Como un gato...

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Ella es como un gato.
Un gato blanco, puro.

La primera vez que me le acerqué, aquel gato me examinaba con esos grandes ojos zafiro. Una mirada de curiosidad e intriga, alerta a todos y cada uno de mis movimientos, con algo de miedo de acercarse a mí.

Al principio me mostró los dientes, me arañó, y era algo difícil acariciarlo sin que se apartara al paso de unos segundos, para luego volver a lo anterior.

Ella es como un gato. Un gato al que cuidaba, alimentaba y acariciaba todos los días. Poco a poco se acercaba más a mí. Poco a poco aquella mirada de desconfianza desapareció, y aquellos ojos comenzaron a brillar al verme, con pequeñas dosis de amor en cada mirada que me dirigía.

Dulces ronroneos respondían a mis caricias... El pequeño gatito ya disfrutaba de mi compañía.

Sin embargo, un día, le di la espalda.
No lo alimenté, no lo acaricié, no lo miré.

Nada.

El gato, intrigado, se acercaba lentamente a mis espaldas, pero nunca llegaba a mí.

Cada día que pasaba, el blanco felino sufría. Cada día absorbía aquel pesante dolor para poder seguir aferrándose a la esperanza de que lo volvería a acariciar.

...Pero no pasó.

Tenía miedo. No quería volver a verlo tras haberle hecho daño. Creí que dejarlo sería la opción menos dolorosa para ambos.

...Me equivoqué.

El gato aprendió a cazar su propio alimento, cada vez, su pelaje volviéndose un gris más y más oscuro.
Yo sufría en silencio. Lloraba al verlo sufrir, y cuando pensé en volver a alimentarlo, ya había aprendido a cazar.

...No hacía falta.

Finalmente, el blanco y suave pelaje del felino se había convertido en una áspera sábana de cabellos negros, sus grandes ojos, que por mi culpa están ahora llenos de dolor, tristeza y confusión resaltaban más que nunca.

El gato había aprendido a vivir sin mí. Sin mi cariño, sin mi compañía.

Aquel gato que no dudaba en levantar la mirada y penetrar mi corazón con sus brillantes ojos azules, manchándolo de aquel melancólico color, era el gato que yo amaba...

Que amo.

Cuando quise volver a acariciar su antes suave lomo, el gato no se opuso.

No me arañó, no huyó, nada. Sin embargo, tampoco ronroneaba ni me dirigía miradas divertidas mientras lo hacía. Podía sentir su dolor y tristeza de solo tocar su ahora áspero y negro pelaje...

Lo siento.
Lo siento.
Lo siento.
Lo siento.
Lo siento.

Aquellos ojos azules no paraban de mirarme, preguntándome:
"¿Por qué?"

Este es mi castigo.

Como un gatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora