XI

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Tras dormir largo rato, me desperté en algún momento de la tarde, descansado, pero
muy dolorido y acalambrado. Sally entró en la cabaña y habló conmigo mientras John
me cocinaba la cena. Sally estaba muy angustiada, al igual que yo, porque uno de sus
hijos estaba enfermo y temía que no sobreviviera. Una vez acabada la cena, después
de pasear por las dependencias un rato y visitar la cabaña de Sally y ver al niño
enfermo, estuve deambulando por el huerto de la señora. Aunque era una estación del
año en que, en climas más fríos, no se oye el canto de los pájaros y los árboles
carecen de su esplendor veraniego, aun así en aquel momento florecían toda la
variedad de rosas que había allí y las largas y exuberantes vides que se enredaban por
los emparrados. El fruto dorado y carmesí colgaba apenas oculto entre las flores más
nuevas y más antiguas del melocotonero, el naranjo, el ciruelo y el granado, porque,
en aquella región de calor casi perpetuo, las hojas caen y los brotes dan flores durante
todo el año.
Me dejé llevar por la enorme gratitud que sentía hacia los amos Ford, y, como
deseaba recompensar su amabilidad de alguna manera, comencé a podar las vides y,
después, a limpiar la hierba de entre los naranjos y los granados. Estos últimos crecen
ocho o diez pies de altura y su fruto, aunque mayor, se parece al de la pasionaria.
Tiene un sabor delicioso, como la fresa. Las naranjas, los melocotones, las ciruelas y
muchas otras frutas son autóctonas de las tierras fértiles y cálidas de Avoyelles; sin
embargo, es raro ver manzanas, que son la fruta más común en latitudes más frías.
La señora Ford salió poco después para decirme que yo era digno de alabanza,
pero que no estaba en condiciones de trabajar, y que me quedara en las cabañas hasta
que el amo fuera a Bayou Boeuf, que no sería aquel día, y tal vez no fuera el
siguiente. Le dije que, desde luego, me encontraba mal y estaba dolorido, que me
dolía el pie, pues las astillas y las espinas me lo habían destrozado, pero que creía que
aquel ejercicio no me haría mal y que era un enorme placer trabajar para un ama tan
buena. Así que se volvió a la casa grande y durante tres días me encargué del huerto,
limpiando las sendas, desbrozando los arriates y arrancando las malas hierbas bajo las enredaderas de jazmín, a las que la mano amorosa y abnegada de mi protectora había
enseñado a trepar por las paredes.
A la cuarta mañana, una vez recuperado y fortalecido, el amo Ford me ordenó que
estuviera listo para acompañarlo a Bayou Boeuf. No había más que un caballo
ensillado en el claro, porque se habían enviado todos los demás y las mulas a la
plantación, así que dije que podía caminar, y, tras despedirme de Sally y John, me
marché de allí, corriendo al trote al lado del caballo.
Aquel pequeño paraíso en Great Pine Woods era el oasis en el desierto hacia el
que mi corazón se volvería con afecto durante mis muchos años de servidumbre.
Salía de allí con pena y pesar, aunque no tan abatido como si se me hubieran hecho
saber entonces que jamás regresaría.
El amo Ford me animó a reemplazarle de vez en cuando en el caballo para que
descansara, pero le dije que no, que no estaba cansado, y que era mejor que caminara
yo. Me dijo muchas cosas amables y alentadoras por el camino, mientras cabalgaba
despacio, para que pudiera ir a su lado. La bondad de Dios ha quedado patente,
afirmó, en mi milagrosa huida por la ciénaga. Al igual que Daniel llegó ileso de la
guarida de los leones, y al igual que Jonás se había cobijado en el vientre de la
ballena, así me había librado del mal el Todopoderoso. Me preguntó por las diversas
emociones y los temores que había experimentado a lo largo del día y la noche, y si
había sentido, en algún momento, deseos de rezar. Me sentía abandonado por todo el
mundo, le respondí, y estaba rezando mentalmente todo el tiempo. En tales ocasiones,
me dijo, el corazón del hombre se vuelve hacia su Creador. En la prosperidad, y
cuando no hay nada que le haga daño o le cause temor, no se acuerda de Él, y está
dispuesto a desafiarlo, pero en medio del peligro, privado de toda ayuda humana, deja
la tumba abierta ante él: entonces, en el momento de su tribulación, el hombre
sarcástico y descreído se vuelve a Dios para pedirle auxilio, pues siente que no hay
otra esperanza, amparo o abrigo más allá de su brazo protector.
Así me habló aquel hombre benévolo de esta vida y la vida venidera, de la
bondad y el poder de Dios, y de la vanidad de las cosas terrenas, mientras viajábamos
por la carretera solitaria hacia Bayou Boeuf.
