22 - Aqua Limit

199 24 0
                                    

-¡Luzrov Rulay!

Fue un instinto que movió sus almas, fue cosa del miedo, de la desesperación y de estar determinados a no perder aquella batalla, a no comprometer su libertad a los ideales de unos pocos déspotas. Fue su confianza y su lazo hechos un hechizo arcano, un arte prohibida de inconmensurable poder. Fue la mano de Amenoch, que les confirió la capacidad de respirar al unísono y les regaló sus alas para navegar por los cielos y surcar los mares. Fueron sus propias manos entrelazadas, la fuerza descomunal que no deberían haber poseído con la que los dedos de uno se aferraban a los del otro y viceversa. Fue un nombre y la magia contenida en él, que ante la fe en el contrario y la amistad más pura no requería de ningún artefacto divino para manifestarse.

Una luz blanca cegadora inundó la capilla, reflejando sus majestuosos rayos en todas aquellas superficies cristalinas. Teresa y Artorius se cubrieron los ojos entre exclamaciones ahogadas, rápidos a la hora de evitar quedarse ciegos. Oscar gritó y -al encontrarse tan cerca de la pareja- salió disparado, perdiendo el conocimiento casi de inmediato. Su espada desapareció, desintegrándose sin explicación alguna. La armatización fue como una explosión de agua y hielo. Cuando la radiante luz se extinguió, los bancos estaban empapados de gélidas gotas de rocío. Aunque Amenoch hubiera desaparecido, su poder seguía presente, latiendo en dos seres que ahora eran uno. Ante los dos exorcistas de la Abadía que quedaban en pie se divisaban en el suelo finas películas de escarcha. Parecía una alfombra de diamantes extendida por la capilla.

-¿Qué demonios...?

Teresa se quedó muda al abrir los ojos y contemplar al elegante ente de pie ante ellos. Aquel no era ni Sorey ni Mikleo, era los dos al mismo tiempo y se conformaba como una nueva existencia que no le pertenecía a ninguno. Basado en los rasgos del ex pretor, los brillantes ojos azules poseían la mirada calmada y analítica de su malak. Una capa blanca ondeaba a sus espaldas, imitando los sinuosos movimientos de sus cabellos recogidos en una coleta alta tan dorada como las joyas que usan los nobles. Sus vestimentas eran todas del mismo puro color del marfil, bordadas en oro y zafiro runas de una época que no era la suya. Eran la unión perfecta de humano y malak. Tenían un algo divino, un halo de sabiduría y belleza que no pertenecía al mismo plano terrenal de los sucios mortales. Y, sin embargo, contaba con lo efímero de la existencia mundana, con las llamas que tan rápido se extinguen. Aquella era la santidad de un ángel sin someter otorgada a una persona capaz de contenerla y complementarla. Aquella era la máxima expresión del vínculo que Mikleo y Sorey compartían, un vínculo inimitable empapado en un cariño que iba más allá de la hermandad o del romance. Su poder era algo que la Abadía jamás podría comprender.

Por dentro se sentían pletóricos, sentían un éxtasis hasta el momento desconocido y una fuerza tal que les causaba un curioso hormigueo en los dedos de los pies. Lo sentían ambos, pues ahora eran uno solo, ahora sentían juntos. Sus corazones latían siguiendo un mismo compás y la sangre que bombeaban era idéntica. Sus mentes pensaban a la vez, comunicándose entre ellas como quien mantiene un diálogo consigo mismo. Compartían sensaciones y emociones. Sus cerebros estaban tan enredados que no sabían dónde empezaban los sentimientos de uno y acababan los del otro. Sus ojos veían las mismas formas, siempre con los bordes de su visión teñidos del resplandeciente color de los zafiros. Sus oídos escuchaban las mismas canciones, siempre acompañado el silencio de la melodía de las olas al acariciar con suavidad la arena de una playa lisa. Supieron automáticamente lo que su beso ya les había adelantado, lo que pensaban el uno del otro y lo que sentían en lo más profundo de sus corazones. Y se vieron arropados y abrazados, sumergidos juntos en una fuente de aguas termales piel con piel, idea con idea, alma con alma.

-Esto es imposible... -Artorius estaba anonadado. Parecía que en cualquier momento se le saldrían los ojos de las órbitas. Estaba prevenido ante la rebeldía de Sorey, preparado para enfrentarse al poder dormido de Mikleo, consciente del apoyo que les prestaría Amenoch, pero jamás esperó tener que enfrentarse a los milagros obrados por la voluntad del individuo y los sentimientos puros-. Conocía este arte... pero todos los precedentes acabaron en fracaso.

-¿Qué significa esto, lord Artorius? -Exigió saber Linares, demasiado sorprendida como para preocuparse de mantener las formas con su superior o para siquiera darse cuenta del estado de su hermano, del cual no era consciente.

-Esta es la unión entre la humanidad y los malakhim, es el mayor poder que se ha podido otorgar jamás -ante las palabras del Pastor, la pretora apretó puños y dientes, menos interesada en la alabanza que en cómo vencerlos. Artorius sin embargo estaba demasiado ocupado en la contemplación del ser que tenían frente a ellos como para percatarse de aquellos airados gestos-, la armatización.

-Así que se llama armatización. -Cavilaron. La voz de Sorey parecía tener más tono que la de Mikleo, pero no por ello dejaban de hablar simultáneamente, creando una tonada compuesta por dos acordes. Elevaron una mano con curiosidad, probando a moverse. Su coordinación era perfecta. En la palma de esa misma mano hicieron aparecer una esfera de agua que por orden de sus sincronizadas mentes se deformó hasta convertirse en un fractal de hielo-. Ahora ya no... No, ya nadie podrá detenernos.

-Eso lo veremos. Retrocede, Teresa.

-Pero, lord Artorius...

-Retrocede. -Con el brazo que todavía podía usar, el Pastor desenfundó su espada, preparado para tomarle el relevo a sus palabras y enfrentarse a la fuerza a la pareja. Al ver sus gestos decididos se pusieron en guardia-. Ahora más que nunca es crucial que los capturemos vivos. A ambos. La Abadía lleva años tras la armatización. Necesito que tus malakhim y tú me apoyéis.

-Entendido.

Obedeciendo las órdenes, la pretora y sus dos fieles cachorrillos tomaron posiciones de invocación y arrojaron una oleada de artes místicas hacia ellos. Intuyendo que repetirían una táctica que ya habían sufrido gracias a Oscar, Sorey y Mikleo decidieron escoger esta vez una posición activa contra sus enemigos. En vez de defenderse se lanzaron hacia delante. Parecía que volaban, pues sus pies se limitaban a rozar con las puntas el suelo. Esquivaron los mortíferos disparos y los devolvieron al hacer que reflejasen contra sus escudos invisibles. Artorius corrió hacia ellos con la espada en alto, preparado para embestirlos y causarles una herida letal que no los llevase a la muerte. Ellos respondieron con una cubierta protectora de agua y magia. Crearon un tornado de hielo y lo lanzaron en dirección a sus adversarios. Tomaron una decisión.

Tenían que acabar rápido, tenían que huir de allí de una vez. Era la primera ocasión en la que armatizaban, y se mantenían en movimiento gracias a la adrenalina y a la magia de Amenoch, ambos combustibles finitos. Pronto uno quemaría al otro y quedarían sin nada, vacíos, consumidos y a completa merced de la Abadía, que ahora pretendía utilizarlos a ambos. No podían permitirlo. Su próximo ataque, se dijeron mentalmente, sería el último.

Artorius y Teresa se levantaron del suelo y volvieron a la carga una vez más. Repitieron exactamente los mismos patrones de ataque, pues el Pastor no pretendía hacerles un daño mortal. No se atrevía a matarlos, mejor dicho. Eran el receptáculo de Amenoch y la clave viviente de la armatización perfecta, si se arriesgaba a lanzar una estocada mortífera que no pudieran prever los perdería. Los subestimó, y ese fue su gran error. Solo se dio cuenta cuando ya era demasiado tarde, cuando a su alrededor el mundo se volvió completamente azul. Sorey y Mikleo recurrieron a un poder conjunto que se elevó desde su estómago hasta sus manos. Crearon un arco de magia y poder puro, el arma perfecta para su dueto. Dispararon juntos. Gritaron juntos.

-¡Nuestro arco abrirá los cielos! ¡Que el vórtice te trague! ¡Aqua Limit!


Y, por segunda vez, solo hubo luz.

***

Tras los párpados de Mikleo, todo era negro, tan oscuro que asustaba, a pesar de que a él nunca le dio miedo la oscuridad.

Cuando los abrió, los colores no cambiaron demasiado. Al principio no divisó nada más allá de una serie de figuras informes que segundos más tarde, cuando los pigmentos comenzaron a aclararse, identificó como columnas de piedra llenas de moho. Una única antorcha crepitante y marchita, esa era su miserable fuente de luz. Aunque al menos alumbraba lo suficiente los alrededores como para conferirle algo de coherencia a sus visiones. No demasiada, lo suficiente como para distinguir piedra de monstruos y aminorar las pesadillas. Por suerte despejarse y encontrarse a sí mismo le costó menos que fijar la vista en un punto. Por los años de lecturas y contemplación de mapas supo que se hallaban en las catacumbas de Barona, el pasaje clandestino a la villa imperial. Lo que no recordaba por mucho que lo intentara era cómo demonios habían bajado allí. Supuso que en su huida habrían descubierto el pasaje correcto.

Sí, tenía esas incógnitas, pero no se rompió la cabeza pensando en ellas o dándoles vueltas hasta solucionarlas. Su prioridad fue encontrar con la vista a Sorey. En cuanto lo localizó tuvo que contenerse para no gritar su nombre. A pesar de que sus piernas no parecían querer obedecer de la forma adecuada ni en el tiempo esperado -había vuelto a su cuerpo, pero este ahora se comportaba como si no le perteneciese- se puso en pie a toda prisa y corrió hacia él, tropezando con sus propios pies. Sorey yacía en el suelo a pocos metros de él, inconsciente. Tenía la ropa manchada de sangre seca en la zona del vientre, pero el malak contempló con sumo alivio al levantar la tela que la herida había desaparecido por completo gracias a la armatización. Estaba a salvo, no quedaba de aquel peligro más rastro que la sangre. Quiso echarse a llorar.

-Gracias... -Musitó, inclinándose sobre sí mismo y apoyando la cabeza sobre el pecho ajeno, solo para sentir su respiración. Al hablar, la voz se le quebraba y sentía los ojos húmedos-. Gracias, Amenoch, gracias.

-¿Mikleo...?

Como si le costase horrores, que debido al cansancio seguramente lo haría, el ex pretor logró abrir los ojos y sonreírle. Mikleo respondió al gesto tomando su cabeza y -con infinito cuidado- colocándola en su regazo para acariciar sus cabellos.

-Estoy aquí, Sorey.

El malak le tomó una mano y se la acercó a los labios, besándola y sonriendo como si en cualquier momento se le fuesen a saltar las lágrimas. Sorey juraría haber sentido algo húmedo que no eran sus labios, pero no dijo nada al respecto. Se limitó a seguir respirando, que mantener la consciencia ya le costaba un gran esfuerzo.

-Hemos ganado... ¿verdad?

-Sí... sí, hemos ganado. Nos hemos enfrentado a Artorius y le hemos ganado.

-¿Quién diría que lo lograríamos?

-Yo en realidad siempre lo supe. -Comentó Mikleo, tratando de mantener esas trazas de actitud petulante que siempre salían a la luz cuando se encontraba inseguro de sí mismo. Las cristalinas lágrimas que bajaban por sus mejillas una a una lo desmentían.

-¿Por eso gritabas tanto cuando parecía que Oscar me había vencido?

-Eso fue porque me asusté muchísimo, idiota. -El malak apretó su mano, apoyando la frente sobre los nudillos del muchacho-. Creí que morirías...

-Pero sigo vivo, ¿no? -Al mirarse a los ojos, Sorey le regaló una de sus sonrisas confiadas, quizá esta vez un poco más débil de lo habitual-. Seguimos vivos.

-Por los pelos, pero sí.

-Ahora solo queda... salir de aquí...

-¿Sorey? -Al ver como al pretor se le caían los párpados y como la mano que sostenía perdía todas las fuerzas, al malak se le detuvo el corazón-. ¿Sorey, estás bien?

-Solo... solo déjame... dormir un poco... -Logró hablar, pero lo suyo le costó. Ni siquiera fue consciente de que Mikleo había pasado a abrazarlo-. Estoy... agotado...

Sorey se desmayó, y el albino se vio de pronto sumido en la oscuridad más absoluta, a pesar de tener luz suficiente para vislumbrar el rostro ajeno. Apenas respiraba. Tragó saliva y apretó el abrazo con el que se aferraba a él, pidiéndole en su mente a todos los dioses conocidos que no dejasen que la extenuación lo matara. Ya les habían dado la oportunidad de escapar, ahora rogaba por la de sobrevivir.

Pasaron ahí unos eternos minutos, justo antes de que Mikleo tomase la decisión de ponerse en pie y sacarle a rastras de ser necesario. No llegó a hacerlo. En la lejanía vio aparecer varios puntos de luz que se acercaban. Preparado para enfrentarse a lo que fuera dejó a Sorey en el suelo e invocó su bastón. Las piernas le fallaron al tomar posición de ataque, haciéndole caer de rodillas. Su cuerpo apenas podía soportar más magia o más artes. Él también acusaba el cansancio, y las figuras cada vez estaban más cerca. Trató de ponerse en pie apoyándose en su arma, pero temblaba tanto como un cervatillo herido. Jadeaba. Segundos antes, la preocupación por Sorey le había impedido ver lo mal que estaba. Entonces las figuras llegaron a su altura, y él los vio. Vio unos brazaletes rojos, pañuelos atados en las mangas de tres figuras encapuchadas. Eran su última esperanza, la salvación teñida de escarlata.

Mikleo [SorMik] [Tales of Zestiria/Berseria fanfic]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora