Cap. 19

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Una semana después del mejor día de mi vida, William fue a casa y me invitó a la playa de Long Island para festejar que había sido aceptado en la universidad Rockefeller de biomedicina.

Cuando llegamos, recorrimos la costa caminando, sin decir una palabra, disfrutando el momento, disfrutando el ahora. Observaba como nuestros pies se marcaban en la arena mojada. Escuchaba el sonido armonioso de las olas quebrándose sobre la orilla, la furia de estas, el rugido del océano. Pensaba que probablemente el océano querría decir algo mediante su eufonía. Los susurros del agua me traían recuerdos, veía las cosas con más irradiación en el cálido abrazo del océano, me lavaba las ideas, me proporcionaba inspiración. 

La vida es como una ola, llega a una forma, llega a su mayor esplendor, y con el tiempo, va llegando a la orilla, se va desarmando, va terminando, no se conserva, y cuando llega el momento, desaparece entre la arena, en la orilla, deja de existir. 

Una bandada de aves voló sobre nosotros, yo se la señalé a William, nos giramos, y la seguimos con la mirada. Me preguntaba hacia donde iban. Me preguntaba si iban a cumplir sus sueños. ¿Hacia dónde van los sueños? O, ¿hacia dónde huyen? ¿De qué huyen? ¿De qué huyen las aves?

¿De qué huimos nosotros? Huimos de los sueños, y, ¿por qué huimos de los sueños? Los sueños están para ir tras ellos, para cumplirse. Por eso nos ponemos metas, fines, propósitos.

Siempre hay que apuntar más alto de lo que sabemos que podemos lograr, hay que seguir los sueños por más inalcanzables que parezcan, aunque la vida nos golpee en donde más nos duele. La vida es mísera y dolorosa, pero es vida.

Nos quedamos parados mirando el océano, William me abrazaba por detrás, yo sostenía sus brazos con mis manos.

‒Tengo una idea. ‒Me dijo.

No me dio tiempo de responder, me tomo de la mano y salió corriendo hacia el estacionamiento y buscó su moto.

‒Súbete, te toca manejar.

‒Ni loca.

‒Dijiste que querías conducir, así que hazlo.

Lo miré, estremecida. Asentí y me subí a la moto.

‒No te preocupes, no te dejaré caer. Aprieta el acelerador. ‒Indicó.

Cuando presioné el acelerador la moto salió disparada a toda velocidad levantando nubes de arena. Creo que lo apreté demasiado fuerte.

‒ ¡No, no, no, no! ¡Más despacio! ‒ gritó desesperado.

‒ ¡Pero dijiste que apriete el acelerador!

De pronto la moto se detuvo, Will apoyó su pie en el suelo para conseguir apoyo. Yo estaba petrificada ante el miedo, y nerviosa, tenía los pelos de punta. Literalmente, por el viento.

‒Apriétalo sólo un poquito. ‒Levantó su mano e hizo la seña con sus dedos indicando poca cantidad.

‒Bueno...pero mejor maneja tú.

‒No, te toca a tí, pero no desesperes, te explico paso por paso y lo haces, ¿entendido?

‒Eh, sí...

Will pasó a explicarme todos los pasos de cómo encender la moto, hasta cómo frenar. Nunca creí que conducir fuese tan complicado y agobiante. Lo veía a él o a mis padres y resultaba tan fácil.

‒ ¿Lista, Billie?

‒No.

‒Vamos, aprieta el acelerador, verás que lo harás de maravilla.

BillieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora