Primero fueron los dientes y después la mata de pelo dorado, seguidos de la espontánea eclosión de una panza que hizo estallar la hebilla del ajustado cinturón de Gastón.
A cada visita de Dulce al almacén de corazones robados, iba cayéndole alguna virtud a su ya no tan deslumbrante esposo.
Una vez liberados de su prisión, los corazones dejaban de aportarle magia a su ladrón y aunque éste seguía emprendiendo incesantes viajes en busca de nuevas víctimas, había caído en una espiral de destrucción. Su belleza infaliblemente seductora, era ahora un arma con la que ya no contaba, y aunque derrochaba muchos esfuerzos en sus intentos de conquista, rara vez conseguía su propósito.
Habían pasado ya seis meses desde la primera vez que Dulce había podido entrar en la sala. Aún quedaban un par de estantes llenos de cajas por abrir cuando, tristemente, había observado que el que cada vez tenía peor aspecto era ahora el fantástico caballo de su marido. Sus alas de Pegaso perdían plumas, sus sedosas crines se estaban volviendo marañas de pelo áspero y su imponente cuerno iba menguando de tamaño mientras que sus orejas crecían como las de un asno.
Pero el problema más grave que ahora mismo afectaba a Dulce todas las noches en las que Gastón estaba en casa, era la insistencia de éste en que tuvieran un hijo. Ella había agotado todas las excusas que había podido inventar, combinadas con su brebaje somnífero secreto y sabía que muy pronto no tendría escapatoria.
Llegó el verano y en una madrugada brumosa, de humedad espesa, Gastón había estado intentando aplacar su calor bebiendo más vino de la cuenta, hasta que la poca cordura que le quedaba se disolvió en el alcohol de sus venas. Bruscamente, acabó asaltando a la pobre Dulce, que en esos momentos soñaba que una suave luz azul la protegía a los pies de su cama.
Empezó a gritar y a golpear a su marido para escapar de su ebria violencia, sabiendo que era imposible que nadie la socorriera, ni a esas horas, ni en aquel valle tan lejano a la aldea.
Pero los milagros a veces le ocurren a la gente buena, y en el mismo instante en que había perdido toda esperanza, golpearon a la puerta fuertemente. Una oportuna voz exigía que la dejarán entrar o lo haría a la fuerza.
Dulce aprovechó el momento de desconcierto. Rápidamente se zafó de aquel abrazo asfixiante y fue corriendo a abrir la puerta. Delante de su porche esperaba impaciente una mujer muy mayor, de anchas espaldas ligeramente encorvadas y cuya nariz tenía una única, importante y familiar verruga.
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La chica que solo podía ver el lado bueno de las personas [Historia corta]
FantasíaDulce no lo sabe, pero vive bajo una maldición: no puede desconfiar de nadie. Lucha por ser feliz, hasta que conoce al irresistible Gastón y le ocurre lo peor que podría pasarle, le roba, literalmente, el corazón; y es que algo muy oscuro oculta Ga...