unos shorts que tienen un arcoíris y una blusa de tirantes con estampado de ositos marihuanos en toda la tela semi-transparente. Menos mal que me deje el brasier. Claro que sin contar con que no me cepille los dientes ni lavé mi cara. Ni siquiera me gustaría saber como está mi cabello, pero ya te puedes hacer una idea.

Me siento tan mareada que no noto cuando llegamos a una zona de entrenamiento. Mis piernas se sienten tan flácidas y estoy sudando frio. Veo un poco borroso y parpadeo varias veces.

No estamos solas.

Un grupo de adolescentes sudorosos y ahora jadeando voltearon la cabeza casi al mismo tiempo cuando la encargada abrió la puerta de un golpe.

Mis ojos se detienen en unos verdes casi translucidos. Siento como todo mi cuerpo se contrae, y me flaquean más las piernas. El chico que me llamó idiota. Su mirada me consume y me deja sin aliento. Literalmente. No puedo descifrar su expresión, pero aparto la mirada.

La encargada me empuja y me hace detenerme en medio de la sala. Al parecer estaban haciendo flexiones.

-¡Hazme 300 sentadillas ahora!-  su rasposa y dura voz resuena por toda el área abierta.

No sé si reírme o llorar.

-Yo no creo qu..- pero nadie supo lo que creía porque volvió a hablar esta vez todavía más alto si es posible.

-¡Empieza ahora mismo! ¡Y quiero que las cuentes en voz alta!, la próxima vez pensarás mejor al levantarte en el horario establecido.

Con la poca dignidad que me quedaba cerré los ojos y me lleve las manos atrás de la cabeza contando las sentadillas. Todos me seguían mirando, pero solo podía sentir al chico intimidante de brazos tatuados y cabello tan negro como la noche.

A la octava sentadilla la encargada dijo algo como: ¿¡Que miran?! ¡Sigan con lo suyo!

Entonces todos empezaron a moverse otra vez. Pero todavía podía sentir esos ojos verdes en mi espalda.

-treinta y cuatro, treinta y cinco,…- Lo siguiente que supe fue que mi cara chocaba con el césped y a  alguien gritando.

Todo se volvió oscuro y las voces se fueron apagando.

Camino a la tormentaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora