Capítulo 10

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8 de julio; día siete

«Ojo añejo

no se deja engañar por el conejo».

Las toses, las respiraciones ásperas y las ruedas arrastrándose por el suelo conformaban una nube de sonido cuyas vibraciones navegaban por todo el pasillo.

Annie caminó por un laberinto de camillas empotradas en las esquinas, doctores de batas blancas, enfermeros arrastrando carros y cirujanos corriendo alterados.

En la recepción, le preguntó a una anciana de pelo canoso recogido en un tirante moño dónde podía encontrar la habitación catorce. La mujer le indicó con pelos y señales el recorrido y Annie —con su pésimo sentido de la orientación—, vagabundeó hasta encontrar la puerta con la placa correcta.

Sus tíos habían insistido en dejarla a solas con su abuelo. Para que charlaran sin interrupciones y sin molestias.

Villa Nero no tenía ni consulta médica, y el hospital más cercano estaba en la ciudad, a unos treinta kilómetros de distancia. Por suerte, su abuelo Lobo se había mudado al centro hacía más de un año y tenía un botón de emergencias colgado al cuello, que pulsó cuando empezó a sentirse mareado.

Era una mañana estival tibia, con nubes de ceniza que dejaban caer una lluvia fina.

Tío Carlos le había explicado que el abuelo había tenido un ictus isquémico, es decir, por taponamiento. Pero lo habían interceptado rápido y con ácido acetilsalicílico se había podido frenar el coágulo y recuperar el flujo sanguíneo. La parte más complicada era la rehabilitación, en la que podían quedar secuelas de por vida.

Abrió la puerta catorce con cuidado. En la habitación había dos camas, en una descansaba una mujer rolliza que leía un libro con expresión seria. Tenía la pierna escayolada y puesta en alto.

—Hola —saludó Annie tímidamente.

En la cama contigua, un hombre anciano dormitaba, con el cuerpo enredado en un millón de cables. A su lado, un monitor cardíaco registraba la actividad eléctrica de su corazón. Uno de sus dedos preso mediante un oxímetro. Entre las mantas blancas, asomaba un tubito trasparente por el que corría un líquido amarillento con trazas de sangre.

La respiración de Lobo era acompasada y tranquila. Annie le observó unos segundos. Cogió una silla de una esquina y se sentó frente a él. El anciano abrió un ojo con tranquilidad y se le empequeñeció la pupila al verla.

—¿A-Annie? —tartamudeó con voz pastosa—. ¡Annie! —exclamó, e intentó incorporarse con torpeza. Miró a su compañera de cuarto—. ¡Es mi nieta, Annie! —Extendió los brazos para abrazarla, pero el rostro se le desencajó de dolor—. Estos cables... Oh, dios mío, por fin vienes a visitarme.

Ella le abrazó, metiendo los brazos entre el cableado. Los olores disiparon la humareda de confusión en su cabeza, haciéndola danzar de forma deliciosa con los recuerdos. Se le llenaron los ojos de lágrimas y los cerró con fuerza para no llenarle a su abuelo la ropa de mocos.

—Estás preciosa, niña. —Le cogió la mano con delicadeza y la hizo girar—. ¿Tú la has visto, Lourdes? —le preguntó a su compañera—. No me digas que no es guapísima.

—Sí, sí —carraspeó la mujer sin apartar los ojos de su libro.

—Ya creía que iba a morirme sin verte otra vez —admitió, acunándole el mentón con las manos y observándola con morriña—. Echa la cortina para que podamos hablar un rato tú y yo.

Annie separó la habitación mediante una tela blanca que hacía el papel de pared.

—¿Qué tal estás, abuelo? —Se sentó a los pies de la cama y se secó las lágrimas disimuladamente.

Cuatro ojos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora