_______ vislumbró una construcción de piedra de un tono rosa pálido con tejas de terracota desteñidas por el sol y retuvo el aliento presa de una súbita sensación mágica. Era como un paraje encantado, adormecido entre los árboles.
«Gracias a este aire tan diáfano es imposible no oír el ruido de un vehículo que se aproxima», pensó Justin.
Llegaban los huéspedes no deseados. Con un suspiro irritado, se levantó de la tumbona, recogió unos viejos pantalones de tenis del suelo de mármol y se los puso a regañadientes. Durante los últimos días había disfrutado de su solitaria libertad. Entre otras cosas, se había dedicado a nadar desnudo y a tomar el sol al borde de la piscina a sabiendas de que Guillermo y Emilia, encargados de la villa, nunca perturbarían su intimidad.
Pero, a partir de ese momento, su soledad había acabado. Tras ponerse unas gastadas alpargatas, se encaminó a la casa a través del jardín dispuesto en terrazas.
Hasta el último minuto, había rezado para que esa pesadilla no ocurriera. Deseó que Paolo y su ragazza hubieran reñido o que zia Lucrezia se hubiera encariñado con ella como una madre olvidando todas sus objeciones. Cualquier cosa que lo sacara de ese horrible atolladero.
Pero la llamada telefónica de la dama había destruido sus esperanzas. Recordó con disgusto su voz histérica despotricando contra la chica. Para ella, no era más que una fulana. Una aventurera ordinaria, proveniente de la clase social más baja, aunque muy lista, ya que estaba claro que intentaba atrapar a Paolo con fines matrimoniales, y el pobrecillo de su hijo no se daba cuenta del peligro en que se había metido. Al mismo tiempo, había dejado muy claro que su amenaza de sacar a la luz su aventura con Vittoria continuaba vigente si no mantenía su palabra.
«Quiero que destruyas a la inglesa. Nada menos que eso me servirá», había sentenciado antes de cortar la comunicación.
Justin sintió la tentación de replicar que prefería destruir a Vittoria, que se mostraba vergonzosamente tenaz bombardeándolo con llamadas telefónicas y breves mensajes. Si continuaba comportándose con tanta indiscreción, Fabrizio y su madre no tardarían en descubrir el asunto sin la intervención de zia Lucrezia.
Y en ese momento iba a enfrentarse a una calamidad peor: esa chica desconocida e indeseada a la que tendría que inducir mañosamente a abandonar el lecho de Paolo para ir al suyo. Probablemente tendría que emborracharse para llevar a cabo su propósito.
«Si salgo vivo de este lío, haré votos de castidad», pensó malhumorado cuando Guillermo ya abría el pesado portalón de madera de entrada a la villa y Emilia se movía ansiosamente de un lado a otro. Sabía que sus disposiciones y últimos detalles se habían realizado a la perfección y que la comida sería excelente. No solía recibir visitas en la villa y los sirvientes estaban acostumbrados a su trato relajado, así que la presencia de zia Lucrezia sería agotadora para todos ellos.
Justin salió del sombreado vestíbulo a la luz del sol. El coche estaba estacionado a unos cuantos metros y el chófer ayudaba a bajar a la Signora mientras Caio lanzaba agudos ladridos desde sus brazos.
La atención de Justin, sin embargo, se concentró en la joven, un tanto apartada, que contemplaba la fachada de la casa.
Su primera reacción fue que no era su tipo, ni tampoco el de Paolo, cosa que lo desconcertó un tanto. De hecho no se ajustaba a la imagen preconcebida que habían engendrado en su mente las acusaciones de su tía, pensó críticamente. Era casi tan alta como Paolo, de rostro claro y pálido. Una nube de cabellos rojizos le caía hasta los hombros, sus ojos eran de un tono gris y la boca bien dibujada.
No era una belleza convencional, pero sí curiosamente seductora. Probablemente demasiado esbelta, aunque el vestido barato que llevaba no revelaba detalles, pensó divertido.
Y entonces, como respuesta a un silencioso deseo, una leve brisa desde las colinas detrás de ellos removió la tela del vestido contra su cuerpo revelando los pequeños pechos erguidos, la leve concavidad del estómago, los muslos suavemente redondeados y las largas y esbeltas piernas.
Justin, atónito, de improviso sintió que le faltaba el aliento y, contra su voluntad, descubrió que su cuerpo se estremecía con inesperada anticipación.
«He cambiado de opinión. Después de todo, no hará falta que me emborrache. Al contrario, creo que esta ragazza no merece menos que mi completa y sobria atención», pensó burlándose de sí mismo.
En ese instante, se dio cuenta de que la Signora se acercaba con una mirada reprobadora en los ojos oscuros.
—¿Es así como te vistes para recibir a tus invitados, Justin?
Con una fría sonrisa, el conde le tomó la mano y se inclinó.
—Hace diez minutos estaba desnudo, zia Lucrezia. Esta es una concesión a mis invitados —dijo al tiempo que miraba a Caio con severidad—. Veo que has traído a tu perro. Espero que haya aprendido mejores modales desde la última vez que nos vimos —reprochó antes de echar una mirada a Paolo—. Ah, Paolo, come stai. Paolo lo miró con suspicacia. —¿Qué haces aquí?
—Estoy en mi casa, lo que te convierte en mi huésped —replicó con cierta sorpresa—. Naturalmente que deseaba estar presente para ocuparme de que estéis a gusto.
—Nunca te preocupas tanto —murmuró Paolo. —¿No? Tal vez haya aprendido de mis errores. La casa dispone de habitaciones suficientes para todos. No tendrás que compartir dormitorio conmigo, primo —replicó y entonces miró a la joven como si la viera por primera vez—. ¿Cuál es el nombre de tu encantadora amiga? —preguntó con deliberada cortesía más que entusiasmo en tanto notaba la ansiedad en los grandes ojos grises bordeados de oscuras pestañas.
Paolo tomó la mano de _______ en un gesto defensivo.
—Ésta es la signorina _______ Mason, que ha venido conmigo de Londres. _______, permíteme presentarte a mi primo, el conde Justin Bieber.
—Encantada de conocerlo, signore —saludó con una voz clara y tranquila, aunque sin mirarlo a los ojos, detalle que a Justin no le pasó inadvertido.
—Sea bienvenida en mi hogar, signorina —dijo inclinando la cabeza con formal cortesía antes de guiarlos a la casa—. Emilia, por favor, enseñe a las señoras sus respectivas habitaciones. Guillermo, ¿quiere llevar a mi primo a la suya?