Capítulo 19: El aullido de la bestia.

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El sofisticado ladrón que había sido Gastón, nada tenía que ver con la deforme víbora sin piel que se desplazaba con arácnida agilidad

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El sofisticado ladrón que había sido Gastón, nada tenía que ver con la deforme víbora sin piel que se desplazaba con arácnida agilidad.

Su arma mágica, la daga de oro que le permitía absorber la vida de los corazones que mutilaba, había quedado integrada dentro de su cuerpo, a modo de aguijón.

Desde su resurgir había estado matando sin piedad, solo por sobrevivir. Se ocultaba en las sombras del establo pues la luz del sol quemaba su carne, y cuando el hambre le apretaba, vagaba por los alrededores de la casa en busca de animales a los que arrancar salvajemente el corazón. Algún día, con un poco de suerte, se encontraba con un desorientado viajero que acababa formando parte de la macabra pila de cuerpos desmembrados. Y es que ahora, igual que antes, no todos los corazones le saciaban de la misma forma.

Como cada vez estaba más fuerte, tenía planeada una expedición a la solitaria casa de los pastores de ovejas de la aldea más cercana, esa misma noche. Podía oler la pureza del hijo adolescente de éstos, que de vez en cuando sacaba a pastar al rebaño por el valle. Si se hacía con ese virginal corazón, su insoportable hambre quedaría aplacada por unos días.

Instintivamente sabía que era mejor esperar a la noche cerrada para salir de caza, así que en esos momentos se encontraba acurrucado en su rincón, descansando entre las vigas del techo. Sus embrujados órganos mutaban lentamente, mejorando sus cualidades para volver a convertirse en el depredador perfecto. La diferencia era que esta vez había dejado atrás todo atisbo de humanidad y eso le hacía más peligroso que nunca.

De pronto todos sus sentidos se activaron, detectaba el aroma del corazón más embriagador que pudiera imaginarse. Acababa de entrar, en su propia guarida, la víctima que haría posible su resurrección plena. Rebosaba tanta energía de ella que le clavaría su daga y conseguiría el combustible necesario para regenerar su piel y poder salir, al fin libre, al mundo exterior.

Se desplazó sigilosamente por el techo hasta situarse justo arriba de Dulce, sin que ella pudiera notar su presencia. Buceando en la oscuridad, acercó lo que parecían ser sus manos a pocos centímetros de la morena cabellera de ella. Empezó a desplegar su aguijón retráctil, pero al notar el familiar calor que emanaba de su cuerpo se detuvo en seco. Fugaces recuerdos del antiguo Gastón luchaban por aparecer en la febril mente de éste: sábanas limpias, una chimenea encendida, comida caliente, un abrazo y un beso. El deseo de ser padre. Eran sensaciones olvidadas de lo más parecido a un hogar que jamás había tenido el malvado nigromante. Evocadoras imágenes que hacían que su humanidad despertara y luchara por abrirse camino en su interior.

Fueron segundos lo que tardó en reaccionar, el tiempo preciso para que la espada de Dulce, unida a la fuerza de Azul, cercenaran su aguijón de raíz. En un movimiento firme y certero, su largo apéndice orgánico fusionado con la daga de oro y rubíes, había caído al suelo y serpenteaba agonizante hasta agotar sus últimos impulsos nerviosos. El monstruo chilló como una rata herida y corrió veloz a esconderse de nuevo en la oscuridad del elevado techo. Debía recuperar su arma mágica o no podría seguir con vida mucho tiempo.

Hacía años que debía haber muerto, pero por motivos que formarían parte de otra historia, tenía un pacto de sangre sellado con las fuerzas más oscuras. Seguiría por siempre vivo mientras se alimentara de la energía de corazones puros que hubieran sido arrebatados de sus víctimas con esa reliquia maldita.

Se desangraba a borbotones a través de la herida. Se lamía intentando detener la hemorragia, pero era imposible. Las manchas de sangre delataban su escondite. Solo confiaba en que ella no pudiera llegar hasta la parte más alta del techo en la que se había guarecido intentando recuperarse un poco.

Pero un detalle importante se le había escapado a la bestia. Dulce hacía tiempo que había recuperado sus alas y después de su largo viaje, su vuelo era ágil, preciso y seguro. Así que se elevó hábilmente situándose cara a cara con el monstruo que siempre había sido su marido.

Ni rastro de cobardía quedaba en ella. La aberrante colección de cadáveres, el recuerdo de su antigua vida de mujer engañada, Ágata y finalmente, la fuerza que le daba sentir a Azul tan cerca de ella; la llenaban de un coraje imbatible. Ya no era una niña inocente y desvalida, era una mujer a la que la vida le había regalado la capacidad de reconocer el momento de hacer justicia, y ese momento había llegado.

Alzó de nuevo su espada y la clavó con todas sus fuerzas en el corazón que latía a la vista, justo en el centro del cuerpo desollado de Gastón. La bestia aulló y cayó al suelo retorciéndose de dolor. El arma de Dulce seguía clavada en la misma mortal ubicación, impidiéndole regenerar con magia su órgano vital. Y entonces todo empezó a arder.

 Y entonces todo empezó a arder

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La chica que solo podía ver el lado bueno de las personas [Historia corta]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora