Celos

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IX

Todo se había convertido en una teoría a la que, sin previa investigación o hipótesis, se lanzaría directamente a buscar el resultado esperado. Sí, él era el gran Sherlock Holmes, aquel que había encontrado una manera de diferenciar la sangre seca del jugo de frutas o del óxido, aquel que había clasificado más de ciento cuarenta clases de ceniza de tabaco, el que había rechazado más de dos veces un título de noble. Pero justo ahora medía veinte centímetros y necesitaba flirtear con un hombre casado, que además era su mejor amigo, para volver a la normalidad. Así pues no veía otro camino para dejar a un lado aquellas cosas que, sorprendentemente, hace solo casi dos días abarcaron cada segundo de su vida.

Ya está listo, la hice pasar por la puerta, en cualquier momento la señora Hudson la subirá. —Holmes solo atinó a agradecer. Se había decidido por el camino más fácil, en este primer intento, atraería a la superficie los sentimientos que muy seguramente Watson se obligaba a ocultar. Provocaría los celos de doctor. Les crearía una oportunidad y alguno de los dos se vería obligado a declararse. Sabía que había muchos cabos sueltos en su plan, pero estaba más que nada lo suficientemente desesperado y nervioso como para poner demasiada atención.

La señora Hudson salió a la calle luego de que el sonido en la puerta le hiciera dar un respingo. Ciertamente ya no estaba para que le dieran esa clase de sustos. Supo en cuanto vio el sobre tirado que no era ella la destinataria. Subió lentamente las escaleras, tocó la puerta y esperó a que alguno de los hombres adentro le respondiera. Sabía que podía entrar en cualquier momento, sin embargo el hecho de que el doctor y el detective se reunieran otra vez luego de haberse separado por tanto tiempo, le orillaba a tener la sensación de que si llegase a entrar sin avisar antes se podría llevar alguna u otra imagen que sinceramente no estaba dispuesta a presenciar. Era claro que no entendía el porqué de ese presentimiento, no obstante haría caso de él.

El doctor Watson tomó a Holmes de la tacita de té sobre la que estaba sentado y lo más rápidamente suave que pudo lo llevó al sofá frente a la chimenea antes de hacer pasar a la señora Hudson. Sí, todavía estaba avergonzado de lo sucedido, pero ya que Holmes le había ofrecido una salida al tema simplemente no mencionándolo después, entonces él tampoco se arriesgaría a retomarlo.

—Le ha llegado una carta, señor Holmes. —Watson la tomó por él, despidió a su ex casera y cerró otra vez la puerta. Pensó, sin dar mayor importancia, que el sobre provendría de algún cliente. Estaba claro para él que Holmes no enfocaría su atención en otra cosa que no fuera el severo problema en el que se encontraba. Se sorprendió, luego de sostener el sobre un par de segundos más, al notar el aroma que desprendía. No era femenino, sino todo lo contrario. Mientras trataba de no pensar en porqué un hombre le enviaba cartas perfumadas al detective, atendió a su orden, una vez abrió el sobre procedió a leerlo para él.

—Mi querido Sh... —Holmes sonrió ligeramente decepcionado al pensar que tendría que esperar todavía más para escuchar su nombre de los labios de su doctor—No creo que deba leerla Holmes, parece demasiado personal.

—¿Quién es el remitente? —Holmes ya lo sabía, pero estaba dudoso con respecto al nombre que habrían usado las voces.

—Un caballero de nombre Stephen Bierce*.

—Oh, —Holmes dejó pasar muy a propósito un largo silencio—Es... él —esta vez, siendo consciente de la atención que tenía, imprimió cierto toque de calidez en su voz—Por favor Watson, deme la carta —antes de que el doctor se acercara hizo todo lo que estaba en sus manos para esconder la sonrisa de satisfacción que le producían los gestos del rostro contrario.

—¿Es un amigo? —Holmes notó el obvio tono mordaz proveniente de Watson, aun sin dirigirle la mirada, podía saber que su seño estaba fruncido y sus labios rosados se encontrarían tensos. Conocía perfectamente a su doctor.

—No, recuerdo que en ningún momento usted me ha mando alguna misiva oliendo a alguno de sus perfumes.

—Yo no uso perfume, Holmes —dijo Watson un segundo antes de entender sus propias palabras, ¿entonces, si los usara...? Holmes levantó la mirada, sosteniéndola sobre los ojos de Watson. Es la hora, se dijo. Prepárate, se animó.

¡Aquí viene! —Gritó la entidad.

Ve a todas las entradas e impide cualquier interrupción. Este podría ser el único y último intento. —Holmes echó a un lado la carta y se giró totalmente hacia su doctor. Podía notar cómo las pupilas se dilataban, podía escuchar su respiración cada segundo más pesada, podía ver con todo el regocijo que lograba tomar, cómo el color rojo pintaba con rapidez las mejillas de su doctor—Entonces ¿debería comprarle uno? —Holmes sostuvo la mirada mientras avanzaba un diminuto paso y Watson hacía lo mismo.

La señora Hudson subía una vez más las escaleras, se regañaba por no haber preguntado a los señores la hora en que debía subir el almuerzo y ahora por su error debía hacer trabajar a sus pobres huesos más de lo que debió hacer. Al llevar su mano hacia la puerta de ébano una sensación paralizante la envolvió. Se dijo que, por ahora, debería dar más espacio a sus inquilinos, alejarse e ir a hacer cualquier otra cosa, la que sea con tal de no estar en ese lugar en aquel preciso instante. Desde luego que no había una razón real para detenerse, a pesar de ello la sensación de que no debía estar allí estaba casi obligándola a dar media vuelta.

Por supuesto que estaba resistiéndose a la idea de no alejarse, puesto que si se iba de nada valdría el esfuerzo de subir las escaleras. De nuevo hizo el intento de llamar, pero esta vez pudo sentir cierta fuerza invisible asiéndole del brazo, impidiéndole a plena luz el moverse. ¿Debería temer? Como la digna poseedora de una mente lógica y razonable la señora Hudson no se tomó aquello como un signo de alguna entidad sobrenatural, a su edad, ella lo sabía, casi cualquier movimiento podría traer una sensación como esa, sus músculos simplemente comenzaban a mostrar una falta de movilización digna de alguien que ha pasado por tantas cosas a lo largo de la vida.

Decidió entonces que solo tenía dos opciones, pasar el suplicio de descender aquellos diecisiete escalones o esperar con paciencia a que aquella sensación se alejara. Fue hacia la escalera. Nada la detuvo. Comenzó a bajar los escalones. Nada la detuvo. Se dio media vuelta y con una rapidez para nada esperada en una mujer como ella, abrió la puerta en solo un segundo.

La señora Hudson solo pudo ver al doctor Watson muy-muy inclinado sobre el sofá del señor Holmes.

Fuerza y voluntadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora