Hielo y piedra.

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Una luz. Abrió los ojos, se despertó. La luz la había molestado y había salido de aquella oscuridad, recordando que había tenido muchos sueños, pero sin recordar estos. Cuando estaba más espabilada, comenzó a analizar todo lo que había a su alrededor: estaba en una habitación. Era muy amplia, y tenía un balcón bastante grande con dos puertas de cristal y cortinas blancas. El balcón estaba abierto y entraba abundante luz que iluminaba el cuarto de una forma que parecía estar en un faro. El viento entraba muy suave y movía las cortinas, una brisa cálida y confortable. El resto de la habitación era sosa: un cuarto con las paredes blancas y un armario de seis puertas en la pared que se situaba frente a la cama, la cual se hallaba en el centro. Era de matrimonio, con sábanas celestes y azules, y dos mesitas de noche a cada lado de la cama, de madera pintada de azul intenso y con adornos dorados. Después, había dos puertas: una pequeña en la pared, a la izquierda de la cama, y otra muchísimo más grande y majestuosa, que era de plata, o al menos eso parecía, y con detalles en el pomo, por los filos, y dibujos muy extraños de oro. Se levantó de la cama. Ahora la situación era aún más extraña. ¿Cómo había llegado hasta allí? La última visión que tuvo antes de perder la conciencia fue unas botas acercándose hacia ella. ¿Quién sería? Sus respuestas se resolverían de inmediato, pues la puerta grande se abrió y por ella entraron tres hombres, a cada cual más peculiar. Sus rasgos eran muy diferentes: primero estaba un chico bajo, pelirrojo, con el pelo corto y la piel pálida; después, uno muchísimo más alto y grande con la piel muy oscura y rasgos indios; y por último, uno que podía ser más mayor que los otros dos. Su piel rozaba el gris y tenía una melena blanca que le llegaba por los hombros: parecía albino. Nada parecían tener en común excepto su ropa; los tres iban con un uniforme negro de pies a cabeza y los dos más jóvenes llevaban gafas oscuras, pero el tercero no ocultaba sus ojos negros como la misma noche.

El del cabello blanco se dirigió hacia ella y le dijo:

—Me alegra que te hayas despertado, te están esperando.

—¿Qué hago aquí? ¿Quién me está esperando?

—Eso no es de mi incumbencia; las preguntas, a mi hermano.

—¿A quién?

—Levántate y camina.

—No pienso moverme de aquí hasta que no me aclaren algunas cosas.

—No te lo estoy pidiendo como un favor. Es una orden.

Sus miradas se cruzaron, y durante unos minutos hubo una lucha entre ellas, desafiándose mutuamente. Los otros soldados se acercaron cuando el pálido le hizo un movimiento con la mano.

—Cogedla. Si no es por las buenas, será por las malas.

—¡Suelta!

—¡Quédate quieta o será peor!—le dijo el muchacho pelirrojo.

No sabía por qué, pero sentía que el chico tenía razón, así que dejó de forcejear y los siguió. Más que seguirlos, se podría decir que la arrastraron al cabecilla hasta que salieron del cuarto. Cuando salió del cuarto, se encontró en medio de un pasillo poco alumbrado.

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