Sobrecalentamiento

271 38 11
                                    


V

La nota decía así;

Querido Holmes, estaré ahí a la hora del almuerzo. Por favor, no haga que la señora Hudson se levante más temprano, Mary a preparado pastelillos, comeremos eso.

Watson.

Tienes un corazón de ratón. Debes estar muy feliz. —Holmes entendía que sus latidos eran muy ruidosos gracias a su velocidad pero en definitiva no era porque estaba feliz ante la llegada de Watson. Porque lo estaba, pero no. Su corazón hacía esos ruidos molestos solo por la mera idea de mostrar su anormal tamaño al hombre que le había robado el sueño desde muchos años atrás. ¿Y si se desmayaba? No podría atraparlo. ¿Y si creía que se había vuelto loco? No estaría a la altura para sacudirlo un poco hasta hacerle ver la realidad. ¿Y si, después de todo, creía la historia, pero no conseguía hacerle ver su amor de la manera correcta? Pero, luego de todo este tiempo, ¿cuál era la manera correcta de hacérselo ver?

Estoy feliz porque veré a mi amigo en casi ocho días, ¿cuántas veces debo decírtelo? No voy a seducir a Watson. —Holmes pensaba, y con mucha razón también, que mientras más repetía aquella frase menos fuerza tenía.

—¿Por qué entonces lo has mandado a llamar? —Contra sus propios deseos, las mejillas de Holmes se atrevieron a colorarse—Mira, nos estás poniendo en una situación que ambos queremos superar, sé qué no lo sabes, pero me gustaría mucho que me creyeras, yo no te juzgo, los sentimientos que tienes no son incorrectos. Podrías confiar más en mí. Hablemos con claridad. —Holmes fue esta vez quien guardó silencio, al cabo de casi diez minutos reflexionando sobre si debía abrirse un poco ante esa irreverente entidad, decidió que, finalmente, no es como si hubiera de otra.

Es mi mejor amigo.

Yo no veo lo malo, no consentiría que fuera un familiar.

Es un hombre.

El amor es un dios que no ve entrepiernas.

Está casado. El divorcio es ilegal. La homosexualidad también.

Pues nos disculpamos, no sabíamos que te apegaras tanto a las leyes inglesas —aquel tono sarcástico golpeó de lleno a Holmes, dejándolo automáticamente en un K. O. Cierto era que ya no había ninguna traba para retener su negatividad, no obstante, parecía ser que por más lógica u obvia resultara la situación, era su propia personalidad la que le orillaba a mantenerse firme—¿Te he dicho ya que él siente por ti, lo mismo que tú por él?

Sé tanto de coquetear como sé de comida oriental. —¿Se había rendido? Quizá. Después de todo, conquistar a su mejor amigo, del sexo masculino y que además estaba casado, no era tan arriesgado como decirle que media veinte centímetros, que podía dar saltos de medio metro, oh si, y que por si fuera poco escuchaba dentro de su cabeza una sinfonía de voces femeninas y masculinas hablando siempre al mismo tiempo.

¿Estás bromeando?

¿Dormí ayer en el hocico de un oso? —Quizá, solo quizá, pensó Holmes, estaba pasando demasiado tiempo con esa entidad.

Muy bien... bien, nosotros te ayudaremos. Hemos hecho esto por un largo rato, confía en nosotros, sabemos lo necesario.

Watson podrá parecer normal, sin embargo es un hombre que no calzaría en cualquier molde que ustedes conozcan. —Oficialmente, se dijo Holmes, alzaría la bandera blanca y ante sus ondas fantasmagóricas se rendiría a los deseos que gritaban eufóricos en lo más profundo de su conciencia.

Caminó hasta el borde de la mesa circular en donde la señora Hudson había dejado la notita de Watson. Se colgó un instante de la orilla y se dejó caer. Mientras conversaba con la entidad había comido un poco del pan y el queso del desayuno. Sentía sus pies sucios, y el esfuerzo de subir hasta allá arriba había sido el suficiente para hacerlo sudar cual cascada. Puede que la idea de bañarse en el té negro hubiese pasado por su cabeza, no obstante era demasiado tonta como para haberse quedado ahí más de dos segundos. Así pues por ahora solo se había tranquilizado un poco al secarse con la servilleta. Fue directo hacia su sillón frente a la chimenea, se sentía incómodo usar todavía el camisón, no obstante las voces le habían dicho que, si bien sus trajes eran pequeños, ellos seguían colgados a, desde su diminuta estatura, cientos de kilómetros hacia arriba.

Puede ser, trabajaremos sobre la marcha. —Holmes se paseaba una vez tras otra sobre el acolchado asiento, con una mano sosteniendo su mentón mientras la otra descansaba tras su espalda. Se sentía impaciente, deseaba sobre cualquier cosa terminar con aquella aberrante e indeseable situación. Si por él fuera habría muerto con aquellos sentimientos enterrados con él. Si por él fuera se habría conformado, como hasta ahora, con solamente ser amigo de Watson. Y, sin embargo, no estaría dispuesto a describir con tanta facilidad la alegría que lo embargaba el sentirse acorralado de esta manera.

Bien, ahora solo queda esperar.

Y Holmes, en efecto, esperó.

Fuerza y voluntadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora