Ese miedo a morir

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Y no saber muy bien qué hacer con ello

De repente la mañana comenzó a paralizarse para todos

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De repente la mañana comenzó a paralizarse para todos. Para Fher porque un zumbido pareció invadirle el cerebro y una voraz mezcla de imágenes pasó por él como en un viejo proyector cinematográfico, solamente que las sensaciones desfilaban al revés, en sentido antihorario. Iban de adelante hacia atrás y en tonos lúgubres, como si estuviera intentando visualizar dónde, cómo, con quién y en qué momento se había contagiado el virus que presagia la peor de las enfermedades. Para Igal, porque una mezcla de culpa y arrepentimiento se apoderó de él de forma inmediata y sintió como si otra vez la Parca estuviera de ronda cerca de él, tan cerca que casi creía sentirla afilando su guadaña, chirriando en redor, con un sabor agrio y pestilente. Para Adela, porque no podía convencerse aún de que su propio hermano estaba muerto, y ahora temía que su mejor amigo pudiese acompañarlo. Para todos, la mañana se detuvo unos instantes. Se paralizaron los relojes. El miedo a la muerte irremediablemente los invadía. La noticia era lo más próxima a un pasaporte al más allá que alguien pudiera obtener.

¿Lo supo la doctora, o lo percibió? Posiblemente. No sería la primera vez que daba una noticia de esas, pero aun así, cualquier serenidad que intentara transmitir era escasa. El tiempo se detenía para todos. ¿Sería por eso que usó tantos argumentos para explicarles la diferencia entre ser portador del virus y estar enfermo de sida? ¿Sabría algo más?, ¿tendría alguna información que no les daba? La cabeza de todos se esforzaba por parecer erguida cuando, en realidad, estaban soberanamente abrumados con la noticia.

También el mundo de las enfermeras se paralizaba. El de Amelia, porque intuyó que Fher era algo más que un buen amigo del licenciado. O al menos lo había sido y continuaba siéndolo desde otro lugar. La mujer era bastante zorra. Se daba cuenta por el modo en que el terapeuta lo cuidaba y se preocupaba por él. No hacía falta que nadie le dijera, lo sentía en su interior. Ella había parido una hija lesbiana y quizá por eso era intuitiva en asuntos de corazones demorados en salir del clóset. También los relojes internos de los otros ayudantes sanitarios aminoraron y detuvieron su marcha. Todo el engranaje de relojería del personal del nosocomio pareció sucumbir a la noticia. No era fácil darla ni tampoco era sencillo recibirla. Lo que restaba, ahora, era aún más espinoso. ¿Cómo dársela a la familia de Fher?

Ninguno de los presentes en ese sector del hospital Perrando, la mañana de miércoles de ceniza, la tuvo fácil. ¿Era una especie de confirmación bíblica de lo que la Iglesia Apostólica y Romana recordaba en la ocasión? Como si el «Polvo eres y en polvo te convertirás» les taladrara la cabeza a todos. El muchacho que estaba tendido en la cama era muy joven. Demasiado. Pero, así y todo, el Ángel de la Muerte parecía aletear despacio a su diestra porque todos, en augusto silencio, se miraban inmersos en ese letargo y nadie, pero absolutamente nadie, parecía poder salir del shock.

Como suele suceder en todo hospital, el silencio se corta cuando el sonido de una ambulancia aparece, obligando a atender una urgencia. Eso fue lo que sucedió. De no haber pasado, difícilmente ese grupo de personas sabría cómo salir del aturdimiento. Allá partieron la médica, los enfermeros y los camilleros, movidos por una suerte de corriente eléctrica que los invadió de golpe y los puso en marcha. Solamente quedó con los jóvenes una practicante rolliza, amable y atenciosa, quizá porque no estaba entrenada para los accidentes siniestros, o tal vez porque alguien debería quedar moderando un trance difícil como en el que ahora se encontraban.

Un tatuaje en la piel que dice Nacho - #HomoAmantes 3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora