20 - Con sus propias manos

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Bajo la tenue luz azulada imbuida en radiantes halos de maná acuático, Mikleo esbozó una sonrisa indescifrable. Estaba llena de sentimientos, rebosante de las emociones robadas por la Abadía que una vez más desbordaban su corazón. Por sus venas vagaba el alivio, superponiéndose en rápidos latidos sobre los paralizantes nervios que sentía solo por encontrarse de nuevo a salvo los entre brazos ajenos. Saber que estaba vivo, verlo y comprobar con sus propias manos que los rasguños en su rostro y sus manos no eran graves le llenaba de indescriptible alegría. En aquella algarabía de emociones bailaban también el cariño, la tranquilidad y la prisa, el sentirse invencible y el miedo a que el otro resultase herido, el entusiasmo, la confusión y el cansancio. Y todas aquellas sensaciones discurrían entre ambos a través de su falso pacto y sus formas de pensar complementarias, manifestándose en sus cerebros y recorriendo por sus venas y arterias el mismo camino que toman el oxígeno y la sangre. Por unos instantes que solo en sus mentes pudieron ser eternos se miraron a los ojos, sonriendo. Sorey acunaba con sus manos una de las mejillas del albino, sabiendo que el verdadero significado tras sus palabras ambos lo habían captado. Tenían los labios entreabiertos, y no podían dejar de mirar a los ajenos. Mikleo le había salvado, y no había sido una única vez. Mutuamente fueron el valiente héroe del otro más veces de las que podían contar con mil dígitos. Si él rescató al malak de sentirse ignorado y del odio dirigido hacia su madre por todo el pueblo, fue asimismo protegido de ser un niño triste y solitario que se bambolease entre los intereses y los mandatos ajenos. Mikleo le regaló sus sueños enseñándole los libros que encontró en el desván de su difunto tío y juntos descubrieron la maravilla de las ruinas y las leyendas. Juntos crecieron arrastrando esa ilusión por las aventuras, las historias no contadas y los tesoros aún sin desenterrar. Mikleo le salvó de perderse en la tristeza cuando Selene murió, prestándole su hombro para llorar con él y asegurando que le seguiría hasta el fin del mundo. Mikleo le salvó de ser asesinado por un daemon, no solo en la ocasión de Gaiburk. Había sido su escudo y su magia mil veces, muchas más de las que podría rememorar. Por su parte, Sorey le salvó de la muerte en el campo de hielo, y aunque sintiese culpa infinita siempre trató a sus malakhim de una forma quizá no amable, pero tampoco despótica. Fue frío, pues su corazón y sus ojos se taparon con el manto de la falsa pérdida de un amigo y la verídica de la familia y el hogar calcinado. Siempre procuró que sus malakhim no se hiriesen, no por él. Y Sorey le había salvado al recordar su nombre, con tres sílabas que entre lágrimas y abrazos trajeron de vuelta a quién era y lo mucho que valía su fuerza. Como el mayor de los cofres enterrados, tomó con su voz las joyas de valor incalculable que eran sus emociones y lo vistió con ellas. A cambio, Mikleo lo rescataba ahora de las garras del olvido y de la oscuridad, devolviendo a su vida la luz que simbolizaba su presencia, su amistad y su amor. Y eso a ninguno de los dos podrían arrebatárselo. Daba igual lo que les hiciesen, ni el mismísimo Innominat podría arrancar de sus jóvenes pechos aquellos sentimientos.

-Tú también me salvaste a mí, Sorey. Y no en pocas ocasiones.

-Puede, pero esta vez te has convertido indudablemente en mi luz. -Le confesó, sonriendo de una forma capaz de detener corazones.

-No nos vamos a enzarzar en una discusión sobre quién ha salvado más veces a quién, ¿verdad?

-Espero que no, ganarías sin dudarlo.

Sorey rio. Acto seguido le colocó un mechón de cabello tras una oreja. Las puntas de sus dedos fueron avanzando lentas por el marcado borde de su mejilla. Sus miradas se quemaban entre sí, manifestando un deseo mutuo al que no deberían dar rienda en unas mazmorras. Sus emociones, por suerte o por desgracia, eran demasiado intensas como para ser retenidas un minuto más. Aunque juntos se creyesen capaces de todo, latía en ellos el miedo a la imposibilidad de superar los retos que la Abadía fuese a imponerles antes de lograr huir de una vez por todas, por eso decidieron regalarse unos segundos de pausa. Fueron los instantes más dulces y más íntimos que habían vivido hasta el momento. El malak posó su mano entre el cuello y el rostro del moreno, sobre la curva de la mandíbula. Sorey bajó el rostro con lentitud, cerrando los ojos. Bajo sus párpados todavía distinguía el color de la esfera luminosa. Mikleo los mantuvo abiertos, contemplando en todo momento esas facciones que se acercaban a las suyas hasta que sus rostros se confundieron y perdió de vista los labios ajenos. Entonces, al sentir el peso aterciopelado de la boca de Sorey en la suya, cerró los ojos. El beso que compartieron fue suave, superficial y lento. Fue una caricia que pretendieron disfrutar al máximo y grabar a fuego en sus recuerdos, pues como había sido el primero, bien podría tratarse del último.

-Gracias, Mikleo. -Musitó al separarse unos milímetros, rozando los labios del albino al hablar-. Gracias por aparecer.

-No sé qué harías sin mí.

-Yo tampoco lo sé, pero prefiero no averiguarlo. Nos han separado unos días y he acabado en un calabozo lleno de ratas, no quiero que se repita.

El malak sonrió, llenos sus ojos de una determinación que su pretor al principio de aquel viaje nunca habría podido creer que poseyera.

-Entonces ¿qué tal si salimos de aquí? Cumplamos ese sueño de recorrer el mundo juntos y libres, Sorey.

-Hagámoslo.

Con esa luz blanca y azul latiendo sobre sus cabezas, los dos muchachos asintieron y se lanzaron a aquella apuesta en la que ignoraban sus posibilidades de ganar o perder. La mezcla de artes malakhim y adrenalina hizo al exorcista olvidar todas las desgracias mundanas -el cansancio, el dolor, el hambre- que le habían traído de cabeza. En su mente ahora solo cabía el apremio por encontrar la salida, por huir e impulsarse hasta la soñada libertad. Sorey tomó a su amigo de la mano, entrelazando los dedos y echando a correr. Con dos ágiles y enérgicas zancadas Mikleo se puso a la cabeza, mostrándole el camino que debían seguir y eligiendo siempre la opción correcta al girar las esquinas. Corrieron escaleras arriba hacia los pisos superiores. El ex pretor había estado cautivo en uno de los niveles inferiores y de máxima seguridad bajo tierra, el tercero. Inspirada en Titania, la prisión de la villa imperial se destinaba a aquellos que fueran a ser ejecutados o juzgados en poco tiempo en Loegres, por eso no era tan grande. Apenas había guardias, todo el personal estaba congregado esperando a contemplar la sentencia de Sorey. A partir del primer piso -según supuso el joven moreno- debieron empezar a aparecer los exorcistas de guardia. Y, oh, por supuesto que lo hicieron. Sin embargo, lo que se hizo visible frente a sus narices en las amplias salas de una villa llena de luz y sobrios excesos no fueron enemigos a derrotar, sino pobres idiotas derrotados. El que no yacía inconsciente era una estatua de hielo, y el de más allá se encontraba inmovilizado tras luchar contra un tifón demoledor. Asombrado buscó la mirada del malak, que era incapaz de camuflar una sonrisilla orgullosa.

-¿Lo has hecho tú? -Cuestionó impresionado.

-Ninguno está muerto, no te preocupes. Pero sí, ha sido cosa mía. Tuve que arreglármelas para zafarme. Yo también tenía vigilancia, ¿sabes?

-Eres más fuerte de lo que recordaba.

-Será que tener personalidad me permite actuar mejor. -Manteniendo esa expresión vanidosa, Mikleo le instó a volver a correr-. Vamos, no tenemos mucho tiempo.

Sorey asintió, apretando su mano y lanzándose de nuevo en una carrera desenfrenada para agarrar la libertad con sus propias manos. Mikleo le siguió a la misma velocidad y altura, sintiendo que ni el sudor en sus palmas podría separarlas. Esta vez fue el ex pretor el encargado de la guía, conduciendo a su amigo a través de los pasillos del edificio. Las prisiones se encontraban en la sede de la Abadía en la villa, justo bajo el gran edificio. Tanto humano como malak conocían aquellas salas, habían pasado bastante tiempo allí recibiendo diversas misiones. El espíritu de agua recordaba borrosos los pasillos por los que había caminado alguna vez sin ser consciente. Le habían llevado por allí de niño, pues guardaba la memoria de empezar un camino ilusionado y luego gritar y tener miedo, sentirse atrapado y traicionado. Y borroso en su mente también tenía archivadas las ocasiones en las que -antes de estar bajo el mando de Sorey-, le habían conducido por aquellas salas para examinar sus poderes y su afinidad con los Empíereos, pero a aquellas vivencias apenas podía acceder. Lo que recordaba muy bien eran los pasos que había dado corriendo hacía menos de una hora para alcanzar los niveles más bajos y rescatar a su amigo. Por su parte, los recuerdos del ex pretor eran firmes y claros, fruto de no haber sufrido nunca la supresión. Había pasado tanto tiempo en aquellos pasillos que nunca se le olvidarían, eran como los de la torre de Lothringen, una especie de segundo hogar para un alma que se había vuelto un cazador errante. Si seguían recto, llegarían a la capilla. El patíbulo de ejecuciones quedaba hacia el lado contrario, si los estaban esperando tenían el tiempo justo para salir por ahí antes de que se percatasen de su excesivo retraso. Cuando cruzaron las puertas de madera que daban la iglesia de Innominat, mantuvieron en mente aquella ilusa esperanza. Se les rompió en mil pedazos en cuanto tuvieron que frenar en seco. De pie en mitad de la sala, en el pasillo de bancos divisaron tres figuras rubias.

Artorius Collibrande.

Teresa Linares.

Oscar Draconia.

Los dos chicos tragaron saliva ante los oponentes a los que se enfrentaban. Si además Shigure y Melchior hiciesen acto de presencia por allí, sus minutos estarían contados. Sorey se quedó pálido, cayendo su cerebro en un bucle infinito sobre la idea de huir. No había manera, tapando la única salida se encontraban tres de los cinco exorcistas más poderosos de la Abadía. Solo la mano de Mikleo apretando la suya con suavidad y firmeza logró hacerle reaccionar y evitar que se desesperase. En las joyas violetas que tenía por ojos ardía esa determinación feroz con la que logró contagiar a su compañero. Juntos dieron un paso al frente, dejando que las puertas de la capilla se cerrasen tras ellos.

-Esta actitud por tu parte es decepcionante, Sorey. -Oscar fue el primero en hablar, alzando la voz con desdén. Los miraba con los ojos entrecerrados, realizando un juicio que a él no le correspondía-. Siempre te consideré un amigo... semejante traición es una horrible deshonra.

-Lo siento mucho, Oscar, pero lo realmente deshonroso para mí es este lugar. -Con una mirada furiosa a la que no acostumbraba, Sorey clavó sus ojos directamente en Artorius, increpándole-. Sois unos monstruos sin escrúpulos.

-¿Nosotros? -El Pastor tuvo la osadía de hacerse el sorprendido-. La plaga daemonita ha debido de afectarte, Sorey.

-A mí no me ha afectado nada. Solo se me han abierto los ojos, y no han sido los daemons precisamente. No sois más que una panda de tiranos dispuestos a sacrificar la voluntad de las personas por un ideal vacío.

-Valientes palabras de alguien que se rige por el egoísmo y deshecha a la razón.

-Son valientes palabras precisamente por venir de alguien que antes veneraba vuestra sucia razón. -Les escupió Mikleo.

-Malak...

-Tengo nombre.

-Es imposible que ese sinvergüenza deslenguado sea un malak, lord Artorius. -Habló Teresa, frunciendo los labios e ignorando el seco comentario reivindicativo del albino.

-Mi querida hermana tiene razón. Bajo esa apariencia hermosa hay un daemon de la peor especie.

-Qué ciegos estáis... -Sorey negó con la cabeza, asqueado-. No es un malak a secas. Ninguno de los que esclavizais lo es. Son tan individuos como nosotros, los humanos.

-¿De veras, Sorey?

-Sin duda. Los tratáis como herramientas sin haberos parado a hablar con ninguno de ellos.

-Oh, pero ¿qué es un malak si no un arma? El que te acompaña, sin ir más lejos, no es más que una pieza rerservada para formar parte de un plan mayor destinado a la victoria de la razón sobre la maldad y el caos. Es un recept...

-Tengo nombre. -Interrumpiendo el asqueroso discurso y repitiendo sus palabras, Mikleo soltó la mano de Sorey y se adelantó un par de pasos. Por un instante vibró la atmósfera a su alrededor, como si con él quisiese desatarse la fuerza de los ríos y de los océanos. Un aura azulada se extendía poco a poco por la capilla, recreando el olor a mar y el sonido de las olas al romper embravecidas contra los acantilados. Sobre el pequeño ángel había un dios protector-. Todos lo tenemos. ¡Soy Mikleo, maestro de las corrientes de agua y del hielo más gélido! ¡Y no soy ni un arma ni un receptáculo que podáis usar a voluntad!

Ante la atónita mirada de Sorey, que nunca había visto esos ojos relampagueando en azul, dio comienzo al ataque. De donde antes únicamente había baldosas de mármol se levantaron olas que tras rozar con sus crestas el techo enterraron bajo toneladas de agua a los exorcistas. Por unos instantes, el ex pretor se atrevió a creer que aquella fuerza desconocida podría haberlos vencido de un golpe, quiso paladear el sabor de la libertad. Y cuando se abrieron las aguas, brillaron bajo ellas los escudos de Teresa.

Mikleo [SorMik] [Tales of Zestiria/Berseria fanfic]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora