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Cuando ya habíamos embarcado todos, el bergantín Orleans empezó a descender el
río James. Pasamos por la bahía de Chesapeake y al día siguiente llegamos a la
ciudad de Norfolk. Mientras estábamos anclados, una barcaza procedente de la
ciudad se acercó a nosotros y nos dejó a cuatro esclavos más. Frederick, un chico de
dieciocho años, que ya había nacido esclavo, al igual que Henry, unos años mayor.
Ambos se habían criado en la ciudad y se habían dedicado a labores domésticas.
Maria era una chica de color bastante elegante, de modales impecables, pero
ignorante y sumamente superficial. Le gustaba la idea de ir a Nueva Orleans y tenía
una elevada y extravagante opinión de sus atractivos personales. Dijo a sus
compañeros, en tono altivo, que no tenía la menor duda de que en cuanto llegáramos
a Nueva Orleans algún soltero rico y con buen gusto la compraría.
Pero el más destacable de los cuatro era un hombre llamado Arthur. Mientras la
barcaza se acercaba, forcejeaba tenazmente con sus guardianes, que tuvieron que
emplear todas sus fuerzas para arrastrarlo al bergantín. Protestaba a gritos del trato
que estaba recibiendo y exigía que lo liberaran. Tenía la cara hinchada, llena de
heridas y moratones, y parte de ella en carne viva. Lo metieron a toda prisa en la
bodega por la escotilla. Me enteré de su historia a grandes rasgos mientras se peleaba
con sus guardianes, pero poco después me la contó con detalle, y era la siguiente:
llevaba mucho tiempo viviendo en Norfolk y era libre. Su familia vivía también en
esta ciudad, y él era albañil. Una noche en que se había retrasado, cosa poco
frecuente en él, volvía tarde a su casa, en las afueras de la ciudad, cuando en una calle
poco transitada le atacó un grupo de personas. Peleó hasta quedarse sin fuerzas. Al
final, vencido, lo amordazaron, lo ataron con cuerdas y lo golpearon hasta que perdió
el conocimiento. Durante unos días lo escondieron en el corral de esclavos de
Norfolk, al parecer un lugar muy conocido en las ciudades del sur. La noche anterior
lo habían sacado y trasladado a la barcaza, que había esperado nuestra llegada a cierta
distancia de la costa. Durante un tiempo siguió protestando y no había manera de
hacerlo callar, pero al final guardó silencio. Se quedó triste y pensativo, como si
estuviera planteándose qué hacer. En la expresión determinada de aquel hombre había
algo que sugería la desesperación Tras nuestra marcha de Norfolk nos quitaron las esposas y durante el día nos
permitían quedarnos en cubierta. El capitán eligió a Robert como su camarero, y a mí
me destinaron a supervisar el departamento de cocina y la distribución de comida y
agua. Tenía tres ayudantes: Jim, Cuffee y Jenny. Jenny se ocupaba de preparar el café,
que consistía en harina de maíz chamuscada en un bote, hervida y endulzada con
melaza. Jim y Cuffee hacían las tortitas y cocían el beicon.
De pie frente a una mesa, formada por un gran tablón apoyado en barriles, corté y
serví a cada uno un trozo de carne, una tortita de maíz y también una taza de café del
bote de Jenny. Aunque servíamos la comida en platos, los oscuros dedos sustituían a
los tenedores y los cuchillos. Jim y Cuffee eran muy prudentes y prestaban atención a
lo que hacían, porque de alguna manera se sentían halagados por su cargo de
ayudantes de cocina y sin duda consideraban que cargaban con una gran
responsabilidad. A mí me llamaban el mayordomo, nombre que me puso el capitán.
Daban de comer a los esclavos dos veces al día, a las diez de la mañana y a las
cinco de tarde, y siempre recibían el mismo tipo de comida, la misma cantidad y de la
misma manera que he descrito anteriormente. Por la noche nos metían en la bodega y
cerraban la trampilla.
Apenas habíamos dejado de avistar tierra cuando nos sorprendió una furiosa
tormenta. El bergantín se inclinaba tanto de un lado a otro que temimos que se
hundiera. Algunos se mareaban, otros se arrodillaban a rezar y otros se agarraban
entre sí, paralizados por el miedo. Los mareos convirtieron el espacio en el que
estábamos confinados en un lugar asqueroso y repugnante. A la mayoría de nosotros
nos habría gustado —y habría evitado la agonía de cientos de latigazos, y en último
término de lamentables muertes— que aquel día el compasivo mar nos hubiera
arrancado de las garras de aquellos despiadados. La idea de Randall y la pequeña
Emmy hundiéndose entre los monstruos de las profundidades marinas es una imagen
mucho más grata que pensar en ellos como están ahora, quizá llevando una vida de
trabajo duro y no remunerado.
Cuando avistamos los bancos de Bahamas, en un lugar llamado cayo Brújula o el
Agujero del Muro, la tormenta amainó durante tres días. Apenas circulaba una brizna
de aire. Las aguas del golfo ofrecían un aspecto extrañamente blanquecino, como
agua con cal.
A estas alturas de mi historia relataré algo que sucedió y que no puedo evitar
recordar con cierta sensación de arrepentimiento. Doy gracias a Dios, que me ha
permitido escapar de las cadenas de la esclavitud, porque, gracias a su misericordiosa
intercesión, evité mancharme las manos con la sangre de sus criaturas. Espero que los
que nunca han estado en circunstancias similares a las mías no me juzguen con
excesiva severidad. Mientras no los hayan encadenado y golpeado, mientras no se
encuentren en la situación en la que yo he estado, arrancado de mi casa y mi familia y arrastrado hasta una tierra de esclavos, que se abstengan de decir lo que nunca harían
por la libertad. No es necesario ahora especular hasta qué punto, tanto para Dios
como para los hombres, habría tenido razones más que justificadas. Baste con decir
que puedo felicitarme por el inofensivo final de una cuestión que durante un tiempo
amenazó con concluir con graves resultados.
Hacia la noche del primer día de calma, Arthur y yo nos sentamos a proa, junto al
molinete, y nos pusimos a charlar sobre el destino que probablemente nos esperaba y
a lamentarnos de nuestras desgracias. Arthur decía, y yo estaba de acuerdo con él,
que la muerte era mucho menos terrible que las perspectivas de vida que teníamos
ante nosotros. Hablamos mucho rato de nuestros hijos, de nuestra vida pasada y de
las posibilidades de escapar. Uno de nosotros propuso que nos apoderáramos del
bergantín. Contemplamos la posibilidad, si lo hacíamos, de llegar al puerto de Nueva
York. Yo sabía poco de brújulas, pero consideramos la idea de arriesgarnos a
intentarlo. Sopesamos los pros y los contras de enfrentarnos a la tripulación.
Hablamos una y otra vez de en quién podíamos confiar y en quién no, y de la hora y
la forma adecuadas para llevar a cabo el ataque. Empecé a albergar esperanzas en
cuanto surgió la propuesta. No dejaba de darle vueltas. Cuanto mayores eran las
dificultades, más nos aferrábamos a la idea de que podíamos conseguirlo. Mientras
los demás dormían, Arthur y yo madurábamos nuestros planes. Al final, con suma
precaución, pusimos al corriente de nuestras intenciones a Robert, que las aprobó de
inmediato y se sumó a la conspiración con gran entusiasmo. No nos atrevíamos a
confiar en ningún otro esclavo. Como han crecido entre el miedo y la ignorancia, se
rebajan ante la mirada de un blanco hasta extremos inimaginables. No era seguro
confiar tan audaz secreto a ninguno de ellos, y al final los tres decidimos asumir
nosotros solos la temeraria responsabilidad de intentarlo.
Por la noche, como he dicho, nos metían en la bodega y cerraban la trampilla. La
primera dificultad que se nos presentaba era cómo llegar a la cubierta. Sin embargo, a
proa del barco había observado una barca colocada boca abajo. Se me ocurrió que si
nos escondíamos debajo, no nos echarían en falta por la noche, cuando metieran a
todos los esclavos en la bodega. Me eligieron a mí para hacer la prueba y asegurarnos
de que era viable. Así que la noche siguiente, después de cenar, esperé una
oportunidad y corrí a meterme debajo de la barca. Pegando la cara a la cubierta veía
lo que sucedía a mi alrededor, pero nadie me veía a mí. Por la mañana, cuando los
esclavos subieron de la bodega, me deslicé de mi escondite sin que nadie se diera
cuenta. El resultado fue totalmente satisfactorio.
El capitán y el oficial dormían en el camarote del primero. Gracias a que Robert,
como camarero, tenía muchas ocasiones de ver aquella cabina, determinamos la
posición exacta de las dos literas. Nos informó, además, de que en la mesa había
siempre dos pistolas y un machete. El cocinero de la tripulación dormía en cubierta, en la cocina, una especie de vehículo sobre ruedas que podía moverse según fuera
necesario, mientras que los marineros, que eran solo seis, dormían en los camarotes
de proa o en hamacas colgadas entre las jarcias.
Terminamos por fin con los preparativos. Arthur y yo nos colaríamos sin hacer
ruido en el camarote del capitán, nos apoderaríamos de las pistolas y el machete, y
eliminaríamos lo más rápido posible tanto al capitán como al oficial. Robert se
quedaría en la puerta de la cubierta por la que había que pasar para llegar al camarote
con un palo, y, en caso de necesidad, mantendría a raya a los marineros hasta que
pudiéramos correr a ayudarlo. Entonces procederíamos como exigieran las
circunstancias. Si el ataque era tan rápido y exitoso como para que no encontráramos
resistencia, la trampilla se quedaría cerrada. En caso contrario, haríamos subir a los
esclavos, y entre la multitud, las prisas y la confusión, estábamos decididos a
recuperar la libertad o perder la vida. Yo tendría que asumir el puesto de piloto, para
el que apenas estaba preparado, virar hacia el norte y confiar en que algún viento feliz
nos llevara a la tierra de la libertad.
El oficial se llamaba Biddee, y el capitán, ahora no lo recuerdo, aunque rara vez
olvido un nombre. El capitán era bajito, elegante, muy erguido y rápido, de porte
orgulloso. Parecía la personificación del valor. Si sigue vivo y estas páginas llegan a
sus manos, se enterará de un episodio de un viaje del bergantín de Richmond a Nueva
Orleans en 1841 que no aparece en su cuaderno de bitácora.
Estábamos preparados y esperando impacientes la oportunidad de poner en
práctica nuestros planes cuando un triste e imprevisto acontecimiento los frustró.
Robert cayó enfermo. No tardaron en comunicarnos que había cogido la viruela. Se
puso cada vez peor y, cuatro días antes de que llegáramos a Nueva Orleans, murió.
Un marinero lo envolvió en su manta, con una gran piedra del lastre en los pies, lo
amarró, lo colocó en una trampilla, que elevó con jarcias por encima de la barandilla,
y lanzó el cuerpo sin vida del pobre Robert a las blanquecinas aguas del golfo.
El brote de viruela nos aterrorizó a todos. El capitán ordenó que esparcieran cal
por la bodega y que se tomaran otras precauciones. Sin embargo, la muerte de Robert
y la presencia de la enfermedad me entristecieron tanto que contemplaba la gran
extensión de agua totalmente desconsolado.
Una noche o dos después de la muerte de Robert, estaba apoyado en la escotilla,
junto a los camarotes de proa, pensando en mis cosas con gran desánimo, cuando un
marinero me preguntó en tono amable por qué estaba tan abatido. El tono y las
maneras de aquel hombre me tranquilizaron, de modo que le contesté que porque era
libre y me habían secuestrado. Me comentó que era razón suficiente para que
cualquiera se sintiera abatido y siguió preguntándome hasta ponerse al corriente de
los detalles de mi historia. Era evidente que se interesaba mucho por mí, y, con la
forma de hablar directa de un marinero, me juró que haría cuanto estuviera en su mano para ayudarme, aunque lo molieran a palos. Le pedí que me trajera una pluma,
tinta y papel para escribir a unos amigos. Me prometió conseguirlo, aunque yo me
preguntaba cómo iba a utilizarlo sin que me descubrieran. Si lograba meterme en los
camarotes de proa cuando él hubiera terminado su turno, mientras los demás
marineros dormían, quizá lo lograría. Al momento me vino a la mente la barca. El
marinero creía que estábamos cerca de Baliza, en la desembocadura del Misisipi, así
que no podía tardar en escribir la carta si no quería perder la oportunidad. Por tanto,
tal como habíamos planeado, la noche siguiente logré volver a esconderme debajo de
la barca. Su turno terminó a las doce. Lo vi entrar en los camarotes de proa, y
aproximadamente una hora después seguí sus pasos. Estaba cabeceando sobre una
mesa, medio dormido. En la mesa titilaba pálidamente una lámpara y había además
una pluma y una hoja de papel. En cuanto entré, se incorporó, me indicó con un gesto
que me sentara a su lado y señaló la hoja de papel. Dirigí la carta a Henry B. Northup,
de Sandy Hill, explicándole que me habían secuestrado, que estaba a bordo del
bergantín Orleans, rumbo a Nueva Orleans, y que me era imposible adivinar mi
destino final. Le pedí que tomara medidas para rescatarme. Sellé la carta, y Manning,
que la había leído, me prometió depositarla en la oficina de correos de Nueva
Orleans. Volví a esconderme a toda prisa debajo de la barca y, por la mañana, cuando
los esclavos habían subido a cubierta y andaban por allí, salí sin que nadie se diera
cuenta y me mezclé entre ellos.
Mi buen amigo, que se llamaba John Manning, había nacido en Inglaterra y era el
marinero más noble y generoso que ha pisado una cubierta jamás. Había vivido en
Boston. Era alto, corpulento, tenía unos veinticuatro años y la cara picada de viruelas,
aunque de expresión bondadosa.
Nada alteró la monotonía de la vida diaria hasta que llegamos a Nueva Orleans.
Al alcanzar el muelle, antes de que hubieran amarrado el barco, vi a Manning
saltando a tierra y corriendo hacia la ciudad. Mientras se ponía en camino giró la
cabeza y me lanzó una mirada cómplice para que entendiera adónde iba. Al rato
volvió y, al pasar junto a mí, me dio un ligero codazo y me guiñó un ojo, como
diciéndome que todo había ido bien.
Tiempo después me enteré de que la carta llegó a Sandy Hill. El señor Northup se
desplazó a Albany y se la mostró al gobernador Seward, pero, al no ofrecer
información definitiva sobre el lugar en el que podía estar, en aquellos momentos no
se juzgó aconsejable decretar medidas para que se me liberara. Se decidió aplazarlas
con la esperanza de recabar información sobre mi paradero.
Presencié una feliz y conmovedora escena nada más llegar al muelle. Mientras
Manning bajaba del bergantín camino a la oficina de correos, llegaron dos hombres y
llamaron a gritos a Arthur, que, al reconocerlos, se volvió loco de contento. Poco
faltó para que saltara del barco. Y, poco después, cuando se reunieron por fin, les dio un larguísimo apretón de manos. Eran de Norfolk y habían llegado a Nueva Orleans a
rescatarlo. Le informaron de que sus secuestradores habían sido arrestados y
encerrados en la cárcel de Norfolk. Hablaron un momento con el capitán y luego se
marcharon con el feliz Arthur.
