Epílogo

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18 de julio; día diecisiete

«¿De qué sirve un ojo

si la mente funciona a su antojo?».

—Martina, ponte un poco a la izquierda. Así, muy bien. Ariana, sonríe. Tú también, Bianca. Decid patata.

Bianca puso los ojos en blanco mientras todos a su alrededor escupían hortalizas.

Helena miró la cámara. Laura dormía en un carrito a su lado, protegida del sol por una tela rosa.

—Leo, hijo, ven aquí. Creo que no he sacado nada —dijo, haciéndose sombra con la mano—. No entiendo este trasto.

Leo se desprendió del grupo y cogió la cámara.

—Está aquí, en la galería, ¿la ves? Le das a este botoncito y te sale la última foto que has hecho, si le das a este vas hacia atrás.

—Ah, vale. Gracias. —La mujer le devolvió la cámara a su hijo, que se la colgó al cuello—. Ya podéis marcharos.

Lucía, Leo, Annie y Bianca echaron andar en dirección a las mesas llenas de comida. Leo y Martina habían colgado una pancarta entre dos árboles, felicitando a la cumpleañera.

Camila cumplía nueve años, y todo el séquito de amiguitas y sus padres invadían el jardín. Leo había invitado a sus amigas para pasar una tarde divertida en la que airearse de las preocupaciones. Roquero Solitario se les cruzó en el camino. Movía la cola tan rápido que podría echar a volar en cualquier momento, y en la boca tenía una mezcla de serpentinas y crema de cacao que Ariana le habría ofrecido.

Tomaron asiento en fila en la mesa.

—Me gusta tu nuevo corte de pelo —soltó Annie sonriendo—, te da un toque... diferente.

Bianca se encogió de hombros.

—Soy diferente.

—¿Ya sabes a dónde van a enviarte? —le preguntó Annie, ajustándose las gafas de sol mientras se servía unas lonchas de jamón.

—Con mi tía, a Tarragona. Es mi madrina —respondió con desgana.

—¿Y cómo te sientes al respecto? —inquirió Lucía con la boca llena de pan Bimbo.

—Prefiero eso a volver a mi casa.

—¿Nos llamarás? —dijo Leo con una leve sonrisa.

—Tal vez, pero no para siempre —admitió Bianca—. Tengo que hacerme una vida libre de fantasmas.

—No me imagino lo duro que tiene que ser todo esto para ti —añadió Annie poniéndole una mano en el hombro, transmitiéndole apoyo.

Martina pasó corriendo y tropezó con la silla de Lucía. Volvió a levantarse y siguió corriendo entre chillidos.

—Lo duro ha sido aguantarlo tanto tiempo. Ahora ya no tengo que soportar nada.

—Pues te deseo lo mejor —afirmó Lucía—, de verdad. ¿Sin rencores?

—Supongo.

La conversación tocó temas banales una media hora, mientras engullían comida y opinaban sobre qué marca de ropa era superior o cual es el mejor pasatiempo en verano.

De pronto, Leo se quedó tenso como un palo.

—¿Qué hac...? —quiso preguntar Annie.

—Shhh —ordenó él—, ¿lo oís?

—¿Oír qué? —soltó Lucía.

«Or-i-ol, or-i-ol».

—¡No me lo puedo creer! —Leo se levantó de la silla y agarró la cámara con la torpeza de una rana en monopatín. Corrió hasta la fila de árboles unos metros adelante y volvió al de unos minutos, con una sonrisa enorme.

Cuatro ojos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora