IV

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Durante la primera noche que encarcelaron a Eliza, esta se quejaba amargamente de
Jacob Brooks, el marido de su joven señora. Me aseguraba que si hubiera sido
consciente de que pretendía engañarla, nunca habría conseguido meterla viva en
aquella cárcel. Habían aprovechado una ocasión en que el amo Berry no estaba en la
plantación para sacarla de la casa. Su amo siempre había sido amable con ella.
Deseaba verlo, pero sabía que ni siquiera él podría ya rescatarla. Entonces volvía a
llorar, besaba a los niños, que estaban dormidos, y le hablaba primero a uno y
después al otro, mientras yacían sumidos en un sueño profundo con la cabeza en su
regazo. Así pasó la larga noche, y cuando el sol del nuevo día se hubo puesto y la
oscuridad llegó otra vez, Eliza todavía no había encontrado consuelo y seguía
lamentándose.
Hacia la medianoche, la puerta de la celda se abrió y entraron Burch y Radburn
con lámparas en las manos. Burch lanzó una maldición y nos ordenó que dobláramos
las mantas de inmediato y que nos preparáramos para embarcar. Nos juró que nos
dejaría allí si no nos dábamos prisa. Sacudió bruscamente a los niños para
despertarlos y dijo que parecían dormidos como un tronco. Salió al patio, llamó a
Clem Ray y le ordenó que saliera del altillo, cogiera su manta y se metiera en la
celda. Cuando Clem apareció, nos colocó el uno al lado del otro y nos ató las manos
con esposas, mi mano izquierda con su mano derecha. John Williams había salido de
allí un par de días antes, porque su amo, para su gran alegría, había liquidado su
deuda. A Clem y a mí nos ordenó que nos pusiéramos en marcha, y Eliza y los niños
nos siguieron. Nos llevaron al patio, desde allí al pasillo cubierto, subimos un tramo
de escalones y cruzamos una puerta lateral que daba a la sala del piso de arriba, desde
donde me había llegado el sonido de pasos que iban y venían. Los únicos muebles
que había eran una estufa, un par de sillas viejas y una mesa grande cubierta de
papeles. Era una sala encalada, sin alfombras en el suelo, y parecía una especie de
despacho. Recuerdo que me llamó la atención una espada oxidada colgada junto a
una ventana. Allí estaba el baúl de Burch. Obedeciendo sus órdenes, cogí un asa con
la mano que no tenía esposada, él cogió la otra y salimos a la calle por la puerta
principal en el mismo orden en que habíamos salido de la celda. La noche era oscura. Todo estaba en silencio. Veía luces, o reflejos, hacia
Pennsylvania Avenue, pero no había un alma por la calle, ni siquiera un rezagado. Yo
estaba casi decidido a intentar escaparme. Si no hubiera estado esposado, sin duda lo
habría intentado, fueran cuales fuesen las consecuencias. Radburn iba detrás, con un
gran palo en la mano y azuzando a los niños para que andaran lo más deprisa posible.
Y así, esposados y en silencio, atravesamos las calles de Washington, la capital de un
país cuya teoría de gobierno, según nos dicen, se apoya en la fundación del
inalienable derecho a la vida, la LIBERTAD y la búsqueda de la felicidad. ¡Bravo!
¡Columbia, una tierra feliz, por supuesto!
Nada más llegar al barco de vapor nos metieron en la bodega, entre barriles y
cajas de carga. Un sirviente de color trajo una lámpara, sonó la sirena, y el barco no
tardó en empezar a bajar el Potomac llevándonos no sabíamos adónde. Sonó la sirena
al pasar por la tumba de Washington. Burch, desde luego, se quitó el sombrero y se
inclinó reverentemente ante las sagradas cenizas del hombre que dedicó su ilustre
vida a la libertad de su país.
Aquella noche ninguno de nosotros durmió, aparte de Randall y la pequeña
Emmy. Por primera vez, Clem Ray pareció totalmente derrotado. Para él, la idea de ir
al sur no podía ser más terrible. Dejaba atrás a sus amigos y conocidos de juventud,
lo más querido y valioso para él, con toda probabilidad para no volver. Él y Eliza
mezclaron sus lágrimas y se lamentaron de su cruel destino. Por mi parte, por difícil
que me resultara, me empeñaba en mantener la entereza. Pensaba en cientos de planes
para escaparme y estaba plenamente decidido a intentarlo a la primera oportunidad
desesperada que se me ofreciera. Sin embargo, en aquellos momentos ya había
llegado a la conclusión de que lo mejor era no volver a mencionar el tema de que
había nacido libre. Solo habría servido para exponerme al maltrato y reducir las
posibilidades de liberarme.
Por la mañana, después del amanecer, nos llamaron a la cubierta para desayunar.
Burch nos quitó las esposas y nos sentamos a una mesa. Le preguntó a Eliza si quería
un trago. Eliza lo rechazó y le dio las gracias amablemente. Mientras comíamos, nos
mantuvimos todos en silencio, sin cruzar una sola palabra entre nosotros. Una mujer
mulata que servía la mesa se interesó por nosotros y nos dijo que alegráramos el
ánimo, que no estuviéramos tan cabizbajos. Al terminar el desayuno, Burch volvió a
ponernos las esposas y nos ordenó que fuéramos a la cubierta de popa. Nos sentamos
juntos en unas cajas, todavía sin decir una palabra, puesto que Burch estaba presente.
De vez en cuando un pasajero se acercaba hasta donde estábamos, nos miraba un
momento y se marchaba en silencio.
Era una mañana muy agradable. Los campos a ambos lados del río estaban
verdes, mucho antes de lo que siempre había visto en aquella época del año. El sol
brillaba con fuerza y los pájaros cantaban en los árboles. Envidiaba a los felices pájaros. Deseaba tener alas como ellos, surcar el aire hasta las frías regiones del
norte, donde mis polluelos esperaban en vano que su padre volviera.
A media mañana el barco de vapor llegó al río Aquia, donde los pasajeros
tomaron diligencias. Burch y sus cinco esclavos ocupamos una para nosotros solos.
Burch se reía con los niños, y en una parada incluso llegó a comprarles un pan de
jengibre. Me dijo que levantara la cabeza y que mostrara un aspecto inteligente. Que
si me comportaba, quizá conseguiría un buen amo. No le contesté. Su rostro me
resultaba odioso y no soportaba mirarlo. Me senté en un rincón acariciando la
esperanza, todavía viva, de encontrarme algún día con aquel tirano en el estado en el
que nací.
En Fredericksburgh pasamos de la diligencia a un coche de caballos, y antes de
que hubiera anochecido llegamos a Richmond, la capital de Virginia. Bajamos del
coche y nos llevaron a pie a un corral de esclavos, entre la estación de tren y el río,
gestionado por un tal señor Goodin. Era una cárcel similar a la de Williams, en
Washington, solo que algo más grande, y además, en dos esquinas opuestas del patio,
había dos casetas. Estas casetas, habituales en los patios de esclavos, se utilizan para
que los compradores examinen a los esclavos antes de cerrar el negocio. Los esclavos
enfermos, exactamente igual que los caballos, tienen menos valor. Si no le ofrecen
garantías, es muy importante que el que va a comprar un negro lo examine con todo
detalle.
En la puerta del patio nos recibió Goodin en persona, un hombre bajito, gordo, de
cara redonda y rechoncha, pelo y bigote negros, y una piel tan oscura como la de
algunos de sus esclavos. Su mirada era dura y severa, y debía de tener unos cincuenta
años. Burch y él se saludaron con gran cordialidad; sin duda, eran viejos amigos.
Mientras se estrechaban la mano con calidez, Burch comentó que no había llegado
solo y preguntó a qué hora zarpaba el barco. Goodin le contestó que seguramente
zarparía al día siguiente a la misma hora. Luego se volvió hacia mí, me agarró del
brazo, me dio media vuelta y me observó con atención, como si se considerara a sí
mismo un experto tasador de bienes y calculara mentalmente cuánto podría pedir por
mí.
—Bueno, chico, ¿de dónde vienes?
Por un momento me olvidé de mí mismo y le contesté:
—De Nueva York.
—¡Nueva York! ¡Vaya! ¿Qué hacías allí? —me preguntó asombrado.
En aquel momento miré a Burch, que me observaba con una expresión de enfado
que no resultaba difícil entender lo que significaba, de modo que de inmediato
respondí:
—Nada, solo pasé allí una temporada.
Mi tono pretendía dar a entender que, aunque había llegado hasta Nueva York, no era de aquel estado libre ni de ningún otro.
Entonces Goodin se volvió hacia Clem, y luego hacia Eliza y los niños, a los que
examinó uno a uno y les hizo varias preguntas. Le gustó Emily, como le sucedía a
todo el que veía el dulce rostro de la niña. No iba tan arreglada como la primera vez
que la vi y llevaba el pelo algo enmarañado, pero entre su despeinada y suave melena
todavía brillaba una carita de una belleza incomparable.
—En total tenemos una buena remesa… una remesa endemoniadamente buena —
dijo reforzando su opinión con más de uno de esos adjetivos enfáticos que no forman
parte del vocabulario cristiano.
Acto seguido, entramos al patio. Había una buena cantidad de esclavos, diría que
por lo menos treinta, andando de un lado para otro o sentados en bancos debajo del
cobertizo. Todos llevaban ropa limpia, los hombres un sombrero y las mujeres un
pañuelo en la cabeza.
Burch y Goodin se apartaron de nosotros, subieron los escalones de la parte
trasera del edificio principal y se sentaron en el bordillo de la puerta. Empezaron a
hablar, pero no pude oír de qué. Al momento Burch bajó al patio, me quitó las
esposas y me llevó a una de las casetas.
—Le has dicho a ese hombre que eres de Nueva York —me dijo.
—Le he dicho que venía de Nueva York, estoy seguro, pero no que era de allí ni
que era libre —le respondí—. No pretendía perjudicarle, amo Burch. Aunque lo
hubiera pensado, no lo habría dicho.
Me observó un momento como si fuera a matarme, se dio media vuelta y se
marchó. Volvió a los pocos minutos.
—Si te oigo decir una sola palabra sobre Nueva York o sobre tu libertad, me
ocuparé de acabar contigo. Te mataré, cuenta con ello —me soltó en tono violento.
Estoy convencido de que era mucho más consciente que yo del peligro y del
castigo que acarreaba vender a un hombre libre como esclavo. Sintió la necesidad de
cerrarme la boca respecto al delito que sabía que estaba cometiendo. Por supuesto, mi
vida no habría valido nada si en caso de emergencia se hubiera visto obligado a
sacrificarla. No cabe duda alguna de que hablaba en serio.
Bajo el cobertizo de un lado del patio había una tosca mesa, y en la parte de arriba
estaban los altillos para dormir, exactamente igual que en el corral de esclavos de
Washington. Después de sentarme a aquella mesa a cenar cerdo y pan, me esposaron
a un robusto oriental, bastante corpulento y con expresión de la más absoluta
melancolía. Era un hombre inteligente y bien informado. Al estar unidos por las
esposas, no tardamos en ponernos al corriente de nuestras respectivas historias. Se
llamaba Robert. También él había nacido libre, y tenía mujer y dos hijos en
Cincinnati. Me contó que había llegado al sur con dos hombres que lo habían
contratado en la ciudad donde residía. Como no disponía de papeles de libertad, en Fredericksburgh lo capturaron, lo encerraron y lo golpearon hasta que, como yo,
entendió que lo mejor que podía hacer era mantenerse en silencio. Llevaba unas tres
semanas en la cárcel de Goodin. Cogí mucho cariño a este hombre. Nos
compadecíamos y nos entendíamos mutuamente. Unos días después vi, con lágrimas
en los ojos y gran dolor en el corazón, su cuerpo sin vida por última vez.
Robert y yo, junto con Clem, Eliza y sus hijos, dormimos aquella noche encima
de nuestras mantas, en una caseta del patio. Durmieron con nosotros cuatro personas
más, todas de la misma plantación, que habían vendido y se dirigían hacia el sur.
David y su mujer, Caroline, ambos mulatos, estaban tremendamente afectados.
Temían la perspectiva de que los llevaran a campos de caña y algodón, pero su mayor
causa de ansiedad era el miedo a que los separaran. Mary, una chica alta y ágil, negra
como el azabache, se mostraba apática e indiferente. Como muchos de su clase,
apenas sabía lo que significaba la palabra libertad. Había crecido en la ignorancia,
como un animal, de modo que su inteligencia superaba por muy poco a la de un
animal. Era una de esas personas, y hay muchas, que solo temen el látigo de su amo y
solo conocen la obligación de obedecer todas sus órdenes. La otra era Lethe, con un
carácter totalmente diferente. Tenía el pelo largo y liso, y parecía más una india que
una negra. Sus ojos eran penetrantes y maliciosos, y en todo momento recurría a
expresiones de odio y venganza. Habían vendido a su marido. No sabía dónde estaba.
Estaba segura de que cambiar de amo no podría ser peor que seguir con el anterior.
No le importaba adónde la llevaran. La desesperada criatura se señalaba las cicatrices
de la cara ¡y aseguraba que llegaría el día en que se las borraría con sangre humana!
Mientras cada uno contaba la historia de sus desgracias, Eliza se quedó sentada
sola en un rincón, cantando canciones religiosas y rezando por sus niños. Yo estaba
tan agotado por la falta de sueño que no pude resistir demasiado tiempo a los avances
de aquella «dulce voz apaciguadora», así que me tumbé en el suelo al lado de Robert,
olvidé mis problemas y dormí hasta el amanecer.
Por la mañana, después de haber barrido el patio y de habernos aseado, bajo la
estrecha vigilancia de Goodin, nos ordenaron que dobláramos las mantas y nos
preparáramos para seguir nuestro camino. A Clem Ray le informaron de que no iría
con nosotros, ya que, por alguna razón, Burch había decidido llevárselo de vuelta a
Washington. Se alegró muchísimo. Nos estrechamos la mano, nos separamos en el
corral de esclavos de Richmond y desde entonces no he vuelto a verlo. Pero, para mi
sorpresa, al volver me enteré de que había conseguido escaparse, y de camino a
Canadá, territorio libre, había pasado una noche en Saratoga, en casa de mi cuñado, y
había informado a mi familia de dónde y en qué condiciones se había despedido de
mí.
Por la tarde nos colocaron en fila de dos en dos, Robert y yo delante, y en este
orden Burch y Goodin nos sacaron del patio y nos guiaron por las calles de Richmond hasta el bergantín Orleans. Era un barco de tamaño considerable, perfectamente
equipado y cargado sobre todo con tabaco. Hacia las cinco de la tarde estábamos
todos a bordo. Burch nos dio una taza de hojalata y una cuchara a cada uno. En el
bergantín embarcamos cuarenta esclavos, todos menos Clem, que se había quedado
en la cárcel.
Empecé a grabar las iniciales de mi nombre en la taza con una pequeña navaja
que no me habían quitado. Los demás enseguida acudieron en tropel para que se las
grabara también. Poco a poco los complací a todos, y no parecieron olvidarlo.
Por la noche nos metieron a todos en la bodega y cerraron la trampilla. Nos
tumbamos encima de cajas o en el suelo, donde hubiera sitio para extender la manta.
Burch no siguió con nosotros después de Richmond, sino que volvió a la capital
con Clem. Tuvieron que pasar casi doce años, es decir, hasta el pasado mes de enero,
hasta que mis ojos volvieran a ver su rostro en la comisaría de Washington.
James H. Burch era un negrero que compraba a hombres, mujeres y niños a bajo
precio y los vendía sacando grandes beneficios. Especulaba con carne humana, una
profesión nada respetable, aunque muy bien considerada en el sur. De momento
desaparece de las escenas del relato, pero volverá a aparecer antes de que termine, no
en el papel de tirano que azota a esclavos, sino como un rastrero delincuente, ante un
tribunal que no hizo justicia con él.

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