Pero entre la multitud que se apiñaba en el muelle no había nadie que me
conociera y se preocupara por mí. Nadie. Ninguna voz conocida me dio la bienvenida
y no había una sola cara que hubiera visto alguna vez. Arthur no tardaría en reunirse
con su familia y en tener la satisfacción de vengarse del daño que le habían hecho,
pero ¿llegaría yo a volver a ver a mi familia? Estaba sumamente desolado,
desesperado y apesadumbrado por no haber acabado también yo, como Robert, en el
fondo del mar.
No tardaron en llegar a bordo comerciantes de esclavos y consignatarios. Uno de
ellos, un hombre alto, de rostro alargado, delgado y algo encorvado, se presentó con
un papel en la mano. Se le asignó el grupo de Burch, formado por mí mismo, Eliza y
sus hijos, Harry, Lethe y algunos otros que se unieron a nosotros en Richmond. Este
caballero era el señor Theophilus Freeman. Echó un vistazo al papel y llamó a un tal
Platt. Nadie contestó. Lo repitió varias veces, pero siguió sin recibir respuesta. Luego
llamó a Lethe, Eliza y Harry, hasta que terminó la lista, y cada uno daba un paso
adelante cuando decía su nombre.
—Capitán, ¿dónde está Platt? —preguntó Theophilus Freeman.
El capitán no supo qué decirle, puesto que nadie en el barco respondía a aquel
apellido.
—¿Quién embarcó a este negro? —volvió a preguntar al capitán señalándome a
mí.
—Burch —le contestó el capitán.
—Te apellidas Platt. Coincides con mi descripción. ¿Por qué no das un paso
adelante? —me preguntó enfadado.
Le informé de que no era ese mi apellido, que jamás me había llamado así, pero
que no habría tenido inconveniente si lo hubiera sabido.
—Bien, ya te enseñaré yo cómo te llamas —me dijo—, y así seguro que no se te
olvida, por todos los… —añadió.
El señor Theophilus Freeman, por cierto, no iba a la zaga de su socio, Burch, en
materia de blasfemias. En el barco me habían llamado «el mayordomo», y era la
primera vez que oía a alguien llamarme Platt, el apellido que Burch había dado a su
consignatario. Desde el barco veía el grupo de prisioneros encadenados trabajando en
el dique. Pasamos junto a ellos mientras nos llevaban al corral de esclavos de
Freeman, una cárcel muy similar a la de Goodin, en Richmond, salvo que el patio no
estaba rodeado de un muro de ladrillos, sino de tablones en posición vertical y con el
extremo puntiagudo.
En aquella cárcel había como mínimo cincuenta esclavos, incluyéndonos a
nosotros. Dejamos las mantas en una caseta del patio, nos llamaron para comer y nos
permitieron pasear por el cercado hasta la noche, momento en que nos envolvimos en
las mantas y nos tumbamos bajo el cobertizo, o en el altillo, o el patio, como cada
uno prefiriera.
Aquella noche apenas pegué ojo. No dejaba de pensar. ¿Era posible que estuviera
a miles de millas de mi casa, que me hubieran llevado por las calles como a un
estúpido animal, que me hubieran encadenado y pegado sin piedad, que incluso
formara parte de una manada de esclavos? ¿Era de verdad real lo acontecido aquellas
últimas semanas? ¿O sencillamente estaba pasando por las lúgubres fases de un largo
sueño sin fin? No era una ilusión. Mi vaso de dolor estaba a punto de derramarse.
Entonces alcé las manos hacia Dios y, en la penumbra de la noche, rodeado de mis
compañeros, que dormían, pedí piedad para el pobre y abandonado cautivo. Al Padre
Todopoderoso de todos nosotros —los libres y los esclavos— le vertí las súplicas de
un espíritu destrozado y le imploré fuerzas para sobrellevar la carga de mis problemas
hasta que la luz de la mañana despertó a los que dormían y trajo consigo otro día de
esclavitud.

12 años de esclavitud Donde viven las historias. Descúbrelo ahora