Una relevadora carta

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El mes de Marzo había llegado ya. Todos desayunaban juntos ese día, debido a que era viernes, Ailyn se había encargado del desayuno y como siempre fue aficionada a lo dulce—cosa que había heredado a Angie—decidió que todos comieran crepas rellenas de nutella y mermelada de fresa. Demasiado empalagoso para los paladares de los hombres de la casa, que intercambiaban tocino por debajo de la mesa.

Angie saboreó sus dedos una vez que limpió de su plato la nutella esparcida.

—Dios, amo esto— dijo con regocijo.

La pequeña Camyl comía en silencio a su costado. Al escucharla hablar volteó para inspeccionarla, tenía nutella en la mejilla izquierda, por lo que se la limpió con una servilleta. Lucía como la hermana mayor en vez de la menor.

—¡Es rico! —exclamó Camyl y entonces contempló la sonrisa ladeada de su padre —. Pero también me gusta la comida de papá.

Todos la miraron incrédulos, incluso Ángel.

—¿En serio te gusta, princesa? —susurró Ángel casi con lágrimas en los ojos, nadie jamás le había dicho algo acerca de lo que preparaba todos los fines de semana. Sabía que su gusto culinario no era el mejor de todos, por ello mismo sólo utilizaba ingredientes que a todos les gustaban, de esa forma cómo les iba a desagradar comer salmón con pan y queso.

—Claro que sí, hay muchos sabores —confirmó la pequeña.

Ángel dejó a un lado una tira de tocino para ir a darle un fuerte abrazo. Era tan ligera que la elevó de la silla con tan poca fuerza. Le depositó un beso en los cabellos y fingió limpiarse una lágrima.

—Es por ello que eres mi favorita —dijo en voz alta.

—¡Hey! —protestaron Elliott y Angie enseguida.

Ángel soltó una carcajada.

—Sólo bromeo, chicos. También los quiero. —Les acarició los hombros con una encantadora sonrisa. Al otro lado de la mesa, Ailyn lo contemplaba de forma enamorada —. Yo sé que a ustedes también les encanta mi comida, ¿no es cierto?

Los mellizos se miraron mutuamente. Soltaron un montón de palabras incomprensibles al mismo tiempo, en un intento de desviar el tema.

—Creo que es hora de irnos, se nos hará tarde. —Se apresuró Angie a levantarse de la mesa.

—Pero faltan veinte minutos— inquirió Ángel.

—La puntualidad es una virtud —agregó Elliott dejando su plato en el fregadero.

Él se iría caminado hasta la escuela, le quedaba a poca distancia mientras que a Angie la llevaría Ailyn, ese colegio nuevo estaba más lejos de lo esperado, por lo que ahora los mellizos estaban más alejados uno del otro, pero aún así, sabían comunicarse con tan solo mirarse. Sus ojos hablaban, y en ese mismo momento ambos se decían que debían salir de casa en ese instante.

Ángel se aproximó lentamente a su esposa, aquella misma que todavía lo miraba como cuando tenía veinte años, cuando el amor había superado al odio. Él había cambiado, su cuerpo era más ancho y por qué no decirlo, había subido un par de kilos, era lo normal cuando los años se llevan lo mejor de ti. Gracias unos cuántos trucos caseros y dos kilos de cebolla, por fin tenía un bigote y barba, no era la más abundante de todas, tampoco la más varonil, ni la más estética, pero le hacía feliz y le elevaba los niveles de testosterona al doble, debido a ello, Ailyn lo dejaba conservarla, porque indirectamente salía beneficiada.

La bizarra familia ClarksonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora