IX

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Oikawa respiró profundo y se dejó distraer por Iwaizumi. Estaba demasiado nervioso y tenso. Cerró los ojos y apretó los puños, soltando todo el aire de sus pulmones.

―Siempre amé jugar vóley, pero a medida que fui creciendo, tuve complicaciones con mi rodilla. No te voy a dar los detalles médicos, pero llegué a pasar por una operación y a veces debía dejar de jugar por una temporada porque era como si se me fracturara.

―¿Sigues jugando?

―Sí. Amo mucho el vóley para dejarlo. Mi ex me dijo que jamás llegaría a ser un jugador profesional porque mi rodilla me jodería el resto de mi vida. Lo peor de todo es que me lo dijo con un tono de consejo, como si esperara a que sólo lo aceptara. No lo voy a aceptar. He sentido siempre las ganas de llevar algo conmigo que le recordara al mundo que no me rendiré. No sabía qué hasta que ustedes pusieron la tienda y fue como, sí, podría ser un tatuaje. Hum, no es que lo haga por los demás, es que también creo que yo mismo debería recordármelo. Que soy frágil aunque no me guste admitirlo.

―¿Frágil? ―la risa de Iwaizumi por sobre el zumbido de la máquina de tatuar le hizo abrir los ojos―. Yo lo veo al revés. Todos tenemos nuestra propia mochila que cargar; hay cosas que puedes aprender a dejar en el camino y otras que jamás te abandonarán. Y en vez de esconderlo, rendirte y no volver a jugar más, estás gritando tu debilidad para imponerte sobre ella. Eso no es fragilidad. Eso es fortaleza.

Oikawa quería creer que era el dolor lo que estaba mojando sus ojos.

Iwaizumi no le dio ni medio respiro. Le habló sobre que él también jugaba vóley. Hablaron de deportes. Le hizo un montón de preguntas y Oikawa habló tanto que cuando Iwaizumi lo interrumpió para decirle que había terminado, no lo comprendió al principio. Ni siquiera se dio cuenta de la cantidad de tiempo que pasó y cuándo el dolor pasó a un segundo plano.

Iwaizumi le limpió la tinta sobrante y se sacó los guantes.

―Oikawa.

―¿Mmh?

―Sé que es una pregunta estúpida pero, ¿Confías en mí?

Oikawa lo miró a los ojos. Serenos, tal vez por primera vez. Asintió con ganas.

―¿Me das permiso para hacerte otro tatuaje de regalo? Uno pequeñísimo.

Era una locura decirle que sí. No se conocían hace tanto y darle el poder de marcar su cuerpo para siempre era una estupidez que Oikawa no pensaba cometer. Tenía un millón de razones para decirle que no.

Pero no creía que hubiera fuerza en el mundo capaz de negarse a su carita expectante.

―Sí.

Iwaizumi sonrió buscó otros guantes. Oikawa estaba nervioso de nuevo. Ya se arrepentía. No sabía qué estaba haciendo y ya era tarde cuando oyó el zumbido de nuevo. El dolor fue punzante como la primera vez y tuvo muchísimas ganas de decirle que mejor no. Que era una pésima idea. No obstante, él comenzó a hablar antes.

―No soy el mejor tatuador del mundo, lo sé. A veces es frustrante estar en las redes sociales y ver los trabajos que hacen amigos y colegas. Muy frustrante. Pero luego viene alguien como tú con una historia para contar y, no lo sé, suele ser contagioso. No necesitas ser el mejor para disfrutar lo que haces, así que no dejes que esa estúpida persona te diga que no puedes llegar lejos sólo por tu rodilla. Porque el punto no es llegar lejos, sino disfrutar el camino. Suena bastante hippie, ¿No? Perdón. Es un trabajo parecido al de los psicólogos, o los peluqueros. O taxistas.

―Ya me di cuenta ―rió Oikawa, torciendo el gesto de dolor.

―Ya termino.

Ni bien se retiró, Oikawa se inclinó a mirar. Al costado de su rodilla mala le había tatuado una curita minimalista, simple y del tamaño de medio dedo. Era bonita.

Iwaizumi parecía estar midiendo su reacción, pero Oikawa no sabía cómo decirle que le atravesó el pecho. Se sentó y terminó arrojándose sobre él con el abrazo más fuerte que dio un su vida. Tenía la garganta hecha un nudo porque era lo más lindo que alguien hizo por él. No se trataba de qué tan trabajado estaba ni nada por el estilo. Era la intensión. El gesto inocente y el deseo honesto de querer ayudar a sanar una herida que, al menos físicamente, era probable que nunca sanara por completo. Mas tenía ahora el recuerdo imborrable de que alguien, lo volviera a ver o no, creía en él y le regalaba un espacio de charla que le removió hasta el último rincón del alma.

Iwaizumi correspondió al abrazó con contención y paciencia.

Acabaron acostados en el sillón, apretados entre sí, sin más conversación.

―¿Te gustó? ―murmuró Iwaizumi.

―Lo amo. A los dos.

Sintió un beso en la sien y Oikawa sonrió, apretando su cara en el cuello ajeno.

No sabe cuánto tiempo transcurrió. Estuvieron lo que pareció una eternidad. Acostados, llenándose de mimos suaves y tranquilos, con largos silencios y pequeñas conversaciones, como las instrucciones para cuidar del tatuaje entre susurros o los significados de los tatuajes de Iwaizumi. Y luego, después de un par de respuestas, regresaba el silencio. Aseguraría que el otro dormía si no fuera que continuaba acariciando su cintura o removiéndose contra él en busca de cercanía.

―Hueles a flores.

―Es un poco obvio ―arrulló Oikawa con una amplia sonrisa―. ¿Te agrada?

―¿A alguien le desagrada el aroma a flores? ―inquirió con el sarcasmo más dulce que había oído―. Es diferente. A la tinta, al alcohol y el látex.

―Mmm ―asintió Oikawa, de acuerdo.

Y si fuese por él, el resto de su vida se hubiera quedado en ese sitio que poco de cómodo y calentito tenía. Pero el cuerpo de Iwaizumi sí era cómodo y calentito, como si quisiera acogerlo y resinificar la palabra hogar.

―Me tengo que ir ―oyó decir a la voz más pequeña del mundo.

―¿Por qué? ―inquirió con la indignación traspasando a su tono sin siquiera darle el permiso.

Pensaba que estaba bien. Que esa conexión en la piel, en las miradas, en el amor y la enemistad, era mutua. ¿Sólo le estaría siguiendo la corriente? Oikawa tragó saliva, decidiendo si debía mostrarse dolido o enojado (cuando en el fondo sólo sentía lo primero).

―Tengo que darle de comer a mi perro.

―Oh.

Oikawa se rió. Eran los nervios.

―Sí ―agregó Iwaizumi con cierta resignación, como queriendo disculparse por tener responsabilidades por ocuparse.

―Está bien.

Y realmente sentía que lo estaba.

Flores de tintaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora