XIII

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A mi llegada a la plantación del amo Epps, obedeciendo sus órdenes, la primera tarea
que me encomendó fue la de fabricar la empuñadura de un hacha. Las empuñaduras
que suelen hacerse son un palo recto y redondo. Yo, sin embargo, hice una encorvada,
como las que había visto en el norte. Cuando la terminé y se la enseñé a Epps, la miró
sorprendido, incapaz de determinar qué era exactamente. Jamás había visto una
empuñadura con aquella forma y, cuando le expliqué su utilidad, se quedó muy
impresionado por lo novedosa que resultaba la idea. La guardó en su casa durante
mucho tiempo y, cuando sus amigos iban de visita, se la mostraba como si fuera una
curiosidad.
Era la época de la escarda. Primero me enviaron al campo de maíz y luego a
limpiar el algodón. Estuve haciendo aquel trabajo hasta que la escarda casi se había
terminado, momento en que empecé a padecer los síntomas de una enfermedad
inminente. Comencé a notar escalofríos, seguidos de una fiebre muy alta. Me sentía
tan débil, tan consumido y a menudo tan mareado que andaba y me tambaleaba como
un borracho. No obstante, me obligaban a mantener el ritmo de la cuadrilla. Y si ya
me resultaba difícil cuando estaba sano, enfermo me era del todo imposible. Con
frecuencia me quedaba rezagado, pero los latigazos que me propinaba el capataz en la
espalda infundían temporalmente un poco de energía en mi enfermizo y encorvado
cuerpo. Continué enfermando hasta que al final el látigo perdió por completo su
eficacia. El agudo escozor del cuero ya no me estimulaba. Finalmente, en septiembre,
cuando estaba a punto de comenzar la ardua época de la recogida de algodón, me
sentí incapaz de salir de la cabaña. Hasta aquel momento no me habían dado ningún
medicamento, ni había recibido la más mínima atención por parte del amo o de la
señora. Al estar demasiado débil para valerme por mí mismo, la vieja cocinera me
visitaba de vez en cuando, me preparaba café de maíz y a veces me hervía un poco de
beicon.
Cuando empezaron a correr los rumores de que moriría, el amo Epps, incapaz de soportar la pérdida de un animal valorado en mil dólares, decidió acarrear con los
gastos que suponía enviarme a Holmesville para que me visitara el doctor Wines.
Este le dijo que eran los efectos del clima, y que cabía la posibilidad de que me
perdiera. Me aconsejó que no comiera carne, y que me alimentara solo con lo
imprescindible para mantenerme vivo. Transcurrieron varias semanas, durante las
cuales, gracias a la escasa dieta a la que estaba sometido, me recuperé un poco. Una
mañana, mucho antes de estar aún en condiciones de trabajar, apareció Epps en la
puerta de la cabaña y, dándome un saco, me ordenó que me dirigiera al campo de
algodón. En aquella época no tenía ninguna experiencia en aquella labor, y me
pareció un trabajo realmente difícil. Mientras que los demás utilizaban ambas manos,
cogiendo el algodón y depositándolo en la boca del saco con una destreza y una
precisión que me resultaban incomprensibles, yo tenía que coger la cápsula con una
mano y con la otra tirar con fuerza de la flor blanca.
Además, meter el algodón en el saco me resultaba tan difícil que tenía que utilizar
las manos y la vista. Me veía obligado a recogerlo del lugar donde había caído casi
con tanta frecuencia como del tallo donde había crecido. Al arrastrar el largo y
engorroso saco, balanceándose de un lado a otro de forma inapropiada, causaba
también destrozos en las ramas, cargadas aún con el cáliz sin romper. Tras un largo
día de trabajo llegué a la desmotadora con mi carga. Cuando la balanza determinó
que solo había recogido unos cuarenta kilos, ni la mitad de lo que se le exigía al
recogedor más inexperto, Epps me amenazó con azotarme severamente, pero como
era un «novato» decidió perdonarme en aquella ocasión. Al día siguiente, y durante
otros muchos, regresaba por la noche con el mismo resultado, pues a todas luces yo
no estaba hecho para aquel trabajo. No tenía las cualidades necesarias, ni los dedos
diestros, ni la habilidad de Patsey, que recorría a toda prisa las hileras de algodón
arrancando las inmaculadas y suaves borlas blancas con una rapidez increíble. La
práctica y los latigazos no surtían ningún efecto, y Epps, dándose por vencido al final,
me dijo que era tan inútil que no merecía que se me tratase como a un «negro»
recolector de algodón, que no recogía ni la suficiente cantidad como para que
mereciese la pena pesarla, y que ya no iría nunca más al campo de algodón. Me
pusieron a cortar y apilar leña, a transportar el algodón desde el campo hasta la
desmotadora, así como a hacer cualquier tipo de trabajo que me pidiesen. No hace
falta decir que no me permitían ni un instante de reposo.
Raro era el día en que no se infligía uno o dos castigos a base de latigazos. Solían
tener lugar en el momento en que se pesaba el algodón. Al delincuente cuya carga se
quedaba corta, lo sacaban, lo desnudaban, le obligaban a echarse en el suelo boca
abajo y lo castigaban de acuerdo con su delito. A decir verdad, en la plantación de
Epps, casi todos los días durante la época de la recogida del algodón, se oían los
restallidos del látigo y los gritos de los esclavos desde que se ponía el sol hasta la hora de acostarse.
El número de latigazos dependía de la gravedad de la falta. Veinticinco se
consideraba una simple caricia, un castigo que se aplicaba, por ejemplo, cuando se
encontraba una hoja seca o un cáliz en el algodón, o cuando se rompía una rama en el
campo; cincuenta era el castigo más habitual cuando se infringía una norma más
grave; cien se consideraba un castigo severo, y se infligía por un delito grave, como
holgazanear en el campo; de ciento cincuenta a doscientos latigazos se daban a
aquellos que se peleaban con sus compañeros de cabaña, y quinientos se propinaban,
aparte de las mordeduras de los perros, a los pobres y desagradecidos fugitivos, los
cuales sufrían semanas de dolor y agonía.
Durante los dos años que Epps estuvo en la plantación de Bayou Huff Power,
tenía la costumbre, al menos una vez cada dos semanas, de regresar completamente
ebrio de Holmesville. Las competiciones de tiro terminaban de manera casi invariable
en una orgía. En tales ocasiones regresaba enfurecido y medio loco, y con frecuencia
rompía los platos, las sillas y todo el mobiliario que se encontraba a su paso. Cuando
ya se había desahogado en la casa, cogía el látigo y salía al campo. Entonces los
esclavos debían tener mucho cuidado y ser sumamente cautelosos, porque se ponía a
repartir latigazos al primero que se encontrara. A veces se pasaba horas enteras
haciéndoles correr en todas direcciones, ocultándose en las esquinas de las cabañas.
En ocasiones sorprendía a alguno que se había descuidado, y si le propinaba un golpe
de lleno, se alegraba enormemente. Los niños más pequeños, y los más ancianos que
ya no trabajaban, solían ser quienes sufrían sus castigos. En medio de la confusión se
ocultaba astutamente detrás de una cabaña con el látigo levantado para golpear al
primer negro que se asomara con cautela por la esquina.
Otras veces regresaba a casa de un humor menos brutal y le gustaba organizar una
fiesta. Entonces todos debíamos movernos al ritmo de alguna canción. Le gustaba
deleitarse con la música del violín, y eso hacía que se convirtiera en una persona ágil,
elástica y alegre a la que le gustaba «bailar al son de la música», alrededor de la
explanada y dentro de la casa.
Cuando me vendieron, Tibeats, al cual se lo había comentado Ford, le dijo que yo
sabía tocar el violín. Por capricho e insistencia de la señora Epps, su marido se vio
obligado a comprarme durante una de sus visitas a Nueva Orleans, y frecuentemente
me hacían ir a la casa para que tocara delante de la familia, ya que a la señora le
apasionaba la música.
Siempre que Epps regresaba alegre y le apetecía bailar, nos reunía a todos en un
enorme salón de la casa grande y, sin importarle lo cansados y abatidos que
pudiéramos estar, nos hacía bailar. Una vez sentado debidamente en el suelo, tocaba
una canción mientras Epps gritaba:
—¡Bailad, negros, bailad! Entonces no nos dejaba ni un momento de respiro, ni ejecutar movimientos
lánguidos o lentos; todo debía ser rápido, alegre y enérgico.
—Venga, vamos, arriba y abajo, de puntillas y de tacón —nos decía.
El corpulento Epps se mezclaba con sus esclavos de piel oscura y se movía
rápidamente entre todos los que participaban en el baile.
Solía llevar el látigo en la mano, preparado para darle un golpe en las orejas a
cualquier esclavo presuntuoso que se atreviese a descansar un momento, aunque solo
fuese para recuperar el aliento. Cuando era él quien estaba exhausto, hacía un
pequeño intervalo, pero muy breve. Blandiendo el látigo y haciéndolo restallar, volvía
a gritar:
—¡Bailad, negros, bailad!
Estos obedecían una vez más, a trancas y barrancas, mientras yo, estimulado por
el agudo dolor de un latigazo y sentado en un rincón, hacía sonar el violín e
interpretaba alguna canción alegre y movida. El ama solía reprenderle a menudo, y le
amenazaba con regresar de nuevo a casa de su padre en Cheneyville, aunque también
había ocasiones en que no podía reprimir una carcajada al ver sus divertidas
travesuras. Con frecuencia nos hacía quedarnos hasta bien entrada la madrugada.
Extenuados por el excesivo trabajo, disfrutando de tan poco descanso que a veces
deseábamos tirarnos al suelo y echarnos a llorar, hubo muchas noches en que sus
desdichados esclavos tuvimos que pasar la noche entera bailando y riendo en casa de
Epps.
A pesar de las penurias que pasábamos para satisfacer los caprichos de un amo
desconsiderado, al día siguiente, nada más salir el sol, teníamos que estar en el campo
para desempeñar nuestro trabajo cotidiano. La falta de sueño no nos servía de excusa
para justificar que hubiéramos recogido menos cosecha, ni para escardar con menos
celeridad. Los castigos eran tan severos como cuando íbamos al campo, fortalecidos
y rejuvenecidos por una noche de reposo. De hecho, después de aquellas juergas,
siempre se comportaba de forma más estricta y cruel, castigándonos por la más
mínima causa y utilizando el látigo con mayor frecuencia y saña.
Durante diez años trabajé incansablemente para aquel hombre sin recibir la más
mínima recompensa. Diez años de mi arduo trabajo sirvieron para que él acumulara
más riqueza. Durante diez años estuve obligado a mirarle con la cabeza gacha y el
sombrero en la mano, a hablarle y tratarle de la misma forma que un esclavo, por eso
no creo deberle nada, salvo muchos e inmerecidos abusos y azotes.
Ahora que estoy fuera del alcance de su cruel látigo, y de nuevo en el estado libre
donde nací, gracias a Dios puedo andar con la cabeza bien alta entre la gente y puedo
hablar abiertamente de las injusticias que padecí y de aquellos que las infligieron. Sin
embargo, al mencionarlo a él o a cualquier otro, no me mueve nada más que el deseo
de decir la verdad sin reservas. Con todo, hablar sinceramente de Edwin Epps supone decir que es un hombre que carece por completo de bondad y justicia, una persona
que destaca por un carácter grosero y tosco, unido a una mente analfabeta y un
espíritu avaricioso. Se le conoce con el apodo del Domador de Negros, por su
capacidad de someter la voluntad de los esclavos, algo de lo que se enorgullece como
un jinete alardea de sus destrezas para domar un caballo salvaje. No considera a los
hombres de color seres humanos responsables ante el Creador por las pequeñas
cualidades que este les ha concedido, sino «objetos personales», una propiedad
viviente que no se diferencia en absoluto, salvo por su valor, de una mula o un perro.
Cuando le presentaron pruebas claras e indiscutibles de que yo era un hombre libre,
con tanto derecho a mi libertad como él, y cuando le dijeron, el día que me fui, que
yo tenía una esposa e hijos a los que amaba tanto como él a los suyos, se sintió
indignado y maldijo la ley que lo obligaba a desprenderse de mí. Amenazó con
encontrar al hombre que había escrito la carta que revelaba el lugar de mi cautiverio,
así como utilizar toda su influencia y su dinero para arrebatarle la vida. No pensó en
otra cosa salvo en su pérdida, y me maldijo por haber nacido libre. Edwin Epps era
un hombre tan duro y cruel que podía permanecer impasible viendo cómo les
arrancaban la lengua a sus pobres esclavos, cómo ardían a fuego lento, o cómo
morían en las fauces de sus perros si eso le proporcionaba algún beneficio.
Solo había una persona más despiadada que él en Bayou Boeuf. La plantación de
Jim Burns, como ya he mencionado, la cultivaban exclusivamente mujeres. Aquel
hombre salvaje les propinaba tantos latigazos que eran incapaces de realizar el trabajo
cotidiano que les exigía como esclavas. Alardeaba de su crueldad, y en todo el país se
hablaba de que había un hombre aún más estricto que el mismo Epps. Jim Burns era
tan inhumano que no tenía ni la más mínima compasión por las personas que estaban
a su cargo y, como un loco, las azotaba hasta arrebatarles la fuerza que necesitaba
para obtener sus ganancias.
Epps permaneció en Huff Power durante dos años, hasta que consiguió el
suficiente dinero para adquirir la plantación situada en la orilla este de Bayou Boeuf,
donde aún reside. Tomó posesión de ella en 1845, tras las vacaciones. Se llevó con él
a nueve esclavos, los cuales, salvo Susan, que falleció, y yo, aún continúan a su
servicio. No adquirió ningún otro esclavo, y durante ocho años las personas que voy a
enumerar fueron mis compañeros en su plantación: Abram, Wiley, Phebe, Bob,
Henry, Edward y Patsey. Todos, salvo Edward, que nació allí, los compró en lote
durante el tiempo que fue supervisor de Archy B. Williams, cuya plantación está
situada a orillas del Río Rojo, cerca de Alexandria.
Abram es tan alto que le sacaba una cabeza a cualquier hombre. Tiene sesenta
años y nació en Tennessee. Hace veinte años, lo compró un comerciante que lo llevó
a Carolina del Sur y lo vendió a James Buford, del condado de Williamsburgh, en el
mismo estado. Durante su juventud era famoso por su fuerza, pero la edad y el constante trabajo han mermado su fuerte constitución y sus facultades mentales.
Wiley tiene cuarenta y ocho años. Nació en la plantación de William Tassle y
durante muchos años estuvo a cargo del ferry de aquel señor que cruza el río Big
Black, en Carolina del Sur.
Phebe era una esclava de Buford, vecino de Tassle, la cual, al estar casada con
Wiley, lo compró por insistencia suya. Buford era un amo afable, sheriff del condado,
y, en aquellos tiempos, un hombre rico.
Bob y Henry son hijos de Phebe y de un marido anterior, quien los abandonó y
dejó que Wiley ocupase su lugar. Ese joven seductor manifestó sus sentimientos a
Phebe, y la esposa infiel echó amablemente a su primer marido del dormitorio.
Edward era hijo de ambos y nació en Bayou Huff Power.
Patsey tiene veintitrés años, y también pertenecía a la plantación de Buford. No
tiene ni el más mínimo parentesco con los demás, pero se enorgullece de ser
descendiente de un negro de Guinea que fue llevado a Cuba en un barco de esclavos
y posteriormente transferido a Buford, que era el amo de su madre.
Esta es la descripción genealógica de los esclavos de mi amo, tal y como me la
contaron ellos. Durante años habían estado juntos y, con frecuencia, mencionaban los
recuerdos de otros tiempos, y suspiraban anhelando poder regresar a su antiguo hogar
en Carolina. Las dificultades económicas que acuciaron al amo Buford repercutieron
gravemente en ellos. Buford se endeudó e, incapaz de hacer frente a sus problemas
económicos, se vio obligado a venderlos, junto con otros esclavos. Encadenados
como prisioneros, fueron llevados desde el otro lado del Misisipi hasta la plantación
de Archy B. Williams. Edwin Epps, que durante mucho tiempo había sido su capataz
y supervisor, estaba a punto de establecerse por su cuenta cuando ellos llegaron, y los
aceptó como pago por su salario.
El viejo Abram era un hombre bondadoso, una especie de patriarca entre
nosotros, una persona a la que le gustaba entretener a su joven prole con profundos y
serios discursos. Era un hombre muy versado en la filosofía que se enseña en las
cabañas de los esclavos, aunque su mayor entretenimiento era hablar del general
Jackson, con el cual su joven amo de Tennessee había estado en la guerra. Le
encantaba echar a volar su imaginación y regresar al lugar donde había nacido,
rememorar su juventud durante aquella época convulsa en que el país estuvo en
guerra. Había sido una persona atlética, más inteligente y vivaz que la mayoría de los
de su raza, pero su vista se había debilitado, al igual que su fuerza natural. De hecho,
mientras hablaba sobre la mejor forma de preparar una arepa, o cuando se explayaba
acerca de las hazañas de Jackson, se olvidaba a menudo de dónde había dejado el
sombrero, la azada o la cesta; si Epps estaba ausente, nos reíamos de él, pero si estaba
presente recibía un latigazo. Continuamente se quedaba perplejo y suspiraba al pensar
que se estaba haciendo viejo y estaba perdiendo facultades. La filosofía, Jackson y la mala memoria hicieron mella en él, y resultaba obvio que aquella combinación estaba
acelerando su vejez.
