VIII

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Desgraciadamente, William Ford se vio en dificultades a causa de asuntos
pecuniarios. Se entabló un grave juicio en su contra por haber avalado a su hermano,
Franklin Ford, que residía junto al Río Rojo, en la susodicha Alexandria, y que había
pasado por alto hacerse cargo de sus deudas. Asimismo, le debía a John M. Tibeats
una considerable cantidad como contraprestación por sus servicios en la construcción
de los aserraderos de Indian Creek, y también de un telar, un molino de maíz y otras
edificaciones en la plantación de Bayou Boeuf, todavía sin terminar. Por tanto, era
necesario, con el fin de cumplir con esos requerimientos, deshacerse de dieciocho
esclavos, entre ellos yo. Diecisiete de ellos, Sam y Harry incluidos, fueron adquiridos
por Peter Compton, el dueño de una plantación que también estaba a orillas del Río
Rojo.
A mí me vendieron a Tibeats, como consecuencia, sin duda, de mi insignificante
pericia como carpintero. Sucedió durante el invierno de 1842. La escritura de venta
de Freeman a Ford, como constaté en el registro público de Nueva Orleans a mi
regreso, llevaba fecha del 23 de junio de 1841. En el momento de mi venta a Tibeats,
como el precio acordado por mi traspaso era más de lo adeudado, Ford le concedió
una hipoteca mobiliaria de cuatrocientos dólares sobre mí. Le estaré agradecido de
por vida, como se verá más adelante, por aquella hipoteca.
Me despedí de mis buenos amigos del claro, y me marché con mi nuevo amo,
Tibeats. Fuimos a la plantación de Bayou Boeuf, a veintisiete millas de distancia de
Pine Woods, para completar lo que restaba del contrato. Bayou Boeuf es una
corriente morosa y llena de meandros, una de esas masas de agua estancadas
comunes en aquella región, un brazo del Río Rojo. Se extiende desde un punto no
lejano de Alexandria, en dirección sudeste, y si se sigue su tortuoso curso, tiene más
de cincuenta millas de longitud. Vastas plantaciones de algodón y de azúcar bordean
la orilla y llegan hasta los límites de interminables ciénagas. Está repleto de
caimanes, que lo hacen peligroso para los cerdos y los niños esclavos imprudentes
que se pasean por sus riberas. En un recodo de aquel brazo de río, a corta distancia de
Cheneyville, estaba situada la plantación de la señora Ford; su hermano, Peter Tanner, un gran terrateniente, vivía en la otra orilla.
A mi llegada a Bayou Boeuf, tuve el placer de encontrarme con Eliza, a quien no
había visto desde hacía varios meses. No había contentado a la señora Ford, pues
estaba más atareada en rumiar sus penas que en atender sus tareas, y, como resultado,
la había mandado a trabajar al campo de la plantación. Se había quedado flaca y
estaba demacrada, y seguía lamentándose por sus niños. Me preguntó si me había
olvidado de ellos y me preguntó muchísimas veces si todavía me acordaba de lo
bonita que era la pequeña Emily, de lo mucho que la quería Randall, y se preguntaba
si todavía seguirían vivos, y dónde estarían sus polluelos. Había sucumbido al peso
de una pena desmesurada. Su figura encorvada y sus mejillas hundidas indicaban con
total claridad que se había acercado al final de su fatigoso camino.
El capataz de Ford en aquella plantación, y quien estaba en exclusiva al cargo de
ella, era un tal señor Chapin, un hombre cordial y oriundo de Pennsylvania. Al igual
que otros, tenía a Tibeats en poca estima, hecho por el cual, sumado a la hipoteca de
cuatrocientos dólares, me sonrió la fortuna.
Me veía obligado a trabajar muy duro. Desde primera hora del alba hasta bien
entrada la noche, no se me permitía ni un momento de ocio. A pesar de ello, Tibeats
nunca quedaba satisfecho. Se pasaba el día maldiciendo y quejándose. Nunca me
decía ni una palabra amable. Yo era un esclavo fiel y le aportaba grandes beneficios
cada día, y, sin embargo, llegaba a mi cabaña a última hora de la noche harto de
insultos y de epítetos hirientes.
Había terminado el molino para el maíz, la cocina y otras construcciones, y
estábamos trabajando en el taller para tejer, cuando fui culpable de un acto que en
aquel estado se castiga con la muerte. Fue mi primera pelea con Tibeats. El telar que
estábamos fabricando se encontraba en un huerto a pocas yardas de la residencia de
Chapin, o la «casa grande», como se la conocía. Una noche, después de haber
trabajado hasta que ya no quedaba luz para ver, Tibeats me ordenó que me levantara
muy temprano por la mañana, le pidiera a Chapin un barril de clavos, y comenzara a
poner las tablillas. Me fui a acostar a la cabaña muerto de cansancio, y, tras haberme
cocinado una cena a base de beicon y una tortita de maíz, y haber conversado un rato
con Eliza, que utilizaba la misma cabaña, al igual que Lawson y su esposa, Mary, y
un esclavo llamado Bristol, me eché en el suelo, haciéndome una ligera idea de las
penalidades que me esperaban al día siguiente. Antes de que saliera el sol, estaba en
el porche de la casa grande, esperando a que apareciera el capataz Chapin. Haberle
sacado del sueño y haberle expuesto mi encargo hubiese sido de una temeridad
inadmisible. Por fin salió. Quitándome el sombrero, le informé de que el amo Tibeats
me había indicado que le solicitara un barril de clavos. Entramos en la despensa, de
donde sacó rodando uno, mientras me decía que, si Tibeats prefería otro tamaño,
trataría de proporcionárselos, pero que podía utilizar aquellos hasta que indicase otra cosa. Luego, tras montarse en su caballo, que estaba ensillado y embridado en la
puerta, se alejó hacia el campo, donde ya se encontraban los esclavos, mientras yo me
ponía el barril en el hombro, y, ya junto al telar, me entregué a la labor, y empecé a
clavar las tablillas.
Cuando comenzó a despuntar el día, Tibeats salió de la casa hacia donde me
encontraba trabajando duro. Aquella mañana parecía aún más arisco y desagradable
que de costumbre. Era mi amo, por ley, tenía poder sobre mi carne y mi sangre, y
podía ejercer sobre mí un control tan tiránico como su perversa naturaleza le
sugiriese; pero no había ninguna ley que pudiera evitar que lo mirase con absoluto
desdén. Despreciaba tanto su actitud como su intelecto. Yo acababa de volver al barril
para coger otra provisión de clavos cuando él llegó al telar.
—Creía que te había dicho que empezaras a poner las alfarjías esta mañana —
comentó.
—Sí, amo, estoy en ello —le repliqué.
—¿Dónde? —preguntó.
—Por el otro lado —fue mi respuesta.
Fue andando hasta el otro lado e inspeccionó mi trabajo durante algún tiempo
mientras refunfuñaba y lo criticaba entre dientes.
—¿No te dije ayer por la noche que le cogieras a Chapin un barril de clavos? —
empezó otra vez.
—Sí, amo, y así lo he hecho, y el capataz me ha dicho que le conseguiría otro
tamaño si usted quería cuando volviese del campo.
Tibeats caminó hasta el barril, miró un momento su contenido, y luego le pegó
una violenta patada. Acercándose a mí muy acalorado, exclamó:
—¡Condenado negro! No sabes hacer nada, ¿o qué?
Respondí así:
—He intentado hacerlo como me dijo, amo. No pretendía hacer nada malo. El
capataz me ha dicho…
Pero me interrumpió con un torrente tal de insultos que no pude terminar la frase.
Al final, corrió hacia la casa y, al llegar al porche, descolgó uno de los látigos del
capataz. Este tenía un mango de madera, trenzado de cuero, y el extremo más grueso.
La cuerda tenía tres pies de largo, aproximadamente, y estaba hecha con ramales de
cuero sin curtir.
Al principio estaba algo asustado, y mi primer instinto fue correr. No había nadie
más cerca salvo Rachel, la cocinera, y la mujer de Chapin, pero no se veía a ninguna
de ellas por allí. Los demás estaban en el campo. Sabía que trataría de azotarme y era
la primera vez que alguien lo intentaba desde mi llegada a Avoyelles. Sentía, además,
que me había comportado fielmente, que no había hecho nada malo, y que me
merecía un elogio en lugar de un castigo. Mi miedo se convirtió en ira y, antes de que llegara a mí, había tomado la firme decisión de no dejarme azotar, ya fuera el
resultado vivir o morir.
Enroscándose el látigo en la mano, y sujetándolo por el extremo pequeño del
mango, se me aproximó y, con una mirada siniestra, me ordenó que me desnudara.
—Amo Tibeats —le dije mirándole insolentemente a la cara—, no voy a hacerlo.
Estaba a punto de decir algo más para justificarme, pero, absorto en su represalia,
se abalanzó sobre mí agarrándome por la garganta con una mano, levantando el látigo
con la otra, dispuesto a golpearme. No obstante, antes de que asestara el golpe, yo lo
había agarrado por el cuello del abrigo, y lo había arrimado contra mí. Agachándome,
lo agarré por el tobillo y, empujándolo con la otra mano, lo tiré al suelo. Le rodeé la
pierna con un brazo y la sujeté contra mi pecho, de modo que solo su cabeza y sus
hombros tocaban el suelo, y luego le puse el pie encima del cuello. Estaba
completamente en mi poder. Se me encendió la sangre. Parecía correrme por las
venas como si fuera fuego. En el paroxismo de mi locura, le arrebaté el látigo de la
mano. Él forcejeaba con todas sus fuerzas, juraba que no viviría para ver otro día y
que me arrancaría el corazón, pero sus forcejeos y sus amenazas parecían inútiles. No
puedo decir cuántas veces lo golpeé. Recibía un azote tras otro mientras se retorcía.
Chilló mucho, poniendo el grito en el cielo, y, al final, el impío tirano suplicó la
misericordia divina, pero él, que jamás había mostrado piedad alguna, tampoco la
recibió. El mango rígido del látigo se dobló sobre su cuerpo rastrero hasta que me
dolió el brazo derecho.
Hasta aquel momento había estado demasiado ocupado para mirar a mi alrededor.
Cuando me detuve un momento, vi a la señora Chapin mirando desde la ventana, y a
Rachel de pie en la puerta de la cocina. Sus ademanes manifestaban una agitación y
una inquietud extremas. Sus gritos habían llegado hasta el campo de labranza. Chapin
cabalgaba tan rápido como podía. Le propiné un par de golpes más, luego le aparté de
mí de una patada tan bien dada que echó a rodar por el suelo.
Poniéndose en pie y sacudiéndose el polvo del pelo, se me quedó mirando, pálido
de rabia. Nos miramos fijamente el uno al otro en silencio. No se dijo una palabra
hasta que Chapin llegó galopando hasta nosotros.
—¿Qué pasa aquí? —gritó.
—El amo Tibeats quiere azotarme por utilizar los clavos que me ha dado —le
respondí.
—¿Qué pasa con los clavos? —preguntó, volviéndose hacia Tibeats.
Tibeats le contestó que eran demasiado grandes, sin hacer demasiado caso a la
pregunta de Chapin, ya que seguía clavando sus ojos de serpiente en mí con malas
intenciones.
—Yo soy el capataz aquí —empezó a decir Chapin—, le he dicho a Platt que los
cogiera y se sirviera de ellos, y que, si no eran del tamaño adecuado, le conseguiría otros al volver del campo. No es su culpa. Además, les proporcionaré los clavos que
se me antojen. Espero que sea consciente de ello, señor Tibeats.
Tibeats no respondió palabra, sino que, apretando los dientes y agitando el puño,
juró que se las pagaría y que aquello no había hecho más que empezar. Acto seguido,
dio media vuelta y se marchó, seguido por el capataz, y entró en la casa, mientras este
último le hablaba en tono contenido y con gesto grave.
Me quedé donde estada, porque dudaba si era mejor huir o aceptar las
consecuencias, cualesquiera que estas fueran. Al poco tiempo, Tibeats salió de la casa
y, ensillando su caballo, la única propiedad que poseía aparte de mí, se marchó por la
carretera de Cheneyville.
Cuando se fue, salió Chapin, a todas luces alterado, diciéndome que no me
moviera ni tratara de abandonar la plantación bajo ningún concepto. Entonces se
dirigió a la cocina y, tras llamar a Rachel para que saliera, estuvo conversando un rato
con ella. Se me acercó otra vez, me volvió a conminar con gran seriedad que no
escapara y me dijo que mi amo era un granuja, que no se había marchado con buenas
intenciones, y que quizá hubiese problemas antes del anochecer, pero que, pasara lo
que pasara, insistió, no debía moverme.
Mientras estuve allí, me abrumó un sentimiento de inenarrable angustia. Era
consciente de que me había expuesto a un castigo inimaginable. La reacción que
siguió a mi excesivo arrebato de cólera me produjo una dolorosa sensación de
arrepentimiento. Siendo un esclavo indefenso y sin amigos, ¿qué podía hacer, qué
podía decir para justificar, ni remotamente, el acto cruel que había cometido, el de
indignarme ante los ultrajes e insultos de un hombre blanco? Intenté rezar, intenté
rogar a mi Padre en el Cielo que me diese fuerzas en mi penoso aprieto, pero el
desasosiego me trababa las palabras, y solo pude dejar caer la cabeza entre las manos
y llorar. Durante al menos una hora, me quedé de esa manera, encontrando alivio
únicamente en las lágrimas. Al alzar la mirada, vi a Tibeats, acompañado de dos
jinetes, que recorrían la orilla del río. Entraron cabalgando en el patio, saltaron de los
caballos y se me acercaron con grandes látigos. Uno de ellos llevaba un rollo de
cuerda.
—Cruza las manos —me ordenó Tibeats, añadiendo una blasfemia tan
escalofriante que no sería decoroso repetirla.
—No hace falta que me ate, amo Tibeats, estoy dispuesto a ir donde usted diga —
le contesté.
Entonces, uno de sus compañeros dio un paso adelante, al tiempo que juraba que,
si oponía la más mínima resistencia, me abriría la cabeza, me arrancaría uno a uno los
miembros, me cortaría mi negra garganta, y dio rienda suelta a otras expresiones
similares. Como reparé en que toda insistencia sería completamente inútil, crucé las
manos, sometiéndome con humildad a cualquier exigencia que me hicieran. Al instante, Tibeats me ató las muñecas, tirando de la soga alrededor de ellas con todas
sus fuerzas. Luego hizo lo mismo con los tobillos. Entretanto, los otros dos me habían
pasado una cuerda por los codos y después me la habían cruzado por la espalda y
atado con firmeza. Era absolutamente imposible mover ni un pie ni una mano. Con
un trozo de cuerda que quedaba, Tibeats hizo un torpe lazo y me lo puso alrededor
del cuello.
—Bueno, entonces —preguntó uno de los compañeros de Tibeats—, ¿dónde
vamos a colgar al negro?
Uno proponía una rama que salía del tronco de un melocotonero cercano al lugar
donde nos encontrábamos. Su compañero ponía reparos, pues alegaba que se
rompería, y proponía otra, hasta que, al fin, se decidieron por la última.
Durante aquella conversación y todo el tiempo en que me estuvieron atando, no
dije ni una palabra. El capataz Chapin, mientras se desarrollaba la escena, se dedicaba
a recorrer el porche atropelladamente de una punta a otra. Rachel lloraba junto a la
puerta de la cocina, y la señora Chapin seguía mirando por la ventana. La esperanza
se extinguió en mi corazón. Sin duda, había llegado mi hora. Jamás vería la luz de un
nuevo día, jamás volvería a ver el rostro de mis hijos, la dulce ilusión que había
abrigado con tanto cariño. ¡Tendría que enfrentarme a los temibles estertores de la
muerte! Nadie lloraría por mí, nadie me vengaría. ¡Pronto mi cuerpo se pudriría en
aquella tierra remota, o tal vez sería arrojado a los viscosos reptiles que llenaban las
estancadas aguas del río! Las lágrimas corrían por mis mejillas, pero solo sirvieron
para suscitar comentarios insultantes por parte de mis verdugos. Por fin, cuando me estaban arrastrando hacia el árbol, Chapin, que había
desaparecido un momento del porche, salió de la casa y caminó hacia nosotros. Tenía
una pistola en cada mano y, según recuerdo, les habló con tono firme y decidido:
—Caballeros, tengo unas palabras que decir. Harían bien en escucharlas.
Quienquiera que mueva a este esclavo un pie más de donde está es hombre muerto.
En primer lugar, no se merece este trato. Es una abominación asesinarlo de esta
manera. No he conocido nunca a un muchacho más leal que Platt. La culpa de todo la
tiene usted, Tibeats. Es usted un sinvergüenza redomado, y lo conozco, y se merece
sobradamente los azotes que ha recibido. En segundo lugar, he sido capataz de esta
plantación durante siete años, y, en ausencia de William Ford, aquí mando yo. Mi
deber es proteger sus intereses, y eso es lo que estoy haciendo. Es usted un irresponsable y un inútil. Ford le ha concedido una hipoteca sobre Platt de
cuatrocientos dólares. Si lo cuelga, pierde su deuda. Hasta que no la cancele, no tiene
derecho a quitarle la vida. No tiene derecho en ningún caso. Hay leyes para el esclavo
tanto como para el blanco. No es usted más que un asesino.
»En cuanto a ustedes —dijo dirigiéndose a Cook y Ramsay, que eran capataces de
plantaciones vecinas—, en cuanto a ustedes… ¡Fuera! Si aprecian en algo su
seguridad, les digo que se vayan».
Cook y Ramsay, sin proferir palabra, montaron en sus caballos y se marcharon
cabalgando. Tibeats, en pocos minutos, a todas luces atemorizado e intimidado por el
tono resuelto de Chapin, se escabulló como el cobarde que era y, montando en su
caballo, siguió a sus compañeros.
Me quedé de pie donde estaba, todavía atado, con la soga alrededor del cuello. En
cuanto se hubieron ido, Chapin llamó a Rachel, le ordenó que corriera al campo, le
dijera a Lawson que viniera a la casa al instante y que trajera la mula parda, un
animal muy apreciado por su extraordinaria velocidad. El chico apareció al poco
tiempo.
—Lawson —dijo Chapin—, debes ir a Pine Woods. Dile al amo Ford que venga
enseguida, que no se retrase ni un solo momento. Dile que han intentado asesinar a
Platt. Y ahora, date prisa, chico. Llega a Pine Woods a mediodía aunque tengas que
reventar la mula.
Chapin entró en la casa y escribió un pase. Cuando regresó, Lawson estaba en la
puerta, montado en su mula. Después de recibir el pase, le dio un golpe seco con el
látigo al animal, salió corriendo del patio y dobló río arriba a galope tendido; en
menos tiempo del que me ha llevado describir la escena, lo habíamos perdido de
vista.

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