Capítulo 7

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Matías habría deseado que Diago le mostrara el camino de regreso hacia la casa de la señora Claudia, pero en lugar de eso lo había llevado hasta los establos, los cuales evidentemente se encontraban por otro lado. ¿Cómo era que seguía confundiéndose con las calles? Claro, no se confundiría si hubiese letreros con el nombre de cada una.

—Disculpa, Diago. ¿Cómo hago para llegar a la casa de la señora Claudia? ¿Serías tan amable de decirme, por favor? —un ruido le hizo sobresaltarse.

—Espera, ahorita te llevo, sólo déjame alimentar a los caballos —respondió Diago sin dejar de caminar—. ¿Escuchaste eso? Tienen hambre, habrá que alimentarlos cuanto antes. Se ponen furiosos si no comen a sus horas.

¿Los caballos tenían horarios para comer? ¿Estaba hablando en serio? No, no y no, aquello tenía que ser una broma. Además, Matías no podía esperar por más tiempo, había olvidado su celular en la cama y necesitaba tenerlo, necesitaba ver algo de ahí: la hora, la calculadora, los juegos, los videos, las fotos, lo que sea. Ansiaba la tecnología, quería sentir en sus manos la textura de la funda de su celular, anhelaba ser iluminado por aquella luz artificial que se inmiscuye mágicamente en sus ojos y le hace sentirse feliz.

—Tengo que hacer algo importante ¿sabes?

—¿Más importante que dar alimento a un animal?

—Sí —pero no, realmente su teléfono podía esperar, las aplicaciones no iban a salir corriendo, en cambio, si era verdad lo que Diago había dicho sobre que los caballos se ponían furiosos cuando no comían a tiempo... bueno, eso sí que sería un problema—. Vale, no tanto así...

Espera un momento, tal vez Diago lo estaba llevando consigo porque necesitaba de su ayuda, como David no estaba, era evidente que necesitaba a alguien que le pasara la comida o que agarrara al animal para que pueda comer mejor. Igual y eran demasiados como para alimentarlos todos al mismo tiempo.

—Nunca he alimentado a un caballo.

—No lo tienes qué hacer tú, sólo me acompañarás, aunque si quieres intentarlo te dejaré sin ningún problema.

—Paso de eso, gracias.

Diago se acercó a él para inspeccionarlo. Matías dio dos pasos hacia atrás.

—No se diga más, quítate la camisa.

—¡¿Qué?!

Diablos, ¿qué había dicho? ¿Acaso quería aprovecharse de él? Pero si Matías ya le había dejado claro que no le iban los chicos. ¿Por qué Diago querría...?

—Te ensuciarás si no lo haces, tu camisa es blanca y dice mi tía que ese tipo de manchas no salen fácilmente en la ropa de colores claros. La mía es azul oscuro, por lo que no hay problema si me la dejo.

—Ah era por eso... por los caballos.

—Sí, ¿por qué otra cosa te diría que te quitaras la camisa?

—No, por nada, es sólo que no me importaría que se ensuciara —vaya que sí le importaba, pero no iba a quitarse la ropa delante de un sujeto al que le gustaban los chicos. No, señor. Si no era tonto, evidentemente Diago debía tener otras intenciones, quizá más oscuras. Podría verse como alguien dócil y amable, pero tal vez escondía algo más en su personalidad, algo que no se atrevía a mostrar a nadie.

—Bien, si tú lo dices.

—Pero oye... te acabo de decir que no quiero alimentarlos.

—Y yo te prometí que tu viaje iba a ser divertido, así que ven conmigo —Diago le tomó la mano a Matías y lo condujo a regañadientes adentro de los establos.

Los caballos eran preciosos, había uno negro, otro era blanco, como tres eran de color café oscuro y dos más eran de dos tonos (blanco y café y negro y café). En un principio Matías se había sentido incómodo y temeroso. El olor le parecía desagradable. Vigilaba bastante bien por dónde iba caminando, pues no quería pisar excremento. No obstante, poco a poco empezó a cambiar su actitud. Comenzó a acostumbrarse, a sentir apego hacia aquellos animales que no parecían ser agresivos.

Diago le mostraba cómo debía darle cada alimento a cada caballo. Cómo tenía que hacerle cuando se trataba de zanahorias y manzanas y cómo cuando se trataba de hierba o forraje, maíz y avena.

Matías se acostumbró y ya no le daba miedo ensuciarse, ni temía que el caballo lo mordiera. Logró dar tres manzanas, varios racimos de hierba y con las manos como si fuesen cucharas varios gramos de maíz.

Mentiría si dijera Matías que no se divirtió conviviendo con los caballos. Era la primera vez que lo hacía.

—Algún día entre David y yo te enseñaremos a montar un caballo, tal vez más adelante, cuando los caballos te tengan más confianza —comentó Diago mientras enjuagaba los trastos de la comida y los acomodaba a un lado—. Así que por el momento tendrás que seguir acompañándome.

—¿Eh? No, por favor, no. Me voy a caer y tampoco pienso volver a... —quiso decir más pero entonces observó a David, recargado en la pared cerca de la entrada del establo. Enfocó bien la vista para asegurarse si estaba también Cristina, pero no.

—Vaya, no puedo creerlo, el chico de ciudad alimentando caballos —dijo David con sorna—. ¿Sabías que si te toca las manos la boca de un caballo te sale salpullido?

—¡No lo sabía! —Matías puso cara de angustia.

—Está bromeando, eso no es cierto —lo consoló Diago.

—Buu qué aburrido eres Diago.

—¿Aburrido? —Diago se acercó a David peligrosamente—. Vamos a hacer entonces cosas más divertidas tú y yo.

Las mejillas de Matías se pusieron de color rojo al observarlos.

—Ya quisieras... —contestó David zafándose del agarre de Diago—. Mejor vamos a alimentar a los cerdos y a las cabras.

—Oigan, pero antes me pueden guiar hacia la casa de la señora Claudia por favor.

—¡No! —dijeron ambos al unísono.

—No tengo ganas de llevarte —dijo David.

—Y yo quiero que nos acompañes —admitió Diago.

—¿No me digas que quieres hacer un trío después, Diago? —preguntó David de manera pícara, pero su intención era asustar a Matías para que no fuera con ellos.

Eres tú a quien amoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora