Prólogo

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1 de julio; día clave

«En terreno peligroso,

ojo cuidadoso»

El bosque era una orquesta ciclópea que, con su melodía, embotaba todos sus sentidos.

Frida se dejó envolver por el murmullo del agua, el trinar de las aves y el sonido del viento rozando las hojas. Cerró la puerta de la cabaña y echó a andar, deshaciendo el camino trazado horas antes.

Apretó su diario bajo el brazo y aspiró el curioso aroma del aire templado de verano, que penetraba en cada célula de su cuerpo, transportándola a recuerdos vividos. Refugiada en la sombra de los árboles, el calor del sol perdía intensidad.

El nudo en su estómago cedió un poco, y los nervios dieron paso a la excitación propia de un niño frente al dulce más rico del mundo.

Había estado demasiado encerrada en sí misma, dedicando cada pensamiento y bocanada de aire a su investigación. No era de extrañar que Eric se hubiera enfadado con ella.

Pero ahora había despejado la dichosa incógnita, y se sentía estúpida por no haberlo visto antes. Tan cerca y tan lejos al mismo tiempo.

Si no encuentras la respuesta en esa hoja, simplemente, dale la vuelta.

Y en efecto, allí estaba la solución.

«Los caminos del Señor son inescrutables».

Se disculparía con Eric por haberle dicho que era gilipollas. Frida no era dada a jurar, pero no pudo controlarse, las palabras salieron volando de su garganta como globos de helio.

Las últimas semanas habían sido un lapsus en su rutina. Algunos lazos se habían apretado de nuevo y otros muchos pendieron de un hilo. Las peleas se habían sucedido una detrás de otra. Todo el mundo se había puesto en su contra, ¿o era ella la que se había puesto en contra del mundo? No estaba segura.

Le había costado varios años alcanzar la cima: dejar de ser Frida la inocente para hacerse un hueco a codazos en lo más alto. Y ahora se había dado de bruces contra el suelo. En menos de un mes volvería a coronarse reina.

Oyó un crujido a su espalda y se volvió. Un escalofrió se abrió paso a través de su cuerpo.

Continuó caminando.

Un ratonero surcó el cielo en una danza salvaje. Ojalá ella tuviera alas.

El cielo se coloreó en tonos rosas y naranjas y Frida aceleró el paso. Había prometido volver a casa antes de la hora de cenar.

Volvió a escuchar un crujido y empezó a latirle muy rápido el corazón.

—¿Hay alguien? —preguntó en un susurro.

Le pareció ver una silueta a lo lejos y, presa del pánico, echó a correr.

«Otra vez no. No puede ser», se dijo, aterrada.

Se desvió del camino y terminó en el corazón del bosque. Se apoyó en un árbol para recobrar el aliento. Cuando levantó la mirada vio un corzo, pasearse tan tranquilo delante de ella. Se sintió estúpida.

Suspiró aliviada y retornó su marcha.

De pronto, el suelo se desdibujó bajo sus pies. Se precipitó desde gran altura.

No tenía alas para volar.

Cuatro ojos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora