2 - Rostro enmascarado

350 37 7
                                    

El mundo se había pintado de negro y de callejones sin salida. Tenía un tobillo esguinzado que le dolía como mil demonios, un malak desangrándose entre sus brazos y su salvador había desaparecido en un parpadeo tras esa especie de advertencia, dejando de su presencia sólo un violento vendaval. Sorey respiró hondo y se decidió a actuar. No podía quedarse ahí tirado en mitad de la nieve sin hacer nada mientras el ser que se había sacrificado por él se moría. Aquello iba más allá de las enseñanzas y las ideas de la Abadía, entraba en conflicto directamente con su propia moral, y no era un puente que estuviera dispuesto a cruzar por muy devoto que fuera. Con una expresión de determinación en el rostro, pasó el brazo libre bajo las piernas del malak. El otro ya lo tenía colocado en su espalda, y de tanto sostenerlo se había empapado y teñido de rojo. El aroma metálico de la sangre golpeó con fuerza en sus fosas nasales, aumentando esa prisa que de por sí sola ya era infinita. Al ponerse en pie, gimió de dolor. Un latigazo le paralizó, como si la torcedura del tobillo le inmovilizase toda la pierna. Sólo permitió que eso le detuviera durante un instante, tras el cual se obligó a ignorarlo y a correr cojeando con todas sus fuerzas hacia esa milagrosa cabaña perdida en la nieve. Iba dejando tras de sí un reguero de sangre, señal de la apremiante necesidad de tratar las heridas del malak. Las extremidades de este colgaban inertes, así como su cabeza encapuchada y su rostro enmascarado. De no ser porque el pacto que mantenían seguía vigente, habría pensado que ya estaba muerto.

Como malamente pudo, abrió la puerta de la cabaña de una patada. El lugar apenas tenía tres habitaciones: un salón, un pequeño almacén y un cuarto con una única cama uniplaza. Inmediatamente se dirigió a este último. Las habitaciones estaban frías, pero en la sala principal había vislumbrado una chimenea. En cuanto tratase de urgencia a su malak, encendería un fuego para calentar el recinto y que no muriesen de frío. Y también cocinaría algo para los dos, un plato caliente de esos que le enseñó a hacer su madre cuando era pequeño. Pero eso vendría después, una vez que la vida de ambos estuviera a salvo.

-Vamos a ver qué puedo hacer contigo... -Jadeó, dejándole sobre la cama.

Lo primero que hizo fue detener la hemorragia, eso era lo primordial. Para ello le quitó la parte superior de la ropa, dejando al descubierto un torso blanco de delicadas proporciones y formas elegantes. Tenía un cuerpecillo más frágil de lo que se imaginó en un principio. Apartó esos pensamientos al mirar la enorme herida que le atravesaba. Como lo peor estaba en la espalda, le dio la vuelta. Sorey se encontraba nervioso, no sabía cómo manejar lesiones de semejante magnitud. Tres profundos arañazos surcaban la espalda del malak pero, por suerte, sólo uno de ellos llegaba hasta el pecho. Aun así, el panorama era descorazonador. Entonces escuchó un gemido de dolor, una vocecilla temblorosa y que seguramente se quejase en su inconsciencia de la agonía que con impresionante valentía soportaba.

-Tranquilo... -Susurró el pretor, colocando ambas manos sobre la herida y cerrando los ojos-. Te pondrás bien, te lo juro.

Él, como tantos otros exorcistas, no estaba demasiado versado en el uso de artes místicas. Casi ninguno se especializaba en el ataque con artes, pero la Abadía en sus primeros años -y con gran acierto, eso Sorey debía reconocerlo- les enseñaba a manejar al menos dos o tres hechizos curativos que podrían salvarlos en momentos de necesidad. El joven recurrió a ellos, haciendo uso de sus propias reservas de energía para no agotar las del moribundo malak. Una luz que era entre blanca, azul y verde emanó de sus palmas, haciendo que las heridas dejasen de sangrar. Trató de alargar el conjuro tanto como le fue posible, pero al cabo de unos minutos acabó cayendo de rodillas, extenuado. Al contemplar su trabajo no supo si sentirse satisfecho o frustrado.

-No es suficiente...

Las heridas del malak no se habían cerrado todavía, pero al menos ya no sangraban. El riesgo de desangramiento había desaparecido, aunque todavía tenía que tratarlas y curarlas lo más rápido posible. Si lo pensaba bien, era un auténtico milagro que hubiera sobrevivido después de perder tanta sangre. Con semejante estado de cansancio, Sorey ya no sentía el dolor en el pie. Se sobrepuso todo lo que pudo para lograr incorporarse y recorrió la casa de punta a punta, realizando esas tareas que no podían esperar. Encendió la lumbre y puso nieve -que en unos minutos se convertiría en agua- y toallas a calentar. Buscó en los armarios comida y suministros médicos, y encontró en las estanterías del almacén una despensa y un amasijo de pomadas y ungüentos de lo más útiles, además de provisiones que los cazadores dejaban allí para cuando llegase el siguiente huésped como muestra de solidaridad. Había carne curada, pan congelado, cereales, verduras desecadas y distintos condimentos en cantidades suficientes como para aguantar unos meses, sobreviviría con ello. De allí tomó dos medicamentos que reconoció, la típica crema cicatrizante y un potente desinfectante hecho sobre todo a base de alcohol destilado de diversas hierbas aromáticas. Esperaba que cuando se lo aplicase su malak siguiese durmiendo, o le odiaría eternamente por curarle con algo tan doloroso. También cogió vendas, aguja e hilo.

A toda velocidad -en ese estado de activación que da el agotamiento extremo- volvió al cuarto. Con los trapos húmedos que se habían calentado en nieve derretida al fuego le limpió la herida, retirando toda la sangre seca que había sido derramada en su piel. Retiró también la colcha manchada, para sustituirla más tarde por las mantas que encontraría guardadas en el armario del cuarto. Poco a poco comenzó a escuchar ligeros jadeos provenientes de su paciente. Sonrió al ver que su pecho se movía, que seguía respirando. Aunque lo tenía todavía a medio tratar, se le ocurrió retirarle la máscara. Suponía que aquella vestimenta reglamentaria era para privar a los malakhim de identidad, y ya no se sentía del todo cómodo con la idea. Ese en concreto había demostrado ser alguien, había hecho una elección por y para él. Quería saber a quién tenía que agradecérselo y no volver a confundirlo con otro de los muchos malakhim de agua atados a exorcistas y pretores.

Con cuidado, tratando de no hacerle daño, le quitó primero la capucha junto con lo que quedaba de su túnica azul, revelando unos abundantes cabellos albinos que se pegaban entre sí por el sudor. El espíritu tenía el rostro sobre la almohada, vuelto hacia él. Retirada la tela, desabrochó los agarres de la máscara, y se quedó de piedra al mirarlo.

Era precioso, era como un ángel que hubiese elegido descender de los cielos por voluntad propia. Sus rasgos estaban torcidos en una mueca de dolor, pero eso no los hacía menos bonitos. Tan elegante y tan etéreo que parecía irreal, Sorey pensó que se desharía si se atrevía a rozar con su enguantada mano aquella mejilla de porcelana. Se sintió cohibido, pues le había resultado imposible imaginar que bajo aquellas máscaras yacieran seres tan bellos. Y, pensó por un instante, le resultaba familiar. Pero no sabía cómo ni de cuándo ni por qué, así que ignoró la incógnita. Ya se la plantearía en otro momento, había asuntos más acuciantes que tratar.

Con los jadeos que dejaban aquellos pálidos labios entreabiertos como suceso apremiante, el pretor volvió a la tarea. Rápidamente limpió sus heridas, y luego untó otra de las toallas en el desinfectante. Al aplicarlo sobre su fina piel, el malak gimió. Seguía inconsciente, pero aun así sentía el dolor. Sorey sólo pudo disculparse con él en sus pensamientos, pidiéndole a su vínculo que le dejase compartir la agonía que el otro sentía. Quizá funcionó, o quizá no. En cualquier caso, se apresuró para terminar de curarle, coser las heridas y vendarle, y luego le dio la vuelta sobre el colchón. Las mejillas del malak estaban enrojecidas gracias a un acceso de fiebre causado por el estrés y el dolor.

-Así que los malakhim también pasáis por estas cosas... -Musitó el pretor para sí mismo tras tomarle la temperatura posando los labios sobre su frente-. Espera aquí, volveré en un segundo.

"Qué estúpido soy" se dijo al salir, "como si en esas condiciones pudiera ir a alguna parte."

Cojeando, Sorey metió en la cabaña otro cubo lleno de nieve, en el que quiso empapar un paño. A falta de trapos limpios a su alcance, se arrancó una pieza de tela de su túnica, de lo poco que le quedaba limpia. Del resto ya se desharía más tarde, cuando se cambiase de ropa. Entre las reservas de víveres también había encontrado prendas adecuadas para sobrellevar el invierno, aunque viendo lo delgado que era el cuerpo de su malak, dudaba de encontrar algo de su talla. Y efectivamente no tenían, por eso tuvo que envolverlo en una gruesa camisa color azul marino que le llegaba hasta la mitad del muslo, pero que le mantendría caliente. Con movimientos no exentos de delicadeza, le tapó y le colocó el trapo húmedo en la frente; así era como su madre le bajaba siempre la temperatura de niño. Recogió todas las cosas que había empleado de la habitación y se cambió él también de ropa, dejando lo que había quedado de los uniformes de la Abadía como harapos en una esquina. Sólo entonces, cuando se cubrió de prendas de invierno, fue consciente de lo mucho que le dolía todo el cuerpo, de que apenas podía caminar y de que no tenía fuerzas para aplicarse a sí mismo un arte curativa. Y, muerto de agotamiento, el mundo ante sus ojos se volvió negro. Por pura suerte, Sorey cayó desmayado sobre el sofá de la cabaña.

Mikleo [SorMik] [Tales of Zestiria/Berseria fanfic]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora