Capítulo 4

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4 de julio; día tres

«Ojos admirados

provocan pensamientos depravados».

Leo abrió un ojo y miró a su alrededor. Era presa de un sopor agudo que oprimía su organismo como líquido caliente, así que le dio la vuelta a la almohada y volvió a cerrar los ojos.

Se escucharon un par de chillidos largos y penetrantes y Leo se incorporó en la cama, enfadado.

Las persianas bajadas moteaban las paredes con luz. A duras penas alcanzó su despertador: las doce y media del mediodía.

«Hoy, sin lugar a dudas, muero», pensó.

Se levantó de un salto y subió la persiana, bañando la habitación con luz natural. Su cuarto era un desastre: olía a cerrado (a perro mojado, más bien), había declarado el zapatero debajo de la cama y la ropa estaba esparcida por el escritorio, la silla y las barras que sujetaban las cortinas.

Le picaba todo el cuerpo, y dedos y uñas dibujaron un mapa de líneas blancas sobre su piel, que más tarde se volvieron rojas.

La puerta se abrió y sus tres hermanitas entraron en tropel, seguidas de Roquero Solitario, un shih tzu con aspecto de escoba y el flequillo recogido en dos coletas. El perro saltó sobre la cama de Leo e hizo un par de juguetonas cabriolas.

—Leo leoncito, cara de chorlito —canturreó Ariana, de cinco años; la más pequeña de la familia (hasta que el siguiente saliera del horno)—. Mamá tiene una chancla con tu nombre.

—¿Para qué quiero una chancla? —inquirió Leo, somnoliento, recogiendo la ropa y haciéndola un montón a los pies de la cama. Esta desprendía un olor salado a sudor.

—Para estampártela en la cara —aclaró Camila, de ocho años, apoyada en el marco de la puerta.

—Tenías que cortar el césped y hacer la colada —le recriminó Martina, de once—. ¡Y me ha tocado a mí! Además de hacer mis tareas, que son limpiar el salón y sacar de paseo a Roquero Solitario. Pero mañana tú vas a hacer las mías.

—Sí, ni en sueños, bonita —dijo Leo, espantando a Roquero Solitario y estirando las mantas—. Haber esperado a que me levantara, no te fastidia. Anda qué, entre las tres me tenéis maltratado.

—¡Se lo voy a decir a mamá! —chilló Martina con la cara roja como una fresa.

—¡Sí, eso, a mamá! —aplaudió Ariana y derrapó por el pasillo hasta la cocina, seguida de Camila y una Martina furibunda, que caminaba con los puños apretados y a sonoros pisotones.

Leo puso los ojos en blanco y miró al perro, que ladró moviendo la cola de un lado a otro.

—Ahora sé lo que sientes —afirmó, señalando las coletas a ambos lados de su cabeza.

Fue al armario en busca de alguna prenda limpia, pero nada más abrir la puerta un cúmulo de almohadas, colchas y ropa de invierno cayó en avalancha sobre su cabeza.

Salvó del bulto una camiseta de manga corta y unos pantalones que le llegaban por las rodillas.

Entró en la cocina y se encontró una estampa conocida y extraña al mismo tiempo. A veces se preguntaba cómo hacía su madre para lidiar con cuatro hijos, un marido y un shih tzu.

El vientre de la mujer estaba hinchado y duro como un melón y el bebé daba más patadas que un futbolista. Tenía el rostro pálido y bolsas cenicientas bajo los ojos. Pero al menos sería un niño, que ya era hora.

Su madre —Helena—, estaba sentada y con los brazos apoyados en la mesa empotrada en una esquina de la cocina. Tenía la cabeza apoyada en la palma de la mano, su expresión era de paciencia: con los ojos en blanco y los labios apretados.

Cuatro ojos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora