1 - Un malak sin voluntad

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Un exhausto Sorey se dio de bruces contra uno de los enormes y duros muros congelados del campo de hielo de Gaiburk. El golpe le dejó sin respiración. Entre Meirchio y Hellawes había localizado a la horda de daemons hombres lobo que amenazaba la tranquilidad y la estabilidad de Northgand, el último y problemático brote de la plaga daemonita. Representaban un severo problema para la Abadía. Eran muchos, más de los que había imaginado y la batalla se le había complicado enormemente en cuestión de segundos. En mitad de la refriega trató de mandar un silfo a la capital boreal para pedir refuerzos, -esa no era una misión que un solo exorcista pudiera manejar, por poderoso que fuera-, pero una de aquellas bestias lo mató mientras despegaba, derribándolo de un zarpazo y luego devorándolo ante la atónita mirada del pretor.

Varios daemons de la manada se habían lanzado a atacarle sin piedad. Una de esas fieras le había lanzado contra las paredes de rocas y hielo que se formaban por ahí. Un punzante dolor le recorrió el abdomen en el momento del impacto, dejándole semi inconsciente durante varios minutos. Cuando intentó incorporarse, trastabilló y cayó. La boca y las manos se le llenaron de nieve. Ahora podía estar seguro de que ese escalofriante crujido que había oído era una de sus costillas quebrándose, y no le hacía ninguna gracia saberlo.

Tratando de ponerse en pie, evaluó como pudo la situación. Sus cuatro malakhim luchaban con uñas y dientes contra aquellos daemons usando todas las artes que se sabían. Uno de ellos, en su momento no supo cuál ni le llegó a importar, le aplicó un hechizo curativo con el que logró por fin erguirse. Como persona quiso agradecérselo; como guerrero vio que no estaba para perder el tiempo con charlas, y como pretor se preguntó por qué debería darle un gracias a una herramienta. No mucho más tarde se arrepentiría profundamente de no haberlo hecho. A veces esos pensamientos cruzaban por su cabeza, dejándole un sabor de boca un tanto acre. Los malakhim no eran más que armas al servicio de la razón y los exorcistas, ¿no? ¿Por qué preocuparse por su seguridad?

Apartando aquellas ideas de su cabeza -ideas de corte moralista que no podía evitar, pero que se cuidaba de no comentar delante de ningún legado- buscó su arma perdida en la nieve. Era diestro con el arco y la espada, pero para misiones de ese tipo sin duda se decantaba por la segunda. Le resultaba mucho más útil atacar de cerca en una pelea cuerpo a cuerpo que mantener las distancias. Al ver relampaguear la plateada hoja sobre la nieve, se lanzó a por ella, derrapando para esquivar el zarpazo de un daemon. Las afiladas cuchillas destrozaron parte de su abrigo, pero no llegaron a tocarle la piel. La tomó con una mano y usó la otra como punto de apoyo para incorporarse, levantando el brazo en el momento justo, cuando una nueva garra caía sobre él. Esas duras uñas dejaron una muesca en la hoja debido a la fuerza del choque. Sorey se defendió y atacó inmediatamente después, respaldado por las artes de tres malakhim.

¿Tres? Él era dueño de cuatro. Al matar dos daemons se dio cuenta de que algo no iba bien y, cuando pudo volver la cabeza hacia sus espíritus atados, vio que sólo le quedaban dos, el de agua y el de fuego. Sus otros dos malakhim eran cuerpos ensangrentados e inertes que se deshacían en malicia, luces blancas y nieve. Y claro, esa malicia alimentó a sus atacantes, haciéndoles más poderosos. Por cada malak muerto, su sed de sangre y su fuerza aumentaban exponencialmente, poniendo en serios aprietos a un pretor cada vez más cansado y a sus dos espíritus, que poco a poco se consumían como la energía que les exigía la magia.

El joven guerrero fue reculando. Dio a los dos malakhim que le quedaban la orden de correr con todas sus fuerzas y trataron de emprender la huida. Estaba claro, aquella no era una batalla que pudieran ganar. Tenía que salir de allí antes de que los asesinasen a todos, refugiarse en Meirchio y enviar un silfo a la base más cercana de la Abadía lo más rápido posible. Teresa seguramente los socorrería rápido, sí. Linares al fin y al cabo era eficaz y perfeccionista en su trabajo, y contaba con dos fuertes malakhim a su servicio. Creyó por unos ilusionados instantes que podría lograrlo, y entonces sintió como otro de sus pactos se rompía abruptamente. Volvió la cabeza. Ese fue su primer error fatal. El rostro se le torció en una mueca de horror al ver como un daemon clavaba los dientes en su malak de fuego, desgarrándole el cuello y matándole en el acto. Sangraba. Sangraba como lo hacía cualquier humano común y corriente. Sangraba y se moría. Quizás fue ahí cuando se dio cuenta -no sólo como una hipótesis filosófica descabellada, sino como una realidad que pululaba por su mente- de que los malakhim también estaban vivos.

Conmocionado por la cruenta muerte que acababa de presenciar, Sorey tropezó y rodó por el campo helado, rasgándose la cara y los pantalones. Uno de sus tobillos se torció de mala manera, pero a pesar del dolor no le dio importancia. De un rápido vistazo vislumbró tanto a los daemons que se acercaban a él a velocidad de vértigo como al último de sus malakhim, que había detenido su carrera al ver al pretor en el suelo.

Estaba vivo. Ese malak estaba tan vivo como él. Y tenía derecho a seguir estándolo.

-¡Vete! -Le gritó-. ¡Es una orden, huye!

No quería ver más muertos. No quería recordar la masacre que obró la plaga daemonita en su aldea natal. No quería volver a tener ante sí los rostros desfigurados de sus amigos y familia. Bastante tenía ya con que lo acompañasen en sus pesadillas.

Un daemon de negro pelaje tomó el lugar al frente. Aquel, supuso Sorey, sería su asesino. La bestia avanzaba hacia él con una zarpa en alto, dispuesta a matarlo y a hacer del pretor su cena de aquella noche. Corría y corría, imparable. Estaba primero a quince metros, y luego a seis, y luego a cuatro. Un repentino miedo a la muerte lo paralizó, haciendo que se encontrase incapaz de ponerse en pie y huir. Cerró los ojos con fuerza, atemorizado, y esperó un dolor que nunca llegó.

Donde debería haber sentido una puñalada desgarrando sus entrañas, lo que notó fue un fluido cálido gotear sobre su mejilla. Abrió los ojos y el tiempo se detuvo. El último de sus malakhim, el de agua, había ignorado sus órdenes y le había salvado la vida. Más allá de eso, se había sacrificado por él. Estaba entre Sorey y el daemon, de espaldas a este último, con los brazos extendidos para protegerle. Las garras del monstruo le atravesaban, causando una terrible y sangrienta herida que comenzaba en su espalda y terminaba en su pecho. Sería mortal si no la trataba rápido. El pretor no podía creerlo. ¿Por qué? ¿Cómo era posible que aquel malak le hubiese desobedecido para salvarle? ¿Quién en su sano juicio haría eso? Por supuesto, él se pondría delante de un indefenso a punto de ser asesinado, pero no entendía que un malak sin voluntad pudiese guiarse por los mismos impulsos que un humano. Aunque el pensamiento cerrado de la Abadía no le detuvo al darse cuenta de que el malak podría haber sobrevivido. Si era así, si seguía vivo, tenía que salvarlo como fuera.

El daemon retiró la garra de golpe, provocando que la sangre manase a borbotones, abandonando un cuerpo más bien delicado. Las piernas del malak cedieron y este cayó inconsciente sobre la nieve, sobre Sorey, manchándolos de sangre a ambos. El joven exorcista lo agarró para que quedase sobre él y no tocase el suelo, y luego miró a la bestia que había retrocedido de un largo salto pero volvía otra vez a la carga. Tenía que hacer algo, lo que fuese. Tenía que salir de allí con el malak, pero su tobillo esguinzado le impedía ponerse en pie. Por mucho que su cerebro discurriese a toda velocidad intentando encontrar una solución, no había salida. En un segundo pensó mil cosas, dándose cuenta de que no podría sujetar al malak y al mismo tiempo empuñar la espada. Iban a morir.

Pero el viento dijo que no. El viento y quizá un malak que se hacía llamar Torbellino y que tenía por credo aprovechar la vida. Alguien que, en su odio por la Abadía, tampoco podía hacer oídos sordos a la muerte inminente de dos muchachos tan jóvenes. Un huracán de brillos verdes los envolvió y, cuando Sorey volvió a abrir los ojos, los daemons ya no estaban. Todo el lugar había cambiado. Seguían en Gaiburk, eso se lo aseguraba el frío, en una especie de cueva rodeada de paredes de hielo que los mantenía a salvo de la nevada, del exterior y de las fieras que pudiesen acecharlos. El tobillo le dolía como si se lo hubiera roto, aunque estaba seguro de que ese incremento ilógico del dolor lo causaba el estrés del momento. Tras él había una pequeña cabaña de madera, un refugio de cazadores. Y al frente, un hombre de cabellos blanquecinos que degradaban a verde vestido de negro se alejaba.

-¿Nos... nos has salvado? -Cuestionó tartamudeando. En sus brazos seguía sosteniendo a su malak enmascarado, al que poco a poco se le escapaban el calor, la sangre y la vida.

-Os he ayudado. -Contestó el malak de viento. Se detuvo en su andar, pero no se volvió hacia ellos-. Pero creo que eres tú quien tiene que salvar a ese chico. Date prisa, se está muriendo.

Y tenía razón, pero Sorey no iba a dejar que se muriese.

Mikleo [SorMik] [Tales of Zestiria/Berseria fanfic]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora