Capítulo 8

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7 de julio; día seis

«Ojos llorosos,

corazones tormentosos».

La gata no dejaba de maullar. Annie empujó la puerta del baño con el pie.

—Me han llamado del hospital. —Tío Carlos se lavó las manos bajo el chorro del lavabo y le regaló a Annie una sonrisa sincera.

Tía Diana revoloteaba de una habitación a otra. Cogió un trozo de papel y se limpió la comisura de la boca por la que sobresalía pintalabios rojo.

—¿Y?, ¿hay noticias sobre el abuelo? —Annie le miró a través del espejo. Se cogió un mechón de cabello y lo alisó con las planchas de titanio cromado. Dejar liso un pelo grueso y rizado como el suyo era una tarea que requería horas; lavarlo, aplicarse acondicionador suavizante y protector térmico, secarlo con la boquilla del secador hacia abajo para no encresparlo y separarlo en secciones.

—Dicen que ha tenido mucha suerte. Seguirá en observación un tiempo, pero responde a los estímulos externos de forma correcta y habla y gesticula con normalidad.

—Las buenas noticias hacen más llevadero un día como este —opinó tía Diana, humedeciéndole el cabello a su marido. Le hizo una raya perfecta en medio de la cabeza y espolvoreó laca—. Los funerales son tristes, y más cuando hablamos de niños.

El funeral de Frida Niell empezaba a las dos de la tarde en la iglesia del pueblo, ubicada en lo alto de una montaña con vistas al mar.

Annie miró su cabello lacio y brillante, caer con suavidad sobre sus hombros. Pensó en las pocas veces que se arreglaba para otros o para sí misma.

No tenía ni idea de cómo vestir para un funeral. De negro, eso estaba claro, porque representaba la falta de luz y de color. Encontró unos leggings en su maleta y le cogió prestada una camisa de lino a su tía.

Pero era ridículo, tan insignificante como una mota de polvo. El fallecido no iba a echarte en cara que fueras de negro o disfrazado de oveja.

—Tenemos que ir a visitar al abuelo —retomó su tío, ajustándose la pajarita—, seguro que tiene muchas ganas de verte.

—Por supuesto, pero hoy no —terminó Annie con expresión amarga—; cada cosa a su tiempo.

—Claro hija, no lo dudes. —Tía Diana le ajustó las solapas de la camisa y le besó la cabeza—. Tómatelo con calma.

*****

—Salimos en diez minutos, así que date prisa —advirtió Francisco golpeando la puerta de la habitación de Bianca.

—Que sí.

La chica se colocó las parisinas oscuras con templanza.

No le gustaban los funerales. Toda esa gente con caras largas, mujeres lloriqueando y dejándose en las mejillas rastros de rímel. Pero las lágrimas solo reviven a las plantas.

«Que lloren encima del huerto y se coman las hortalizas en honor al difunto».

Se levantó y fue hasta su escritorio. Cogió un bolígrafo de un bote de cristal en el que guardaba material de escritura. Lo observó unos segundos.

La hermana de su padre se lo regaló en el funeral de su madre, le acarició la cabeza y le aseguró que era un regalo muy especial. Como si escribiendo la palabra «vuelve a la vida» en un papel su madre fuera a salir bailando del sarcófago.

En el bolígrafo estaba escrito su nombre, «Bianca», con letras cursivas y pulcras. Y debajo, un texto de tres líneas que resumía su carácter «Ilusionista y sensible, siempre rodeada de gente».

Cuatro ojos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora