16 - Baja el arma

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-Pretor Sorey Seraph, por herejía contra la Abadía, por desertar, por el secuestro de cuatro de nuestros malakhim y el asesinato de tres de ellos, quedas apresado.

Sorey y Mikleo se congelaron en sus sitios, sintiendo que el mundo se les venía encima de golpe. Fue como si les dieran un puñetazo entre las costillas, uno de estos tan fuertes que te dejan sin respiración. La escena ante ellos era demoledora. Allí delante, apuntándoles con sus brillantes lanzas doradas, tranquilamente podían contar veinte exorcistas armados con sus malakhim esclavos esperando pacientes el momento de lanzarse sobre ellos. Y justo en frente Teresa resplandecía como una deidad guerrera, como la encarnación de una falsa y resplandeciente justicia, preparada para hacer caer sobre ellos el castigo por sus pecados, fuesen estos cuáles fuesen. Por unos instantes, el tiempo se detuvo y sólo hubo silencio. Fue suficiente para intercambiar una mirada, un aviso desesperado, la petición de una promesa que no quería ser cumplida. El ex pretor buscó con los ojos al que fue su malak, rogándole que siguiera el plan. Por suerte para ambos, lo haría. En vez de mostrar asombro, el joven albino fue rápido. Sus ojos estaban vacíos de nuevo, había sabido imitar a la perfección aquella mirada muerta, carente de sentimiento alguno. Su expresión era igual que la de esos niños, ese par de tiernos y desmotivados querubines que acompañaban a Linares. Sin embargo, en su mente acababa de desencadenarse una tormenta de emociones que amenazaba con romper su mascara en cualquier momento. Estaba aterrorizado, los dos lo estaban. No sabían cómo salir de allí y no sabían cómo arreglárselas. De la rabia Mikleo sentía ganas de llorar. Le parecía injusto, le parecía terriblemente injusto. ¿Acaso habían hecho algo para merecer ser tratados como criminales?

La situación era, sin duda, peor de lo que pensaban. Conociendo la legislatura vigente, Sorey se había esperado el ser acusado de herejía y de desertar, pero aunque el castigo pertinente para esas faltas fuese duro, podría sobrevivir a ello. El secuestro y el asesinato eran otro cantar, eran delitos capitales. Y la cosa empeoraba al hablar de fechorías cometidas sobre malakhim. Como las valiosas herramientas que eran para la Abadía, cualquier crimen relacionado con ellos se penaba duramente. El castigo por matar a un malak era la muerte. Como en una visión o como quién vive un mal agüero, Sorey se vio a sí mismo en la plaza más grande de Loegres, sobre un patíbulo de madera. Era un cadáver que se balanceaba al ritmo del viento y del aleteo de los pájaros, colgado de una robusta viga. Sus pies no tocaban el suelo, y su cabeza caía hacia abajo sin fuerzas. Tenía un cuervo carroñero posado en el hombro, deseoso de arrancarle los ojos en cuanto cayera la noche. Y la gente lo miraba al pasar, comentando la traición del pretor que tanto prometía. Fue tan real que en lo que duró un parpadeo sintió la presión de la soga en su cuello.

-Espera, Teresa -trató de dialogar el joven-. Hay un grandísimo malentendido. No he asesinado a nadie. Seguro que podemos resolver esto sin...

-No se te permite hablar, Sorey, no necesitamos el testimonio de un traidor como tú. -Ante la aterrorizada mirada del moreno, la pretora alzó una ceja-. Hace casi tres meses, el veinte de diciembre, partiste de Loegres en dirección a Northgand, donde se te perdió la pista por completo. Dos meses después reapareciste en Meirchio con un malak secuestrado. El resto se reportaron muertos.

-¿Cómo sabéis...?

Nunca les habían perdido del todo la pista. Al darse cuenta de ello, Sorey creyó que le cederían las rodillas. El cansancio que sentía no le ayudaba a mantenerse firme. Buscando ayuda, el ex pretor dirigió su mirada hacia Rose. Quizá no fue buena idea. Quizá fue la peor idea del mundo. La mercenaria se había posicionado al lado de uno de los lanceros con tranquilidad absoluta. Su rostro estaba serio, tratando así de ocultar la culpa creciente en sus ojos azules.

-Rose... ¿qué significa esto?

-Lo siento, Sorey. -Habló la muchacha, encogiéndose de hombros como si no le importase demasiado. En el fondo aquello no le hacía nada de gracia; no creía que la pareja se lo mereciera, pero no podía rechazar ciertos encargos-. No es nada personal, pero el trabajo es trabajo.

El exorcista no tuvo ni que mirar a Mikleo para saber que, tras él, su amigo ardía de rabia. Notaba las emociones fluir a través de su vínculo: la ira demoledora que hacía que le hirviese en la sangre en las venas, el pánico paralizante que le impedía moverse y que quizá les estaba salvando la vida. Las notaba como si fuesen suyas porque él también era dueño de esa misma desesperación atronadora que le mandaba a su cerebro mil órdenes contradictorias en cientos de sentidos distintos. No sabía qué hacer. No sabían qué hacer. Y tenían que pensar en algo rápido o uno acabaría esclavizado y el otro en la horca.

-Habéis caído muy bajo como para recurrir a los Alas de Sangre. -Escupió. Sus ojos verdes refulgían con una rabia raras veces presenciada en ellos.

-Vaya, tan bajo como tú, ¿no? -Se burló Teresa, sin variar su gélida expresión-. No, no, es imposible que nos comparemos a un criminal de tu calaña. Ríndete, Sorey.

-No soy un criminal.

-Eres un asesino. Y un desertor, que es peor todavía.

Así era para la Abadía. Aunque no sobre el papel, en sus corazones era mucho peor el tratar de abandonarlos por tener distintos ideales que el matar a un malak.

-Si así me consideráis, y si vais a hacer oídos sordos a todas mis palabras, supongo que no tengo nada que perder.

Tratando de aparentar la máxima seriedad y seguridad posible, el joven desenfundó su espada. Pesaba. Pesaba más de lo que nunca lo había hecho, y sentía que le costaba sostenerla. Le sudaban las manos; de no llevar guantes se le habría caído el arma. ¿Sería capaz de blandirla? Lo dudaba, pero desde luego no podría hacerlo a la velocidad que solía acostumbrar. Los músculos del brazo le dolían, resentidos por el peso que levantaban como si hubiese estado haciendo deporte todo el día anterior. Algo le estaba pasando, y ese algo provenía del agente externo que parecía haber estado ayudándoles durante toda su travesía. Sin embargo, se negó a sucumbir ante sus efectos. No podía hacerlo, por él y por Mikleo. Sobre todo por Mikleo. Al menos tenía que encontrar alguna forma de que él escapase, abrirle una ruta de huida fuera como fuera. Su conciencia no soportaría abandonarlo de nuevo ante la supresión, y probablemente el propio malak acabase por romperse por completo en esa segunda ocasión.

Sorey respiró hondo un par de veces. Tras desenfundar su arma debió ser rápido. Disculpándose en su mente, elevó la hoja de metal en horizontal sobre Mikleo, interponiéndola entre él y los exorcistas. La parte afilada estaba a poca distancia del cuello del muchacho, que se mantenía estático sin decir ni una palabra ni mostrar una expresión. Tenían una oportunidad. Quizá. Quizá y sólo quizá pudiera luchar contra ellos. Era tan fuerte como Teresa, en condiciones normales no le habría supuesto ningún problema vencer a veinte exorcistas de bajo rango. Por desgracia sentía que la cabeza comenzaba a darle vueltas. Pensar siquiera si podría con uno ya le parecía un misterio, no tenía ninguna oportunidad contra Linares. Por eso optó por una táctica completamente desesperada, un intento que a todas luces parecía inútil y un farol que jamás sería capaz de sacar del mundo de los engaños. Él lo sabía y su compañero también, por eso dio un paso imperceptible al frente, estremeciéndose al notar el metal contra su cuello. Las manos de Sorey temblaban, y la cercanía ajena únicamente pudo ayudarle a sentirse un poco más firme. Por desgracia, no fue suficiente.

-Parece que la droga que puse en tu cena por fin está haciendo efecto. -Comentó Rose como quien no quiere la cosa. Ignorando a Linares o al resto de soldados de la Abadía, la mercenaria desenfundó sus cuchillos y se colocó frente a ellos, en mitad de ese patio de lanzas-. Ríndete, Sorey.

-Rose... -Jadeó.

-Sinceramente, no engañas a nadie. Jamás serías capaz de usarlo como rehén. -Por supuesto, tenía razón, sabía que los dos se adoraban. La chica puso los ojos en blanco, fastidiada con aquella situación-. No sé por qué a la Abadía le interesa incriminarte, ni me importa, pero ambos sabemos que esto no va a funcionar. Entrégate antes de que me hagan luchar contra ti.

-¿Nos estás ofreciendo de nuevo tus servicios? -Cuestionó la pretora, divertida en su frialdad.

-Tened en cuenta, milady, que se incrementará mi factura.

-Oh, tranquila, la Abadía os pagará cuantiosamente por vuestros servicios.

-Entonces no tengo quejas. Baja el arma, Sorey, o será peor para ti.

-Sabes perfectamente que no puedo hacer eso... -Viendo que cada vez le costaba más moverse, el pretor apuntó su espada contra la mercenaria que tanto parecía haberlos ayudado. Mantener la punta quieta, aun agarrando el arma con ambas manos, le era imposible y ya ni siquiera sabía si era por la droga o por la rabia. Se sentía traicionado y furioso, pero aun así era incapaz de dejarse llevar por el rencor-. Teresa, por favor, escúchame. No he matado a ningún malak, lo que ocurrió fue un accidente. Nos atacaron y...

-No me importa tu versión. Cogedlos vivos. A los dos.

No les dieron otra opción. Bajo los guantes, las manos de Sorey estaban encharcadas en sudor frío y salado. Rose fue la primera en iniciar el ataque, lanzándose contra él con un cuchillo en cada mano. Era veloz y fuerte, daba golpes contundentes que de haber ido a matar, habrían resultado definitivos, como los de una asesina entrenada. Su primera embestida apenas pudo evitarla, y al defenderse de la segunda fue demasiado lento. Estaba en desventaja, pero incluso sin la droga ella habría podido con él. La hoja del cuchillo rasgó la tela del abrigo, apenas rozándole el brazo. Tuvo suerte, la mayoría de veces tuvo mucha suerte. Era complicado moverse con aquella ropa, pero le servía de protección contra los rápidos ataques de la mercenaria, que venían en todas las direcciones posibles. Apenas se oía el choque del metal, pues apenas se cruzaban sus armas. Gracias a la sucia estrategia del fármaco, Sorey no era capaz más que de dar tumbos en varias direcciones, tratando de evitar las lanzas que cada vez cerraban más el círculo que era el escenario de su lucha y los cuchillos asesinos dirigidos a sus extremidades, preparados para incapacitarle. Se tambaleaba tanto que parecía que no sabía luchar, que aquella era la primera vez que cogía un arma. Él, que había entrenado y aprendido de Shigure Rangetsu, ahora daba una imagen patética. Comenzó a notar el calor de la sangre manchar sus brazos y sus piernas, los lugares que más heridas recibían. Rose los atacaba deliberadamente para reducir su movilidad al máximo posible, cosa para la que no le hacía falta demasiado esfuerzo. Los cortes le ardían, y a cada herida nueva que aparecía notaba con más fuerza el bombardeo de la sangre latiendo en sus venas, en su cabeza y en sus sienes. No podía seguir así. Giró la cabeza y buscó los dos únicos ojos que le podían salvar la vida.

-¡Ataca!

Odiaba darle órdenes a Mikleo. Lo detestaba, pero no tenía otra opción. Sin su ayuda, lo matarían. O eso o el malak se rebelaría y su farsa se iría al traste, y sería muchísimo peor para ambos. Farsa, por cierto, que Rose no había desvelado. Quizá estaba esperando el momento exacto, o quizá en eso se compadecía de ellos. En cualquier caso, no pronunció una palabra al respecto. Y nada más oír su voz, el albino se lanzó en su ayuda. Ya lo estaba deseando, y esperar a una orden que -ya fuese por miedo o por orgullo- nunca supo si iba a llegar estaba acabando con su paciencia. Tratando de mantener esa expresión de muerto viviente, invocó su bastón. Conjuró una de sus artes favoritas, la tormenta violeta. Entre pétalos de flores acuáticas logró dispersar a gran parte de los exorcistas que los rodeaban por la derecha, abriendo el círculo con el que los cercaban. Lo que pareció un acierto no llegó a funcionar como hubieran deseado. Su ruta de escape apenas duró unos segundos abierta, e intentar huir por ella fue un error, un grave error. Diez malakhim hicieron por orden de sus dueños equipo contra él, envolviendo a Mikleo en remolinos de viento e invocando grandes proyectiles de tierra que se levantaban como murallas para caer sobre él. Uno de ellos lo lanzo contra la pared del almacén, dejándolo seminconsciente. Su cuerpo cayó al suelo sin fuerzas, golpeándose en la cabeza. Sorey se distrajo cuando escuchó su exclamación al ser lanzado, momento que Rose aprovechó para golpearle con la empuñadura de su puñal en el estómago. Se quedó sin respiración y por un momento el mundo a su alrededor se volvió del blanco de la nieve. Soltó su arma y sus rodillas cedieron. Un par de exorcistas lo cogieron al vuelo con brusquedad, cada uno por un brazo, tirando de él como si quisieran romperle. Otros dos hicieron lo mismo con Mikleo, que no sabía ni dónde estaba. Teresa se dirigió hacia el malak a paso lento y altivo, disfrutando de cada segundo. Y Rose se disculpó con ellos en silencio.

-¡Mikleo! -Chilló Sorey, viendo como la pretora tomaba al malak por el mentón con cierta rudeza para observar su rostro-. ¡Soltadle! ¡Mikleo!

-Hay algunos que son realmente hermosos bajo las máscaras... ¿no crees? -Comentó la rubia, casi en un susurro, explorando sus ojos entreabiertos-. Casi parece como si tuvieran voluntad.

-¡Por favor, Teresa, haz que lo suelten! -Rogó Sorey, desesperado-. Haced lo que queráis conmigo, ahorcadme si es necesario, ¡pero dejad que se vaya!

-¿Es esta belleza la que tanto te ha cautivado?

-¡Jamás lo entenderíais! Su apariencia no tiene nada que ver con esto, ¡tiene que ver con lo que le hacéis a los malakhim!

-Parece que alguien te ha embaucado por completo. Oh, pobre Sorey, que ha caído en los encantos de un demonio de apariencia angelical. -Teresa esbozó una leve sonrisa, maravillándose ante esa tersa piel y ante el reflejo entreabierto de las amatistas que el malak tenía por ojos-. Aunque es verdad que algunos nacen para ser venerados en vez de para ser usados.

-¿Qué?

-¿Tienes curiosidad, Sorey? No te preocupes, antes de tu condena probablemente se te conceda el conocer alguna respuesta... cuando ya no puedas hacer nada para evitarlo.

-¡Me dan igual las respuestas! ¡Soltadle! -Chilló el ex pretor, con lágrimas desesperadas quemando tras sus ojos. Sólo quería liberar a Mikleo, el resto le daba igual. Y en su desesperación se ganó la compasión de Rose-. ¡Por favor, Teresa, dejadle ir!

-¿Qué tonterías estás diciendo, Sorey? Ese malak nos pertenece. -Esta vez, Teresa sonrió con una crueldad inusitada, como si disfrutase de su sufrimiento-. Lord Artorius estará encantado de tener al receptáculo de Amenoch de vuelta.

Iba a preguntar. Iba a gritar. Iba a resistirse, pero un golpe sordo en la nuca completó el trabajo de la droga.

Mikleo [SorMik] [Tales of Zestiria/Berseria fanfic]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora