Ciclo eterno.

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El choque de los metales al besar el piso resonó en todo el taller. Choromatsu tuvo que dejar de aplicar calor a su nuevo invento y quitarse la mascarilla que protegía su piel -bastante herida- para poder observar qué le estaba sucediendo a su robot. Se acercó despacio, luego de dejar sus herramientas en la mesa y observó que había chocado con una pared en donde dejaba apoyadas varias cosas útiles para sus próximos planes. Enseguida fue a socorrerlo, pues parecía no poder levantarse.

—¿Estás bien, Kara?—preguntó, tomando por debajo del brazo al robot que había logrado construir en sus tiempos de juventud. Él hizo un esfuerzo para levantarse también pese a estar dolorido. Podía sentir como la dureza del suelo le había hecho daño en algunos de sus cortocircuitos traseros, sin embargo optó por no decir nada. Miró a su creador y asintió con la cabeza.

—Estoy bien, Choromatsu. Lo siento.

Su dueño lo contempló con una sensación ligera e indescifrable en sus ojos verdes. Con esos ojos verdes, llenos de vida y de cariño, conceptos que hacia mucho habían desaparecido de la faz de la tierra. El mundo ya no tenía colores, era una paleta de marrones y grises y si algo tenía color eran los ojos de unas pocas personas afortunadas.

La contaminación y la ambición de poder habían arrasado con absolutamente todo. Paisajes, ciudades, mares. Todo lo que hubiera tenido vida en el pasado, yacía muerto, a más de mil metros de profundidad bajo toda esa tierra que había perdido toda capacidad de fertilidad. La gente ya no vivía en familias, eran almas solitarias y la única compañía que podía llegar a tener un humano era la de un robot creado (o robado) por él mismo si era lo suficientemente inteligente para hacerlo.

Ese era el caso de Choromatsu. Había conseguido, gracias a su instinto y habilidad de supervivencia, un depósito abandonado bastante antiguo que había convertido en su taller. Al comienzo tener ese cobijo fue un gran alivio, pues afuera se vivía todos los días una nueva guerra. La vida misma consistía en una guerra. Y, tener su propio refugio, lejos de toda esa masacre por comida y dignidad, era casi una caricia al alma.

Por lo menos así pensó los primeros seis meses, ya que una vez terminado el sexto, la locura comenzó a rondarlo. Empezaba a recordar episodios pasados de su vida, traumáticos, consistentes en la agonía de quienes habían sido sus hermanos. Él fue de los últimos hijos que una familia normal, antes del apocalipsis mundial había tenido. Junto a otros dos, conformaron una tríada de hermandad preciosa, que hacia sonreír a todo aquel que se le cruzara en su camino. Había intentado olvidar sus nombres, pero aún los tenía grabados a fuego en el pecho.

Osomatsu y Todomatsu.

Uno mayor y uno menor. Y no había podido salvar a ninguno de los dos. Ni siquiera habiendo construido a Kara pudo hallar consuelo.

Sintió una leve sensación de punzamiento en los ojos, por lo que procedió a frotárselos. Sabía que eso significaba que comenzaría a expulsar agua por ellos y si había una regla en esa sociedad para sobrevivir era no demostrar emociones humanas. Nunca.

Se tragó esos ríos en esos bosques de sus ojos para luego establecerse e ir en busca de Kara, quien ya había vuelto a sus quehaceres automáticos. Era un robot muy fiel y obediente, pero había algo que últimamente lo estaba preocupando al respecto. Y es que los robots no solían cometer fallos y mucho menos detenerse a imaginar cosas como varias veces Kara había hecho.

"Choromatsu, ¿no crees que el cielo antes de ser marrón fue azul?"

"Choromatsu, creo que aquí podría crecer un nuevo tipo de vida llamado flor"

"Choromatsu, ¿por qué tus labios siempre están en línea recta? Trata de curvarlos"

"Choromatsu, ¿puedo dormir a tu lado?"

"Choromatsu, me gusta ser tu robot."

Eran demasiadas escenas las que reproducía en su memoria y que le llegaban al pecho. Y eso era una muy, muy mala señal. No tardó en sacudir la cabeza e ir en busca del contrario.

—¡Kara!—gritó, sorteando las maderas que estaban dispersas por el suelo. Su taller era un desastre. Quizás incluso podía competir con el mundo de allá afuera.

El robot al oír la voz de su amo dejó de ordenar unas cajas y lo observó con sus ojos biónicos.

—¿Sí, Choromatsu?

—Déjame checar tus cables principales—pidió, tomando un par de herramientas arriba de una escalera.

—¿Por qué?

—Sólo una revisión. No tardará mucho.

—Está bien.

—Recuerda ponerte en modo descanso para que no te duela—indicó, acercándose y poniéndose frente a él. Choromatsu alcanzó a ver como asentía con la cabeza antes de que sus ojos azules se volvieran negros y su cuello se fuera hacia a un lado. Una vez que estuvo seguro de que Kara se había desconectado, abrió una pequeña puerta que tenía en su pecho y sintió como toda su temperatura corporal bajaba ante lo que vio.

Allí, donde los cables debían ser rojos y negros, solo había líneas rosas y celestes que formaban caminos de césped verde del mismo color que sus ojos, en donde pequeñas flores color turquesa y lila se asentaban con seguridad. Incluso podían verse pequeñas muestras de vida con alas diminutas de color anaranjado y amarillo. Choromatsu recordaba haber visto fotos de ellas en un libro de insectos de muchos años atrás. Se llamaban mariposas.

Y también recordaba haber leído en otro libro de enfermedades robóticas que ese microscópico mundo dentro de uno solo indicaba una cosa:

El Síndrome del amor.

Kara se estaba enamorando. Quizás de él o de sus momentos juntos. Pero lo peor no era eso, sino que Choromatsu sabía muy bien que para que ese síndrome apareciera, antes debía estar alguien infectado con el Síndrome del Humano.

Y el único que vivía con Kara era él.

Estaban en grave peligro...

...o quizás la Tierra contemplaba una gran esperanza.

Tema: Síndromes.

Palabras: 995.

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⏰ Última actualización: Sep 17, 2018 ⏰

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