La tía Phebe había sido una excelente recolectora, pero posteriormente la
trasladaron a la cocina, donde permanecía siempre, salvo en los momentos en que se
necesitaba con urgencia su ayuda. Era una mujer astuta y, cuando el amo o el ama no
estaban presentes, extremadamente charlatana.
Wiley, por el contrario, era muy callado. Realizaba sus tareas sin pronunciar
palabra ni queja alguna, jamás se permitía el lujo de hablar, salvo para decir que ojalá
pudiera librarse de Epps y regresar de nuevo a Carolina del Sur.
Bob y Henry han cumplido veinte y veintitrés años respectivamente, pero no han
destacado por nada fuera de lo corriente, mientras que a Edward, que solo tiene trece,
al no ser capaz aún de mantener el ritmo en el campo de maíz, lo trasladaron a la casa
grande para que cuidase de los hijos de Epps.
Patsey era una mujer delgada y de buena figura. Siempre caminaba sumamente
erguida. Se movía con una altanería que ni el trabajo, el cansancio o el castigo podían
alterar. Era una mujer maravillosa y, si el cautiverio no hubiera envuelto su
inteligencia en una perpetua y completa oscuridad, habría sido una líder de su raza.
Podía saltar los muros más altos y corría tan rápido que nadie podía vencerla en una
carrera. Tampoco había caballo capaz de derribarla de su montura, y conducía de
maravilla las carretas. Era la mejor manejando la azada, y no había quien la ganase
levantando vallas. Cuando se oía la señal de alto por la noche, ella ya había guardado
las mulas en el establo, les había quitado los arneses, les había dado de comer y las
había almohazado antes de que el tío Abram hubiera encontrado su sombrero. Sin
embargo, por lo que más destacaba no era por nada de eso, sino por sus dedos, que se
movían a tal velocidad que durante la recogida de algodón era la reina del campo.
Tenía un carácter agradable y jovial, y era leal y obediente. Por naturaleza era una
mujer alegre y desenfadada que disfrutaba con la mera existencia. Sin embargo,
Patsey lloraba con más frecuencia y sufría más que todos los demás, ya que,
literalmente, había sido excoriada. Su espalda estaba marcada por miles de latigazos,
y no porque fuera negligente con su trabajo, ni porque tuviese un espíritu rebelde,
sino porque era la esclava de un amo licencioso y una ama celosa. Ella atraía la
lujuriosa atención del primero y corría el peligro de perder la vida en manos de la
segunda, y ambos la trataban de forma execrable. Muchos días, en la casa grande, se
oían gritos y palabras malsonantes, mohines y distanciamiento, provocados por ella
de forma inocente. No había nada que deleitase más al ama que verla sufrir, y, en más
de una ocasión, cuando Epps se negaba a venderla, el ama intentó sobornarme para
que la matase en secreto y enterrase su cuerpo en algún lugar alejado, a la orilla de
los pantanos. Si hubiera podido, Patsey habría sosegado de buena gana aquel
implacable espíritu, pero no como Joseph
[5]
, y habría escapado del amo Epps, dejando su ropa en sus manos. Patsey recibía golpes de todos lados. Si se oponía a la
voluntad del amo, este le propinaba un latigazo de inmediato para hacerla obedecer;
si no estaba atenta cuando estaba en la cabaña, o cuando caminaba por el patio, un
leño o una botella rota arrojada por el ama le golpeaban inesperadamente la cara. Al
ser víctima de la lujuria y el odio, no tenía ni un momento de sosiego en su vida.
Esos eran mis compañeros y amigos de esclavitud, con los cuales solía ir al
campo y con quienes compartí alojamiento diez años en las cabañas de Edwin Epps.
Si siguen vivos, aún trabajarán a orillas de Bayou Boeuf sin poder respirar ni
disfrutar, como yo ahora, de la preciada libertad, ni despojarse de los pesados grilletes
que los encadenarán hasta que yazcan en la tierra para siempre.

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⏰ Última actualización: Dec 12, 2018 ⏰

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