Prólogo.

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20 de junio de 1837.

Amelie Farfaix miraba por la ventana la campiña que se cernía sobre el pequeño poblado de Canterbury.

Llevaba meses viendo lo mismo desde la habitación, misma que solo abandonaba en escasas ocasiones y aunque al principio le parecía un lugar hermoso, tras verlo durante meses a través de las ventanas desde donde solo notaba el cambio de estación; la visión le parecía un tedio.

A lo lejos podía verse alguno que otro inquilino realizar sus labores y alguna que otra jovencita del servicio cortar flores o coquetear con los hombres de los alrededores.

Dio un suspiro y tocó su prominente vientre. Sintió pena por ella misma, quien como muchas otras jovencitas inocentes de su edad creyó y dio su confianza a un hombre falso y terminó sola, deshonrada, en cinta y encerrada en una propiedad rural ocultando su falta.

Pensó en que afortunadamente solo faltaba un mes para verlo nacer y después se encargarían de él. El encierro y la soledad le estaba matando.

Por lo pronto, sabía que lo único que quedaba por hacer era esperar y enfrentar su deshonra. De sobra conocía cuanto cambiaría sus días a partir de su alumbramiento, era sabedora de que un hijo impediría que su vida fuera de nuevo, la misma.

La primavera se estaba despidiendo y el sopor del verano comenzaba a sentirse cada día más intenso.

El clima era tan impredecible que la verdad fuera dicha no notaba el cambio en las estaciones; sin embargo, no era diferente a Epsom, en Surrey. Aunque si se lo preguntaban, ella prefería el verdor y el aire limpio de su pueblo, tal vez porque en el fondo veía Croydon Park como una cárcel, una donde llevaba meses ocultado su pecado. Sin embargo, desde su deshonra, nadie le preguntaba nada, solo decidían por ella.

Sonrió con tristeza al recordar su casa en Epsom. Hardwick Cottage, su hogar, era bello y situado en plena campiña dejando a la vista una vereda natural que recorrer.

Ella extrañaba volver, ver a sus amigas, caminar por la vereda; era feliz ahí, incluso extrañaba escabullirse para ver de lejos las fiestas que su madre como condesa de Sutton daba cada dos por tres.

Esperaba que terminando todo esto ella pudiera volver y fingir que tenía una vida normal.

Escuchó la puerta abrirse y dar paso a sus padres.

Agachó la vista ante el hombre que la miraba con desprecio desde hacía meses y ante la mujer que no dudaba en reprocharle su falta a cada minuto.

Su madre se sentó sobre la cama con aire dramático y se metió la mano bajo el vestido tironeando hasta sacarse la esponja enorme que usaba para simular un prominente vientre.

—Cada día me es más difícil engañar a la gente —dijo y Amelie hundió la barbilla en el pecho—. Menos mal la gente cree que ya estoy en confinamiento y solo salgo por las visitas.

—Agradece a la casquivana de tu hija —dijo el hombre haciendo referencia al pecado de Amelie—. Todo es tu culpa por no educarla de forma correcta.

Su madre guardó silencio y agachó la vista en señal de sumisión propio de una esposa.

—Lo lamento, padre —mencionó la joven.

—La corrección parece ser algo que esta jovencita no aprendió y con ello arruina todos nuestros planes. —Su duro tono de voz dejaba claro que no la perdonaría jamás—. Estamos hundiéndonos y los vulgares burgueses sobresaliendo como si nuestro linaje solo fuera un título cualquiera. La única salida era un matrimonio ventajoso para Amelie, mismo al que ya no podemos aspirar más debido a esto.

Ninguna respondió conociendo el carácter explosivo del hombre, así que prefirieron mantenerse en completo silencio, esperando que al menos no hubiera un reproche más y se calmara.

»¿Quién va a querer casarse con una mujer mancillada? —preguntó de nuevo fuera de sí—. Encima con una mujer tan bruta que se dejó engañar por un hombre del que solo sabe su nombre y que, seguramente, era falso.

—No pensemos en eso ahora —intervino su madre—. De momento no queda nada más que esperar, confiemos en que sea un varón y el heredero. Teniendo un varón muchos confiarán en ti a sabiendas de que tienes un patrimonio que heredar a tu hijo. Eso espero.

—Soy una persona con errores, padre —dijo la joven con voz temblorosa, interviniendo por primera vez—. No puedo cambiar lo que hice y estoy completamente arrepentida. Prometo que voy a remediarlo.

—¿¡Remediarlo!? —inquirió furioso—. Vas a remediar tu estupidez haciendo qué exactamente. Faltan dos años para tu presentación en sociedad y todo se irá al diablo.

—Solo me enamoré. —Se excusó una vez más—. El amor no debería doler ni dar sufrimiento.

El hombre caminó furioso hacia ella, quien retrocedió presa del miedo.

—¡El amor no existe niña estúpida! —gritó furioso, escandalizando a ambas mujeres—. Las mujeres solo están para aceptar el mejor prospecto pero tú te has convertido en una fulana que ha perdido lo único valioso que puede ofrecerle a un hombre.

—Tal vez alguno se enamore de mí y no le importe —dijo y a cambio recibió la burla de su padre.

Guardó silencio antes de verlo darse la vuelta para irse con los hombros tensos y completamente furioso.

La condesa tomó su esponja sabiendo que el personal de la casa era leal a la familia y siguió a su esposo unos pasos, pero la voz de su hija hizo a los condes detenerse.

—¡No puedo más con el encierro! —exclamó a punto de soltarse a llorar—. ¡Necesito salir o voy a enloquecer!

—¡Eso debiste pensarlo antes! —gritó su padre.

—¡No es justo! —respondió a gritos por la desesperación.

Su padre se dio la vuelta para tomarla del cabello y arrastrarla fuera de la habitación.

—¿Qué no es justo? —vociferó furioso y lanzándola sin cuidado alguno—. Te diré lo que no es justo. ¡No es justo que una hija en la que gasté libras y libras por años esté ahora llevando en su vientre al bastardo de algún donnadie. No es justo que haya tenido que refundirme en este pueblo escondiéndome, no es justo que mi hija haya salido una fulana!

—¡No soy una fulana! —gritó intentando liberarse del agarre de su padre—. Nunca lo he sido.

Se soltó del agarre y caminó por el pasillo hasta quedarse al borde de las escaleras.

—Tengo todo el derecho a vivir, pero la sociedad hipócrita se encarga de destruirnos —dijo asqueada de su situación—. Tengo derecho a enamorarme. ¡Lo que pasa que tú estás así de amargado por haber sido obligado por esta misma sociedad a vivir una vida cuadrada y lúgubre!

El actual conde de Sutton asestó un golpe seco a su hija, furioso por su altanería, lo que la hizo trastabillar y haciendo que con gritos desesperados cayera por las escaleras.

El miedo se instaló en él, quien corrió escaleras abajo para ayudarla.

Amelie gritaba desde el suelo pidiendo ayuda al mismo tiempo que sentía su útero desgarrarse, presa del dolor.

El color carmesí cubrió sus piernas mientras ella sucumbía a la oscuridad ante el dolor insoportable de su vientre.

El color carmesí cubrió sus piernas mientras ella sucumbía a la oscuridad ante el dolor insoportable de su vientre

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