Cuando estábamos a cinco millas aproximadamente de la plantación,
vislumbramos a un jinete a lo lejos que cabalgaba hacia nosotros. Al acercarse, vi que
se trataba de Tibeats. Se me quedó mirando un momento, pero no se dirigió a mí y,
dando media vuelta, cabalgó junto a Ford. Yo corría despacio y en silencio tras los
pasos de sus caballos escuchando su conversación. Ford le informó de mi llegada a
Pine Woods tres días antes, del estado lamentable en el que me encontraba, y de las
dificultades y los peligros que había arrostrado.
—Bueno —exclamó Tibeats, omitiendo sus habituales maldiciones en presencia
de Ford—, en toda mi vida no he visto a nadie correr así. Me apuesto a Platt por cien dólares a que gana a cualquier negro de Luisiana. Le ofrecí a John David Cheney
veinticinco dólares por cogerlo, vivo o muerto, pero dejó atrás a sus chuchos en una
carrera justa. Los chuchos de Cheney no valen nada, en realidad. Los sabuesos de
Dunwoodie lo hubieran frenado antes de que hubiera rozao los palmitos. Por alguna
razón, los chuchos perdieron el rastro y tuvimos que abandonar la caza. Cabalgamos
tan lejos como pudimos y luego seguimos andando hasta que el agua tenía tres pies
de hondo. Los chicos dijeron que seguro que se había ahogado. Reconozco que me
moría de ganas de pegarle un tiro. Desde entonces, he estado cabalgando río arriba y
abajo, pero no tenía mucha esperanza de atraparlo, pensaba que había estirado la pata,
que sí. Ah, este negro corre que se las pela, ¡vaya que si corre!
Tibeats siguió hablando así, relatando su búsqueda en el pantano, la increíble
velocidad a la que huí delante de los sabuesos y, cuando hubo acabado, el amo Ford
le respondió que yo siempre había sido un chico leal y bien dispuesto con él, que
lamentaba que hubiésemos tenido aquel problema, que, según Platt, había sido
tratado de manera inhumana, y que el propio Tibeats tenía la culpa. Utilizar hachuelas
y hachas contra los esclavos era vergonzoso y no debería permitirse, subrayó.
—Esa no es manera de tratarlos, cuando se los trae por primera vez a la región.
Tendrá una influencia perniciosa y hará que todos ellos huyan. Las ciénagas estarán
llenas de esclavos. Un poco de amabilidad sería mucho más eficaz para retenerlos, y
los volvería más obedientes, que utilizar esas armas mortales. Todo dueño de
plantación del río desaprobaría semejante barbarie. A todos les interesa hacerlo así.
Es bastante obvio, señor Tibeats, que usted y Platt no pueden convivir. A usted le
desagrada y no dudaría en matarlo y él, como sabe, se escapará de usted otra vez por
miedo a perder la vida. Así, pues, Tibeats, debe venderlo o, por lo menos, alquilarlo.
Si no lo hace, tomaré medidas para quitarle su propiedad.
Con ese espíritu se dirigió Ford a Tibeats durante lo que quedaba del camino. No
abrí la boca. Al llegar a la plantación, entraron en la casa grande, mientras yo me
retiraba a la cabaña de Eliza. Los esclavos se sorprendieron al encontrarme allí
cuando regresaron de la faena, pues suponían que me había ahogado. Aquella noche,
de nuevo, se reunieron junto a la cabaña para escucharme relatar mi aventura. Daban
por sentado que me azotarían y me castigarían severamente, ya que el célebre castigo
por escaparse eran quinientos latigazos.
—Pobre hombre —dijo Eliza cogiéndome la mano—, hubiera sido mejor para ti
haberte ahogado. Me temo que tienes un amo cruel que acabará matándote.
Lawson sugirió que tal vez se eligiera al capataz Chapin para infligir el castigo,
en cuyo caso no sería tan severo, y, acto seguido, Mary, Rachel, Bristol y los demás
desearon que fuera el amo Ford, ya que entonces no habría azotes en absoluto. Todos
ellos se compadecieron de mí y trataron de consolarme, y estaban tristes por la
represalia que me esperaba, todos excepto Kentucky John. Su risa no tenía límites, invadían toda la cabaña con sus risotadas, agarrándose las costillas mientras se
descoyuntaba de risa, y la causa de aquella ruidosa hilaridad era la idea de haber
dejado atrás a los perros de caza. Por alguna razón, aquel asunto le parecía cómico.
—Ya sabía yo que no lo agarrarían cuando corría por la plantación. Ay, Dios mío,
salió pitando, ¿eh? Cuando los chuchos pillaron dónde estaba, él ya no estaba allí, ¡ja,
ja, ja! ¡Ay, Dios, que me parto!
Y, entonces, Kentucky John volvió a estallar en otro de sus escandalosos ataques.
Al día siguiente, temprano, Tibeats se marchó de la plantación. A lo largo de la
mañana, cuando deambulaba cerca de la desmotadora de algodón, un hombre alto y
bien parecido se me acercó y me preguntó si era el chico de Tibeats, ya que aquel
juvenil calificativo se aplicaba indiscriminadamente a los esclavos aunque hubieran
pasado de los setenta. Me quité el sombrero y dije que sí.
—¿Qué te parecería trabajar para mí? —me preguntó.
—Pues me gustaría mucho —dije, movido por una repentina esperanza de
separarme de Tibeats.
—Trabajaste a las órdenes de Myers donde Peter Tanner, ¿verdad?
Contesté que así había sido y añadí algunos elogios que Myers me había hecho.
—Bueno, chico —me dijo—, te he alquilado a tu amo para trabajar para mí en
Big Cane Brake, a treinta y ocho millas de aquí, Río Rojo abajo.
Aquel hombre era el señor Eldret, que vivía más abajo de donde Ford, en la
misma orilla del río. Lo acompañé a su plantación, y por la mañana salí con su
esclavo Sam y un carro cargado de provisiones tirado por cuatro mulas hacia Big
Cane, mientras Eldret y Myers se habían adelantado a caballo. El tal Sam era oriundo
de Charleston, donde tenía a su madre, su hermano y sus hermanas. «Reconocía» —
algo que decían tanto los negros como los blancos— que Tibeats era un tipo ruin y
esperaba, al igual que yo de todo corazón, que su amo me comprara.
Bajamos por la orilla sur del río y lo cruzamos por la plantación de Carey; desde
allí fuimos hasta la de Huff Power y, una vez pasada esta, llegamos a la carretera de
Bayou Rouge, que conduce al Río Rojo. Tras atravesar Bayou Rouge Swamp, justo
durante la puesta de sol, salimos de la carretera principal para desviarnos hacia Big
Cane Brake. Abrimos un sendero por el cañaveral, apenas lo bastante ancho como
para dejar pasar la carreta. Las cañas, a semejanza de las que se utilizan para pescar,
eran tan gruesas que se tenían en pie. Una persona no podía ver a través de ellas ni
cinco yardas. Las atraviesan sendas abiertas por animales salvajes en diferentes
direcciones, ya que el oso y el tigre americano abundan en aquellas espesuras, y
cualquier hondonada de agua estancada está repleta de caimanes.
Proseguimos el solitario trayecto a través de Big Cane durante varias millas, hasta
que llegamos a un descampado conocido como «el campo de Sutton». Muchos años
antes, un hombre llamado Sutton había penetrado en el cañaveral selvático de aquel solitario lugar. Según la leyenda, había huido a aquel sitio como prófugo no del
ejército, sino de la justicia. Allí vivía solo —en su retiro y ermita de la ciénaga—
plantando semillas y recogiendo la cosecha con sus propias manos. Un día un grupo
de indios irrumpió de manera sigilosa en su soledad y, tras una lucha sangrienta, lo
redujeron y lo mataron brutalmente. En millas a la redonda por toda la región, en las
dependencias de los esclavos y los porches de las casas grandes, donde los niños
blancos se sentaban a escuchar historias, se dice que aquel sitio, en el corazón de Big
Cane, es un lugar embrujado. Durante más de un cuarto de siglo, las voces humanas
raras veces perturbaron, si alguna vez lo hicieron, el silencio del descampado. Malas
hierbas y hierbas venenosas habían cubierto el campo antaño cultivado; las serpientes
disfrutaban al sol en el umbral de la ruinosa cabaña. Era una estampa del abandono
realmente tétrica.
Una vez atravesado el campo de Sutton, avanzamos por un camino recién abierto
dos millas más allá, que nos condujo a nuestro destino. Habíamos llegado a las tierras
vírgenes del señor Eldret, donde planeaba desbrozar una considerable plantación.
Fuimos a trabajar a la mañana siguiente con los machetes y despejamos suficiente
espacio como para erigir dos cabañas: una para Myers y Eldret, y la otra para Sam,
para mí y para los esclavos que se nos unieran. Estábamos en medio de árboles de
tamaño descomunal, cuyas vastas ramas casi impedían que pasara la luz del sol,
mientras el espacio entre los troncos era una impenetrable masa de caña con algún
palmito esporádico aquí y allá.
El laurel y el sicomoro, el roble y el ciprés alcanzan un tamaño incomparable en
aquellas fértiles tierras bajas a orillas del Río Rojo. De cada árbol, además, pendían
grandes y alargados montones de musgo que a ojos poco acostumbrados tenían un
aspecto chocante y extraño. Aquel musgo se envía en grandes cantidades al norte y
allí se utiliza con fines industriales.
Talamos robles, los seccionamos en dos y con ellos erigimos cabañas
provisionales. Hicimos los tejados con hojas anchas de palmito, un excelente sustituto
de las tejas de madera, mientras duran.
La mayor molestia que conocí allí fueron las moscas pequeñas, los moscos y los
mosquitos. Plagaban el aire. Se metían en las entradas del oído, la nariz, los ojos y la
boca, y succionaban bajo la piel. Era tan imposible no hacerles caso como quitárselos
de encima. En realidad, parecía como si nos estuvieran devorando y trasladándonos
poco a poco en sus pequeñas bocas martirizantes.
Sería difícil de imaginar un lugar más solitario o más desagradable que el centro
de Big Cane Brake, pero para mí era un paraíso en comparación con cualquier otro
lugar en compañía del amo Tibeats. Trabajé duro y, con frecuencia, estaba rendido y
exhausto, pero, a pesar de todo, podía acostarme por la noche en paz y levantarme
por la mañana sin miedo.
A lo largo de la quincena siguiente, vinieron cuatro chicas negras de la plantación
de Eldret: Charlotte, Fanny, Cresia y Nelly. Todas ellas eran altas y corpulentas. Les
pusieron hachas en las manos y las enviaron a cortar árboles con Sam y conmigo.
Eran excelentes talando: el roble y el sicomoro más gruesos no aguantaban más que
un breve rato ante sus golpes potentes y certeros. Apilando troncos eran tan buenas
como cualquier hombre. En los bosques del sur hay leñadoras al igual que leñadores.
De hecho, en la región de Bayou Boeuf participan en todos los trabajos requeridos en
la plantación. Aran, cavan, llevan la yunta, desbrozan eriales, trabajan en la carretera
principal, y así sucesivamente. Algunos terratenientes que poseen grandes
plantaciones de algodón y azúcar no tienen más que esclavas para trabajar. Uno de
ellos es Jim Burns, que vive en la orilla norte del río, enfrente de la plantación de
John Fogaman.
A nuestra llegada al cañaveral, Eldret me prometió que, si trabajaba bien, podría
ir a visitar a mis amigos de la plantación de Ford al cabo de cuatro semanas. El
sábado por la noche de la quinta semana, le recordé su promesa, y entonces me dijo
que lo había hecho bien, que podía ir. Me había ilusionado con ello, y el anuncio de
Eldret hizo que me emocionara de alegría. Debía regresar a tiempo el martes por la
mañana para empezar las tareas del día.
Cuando me estaba dejando llevar por la grata perspectiva de volver a reunirme tan
pronto con mis viejos amigos, de repente, la odiosa figura de Tibeats se interpuso
entre nosotros. Preguntó si Myers y Platt congeniaban, y le respondieron que muy
bien, y que Platt iba a ir por la mañana a la plantación de Ford de visita.
—Bah, bah —dijo Tibeats con desdén—, no merece la pena, el negro se me
volverá un irresponsable. No puede ir.
Pero Eldret insistió en que había trabajado concienzudamente, que me había
hecho una promesa y que, dadas las circunstancias, no debía llevarme una decepción.
Entonces, cuando estaba a punto de anochecer, entraron en una cabaña y yo en la
otra. No podía renunciar a la idea de irme; era un desengaño demasiado doloroso.
Antes del amanecer decidí marcharme, si Eldret no ponía ninguna objeción, pasara lo
que pasara. Al alba, estaba en su puerta, con mi manta enrollada en un atado,
colgando de un palo sobre mi hombro, mientras esperaba el pase. Tibeats salió poco
después de un humor arisco como de costumbre, se lavó la cara y, yéndose a un tocón
de allí cerca, se sentó en él, y en apariencia se puso a pensar para sí con ahínco.
Después de permanecer allí durante largo rato, movido por un repentino ataque de
impaciencia, eché a caminar.
—¿Te vas a ir sin un pase? —me gritó.
—Sí, amo, pensaba hacerlo —contesté.
—¿Cómo te crees que vas a llegar? —me preguntó.
—No lo sé —fue toda la respuesta que le di.
—Te cogerán y te llevarán a la cárcel, donde deberías estar, antes de que hayas
llegado a medio camino —añadió mientras entraba a la cabaña.
Salió enseguida, con el pase en la mano y, llamándome «condenado negro que se
merece cien latigazos por lo menos», lo tiró al suelo. Lo recogí y me marché
corriendo a toda velocidad.
Un esclavo al que descubren fuera de la plantación de su amo sin un pase puede
ser retenido y azotado por cualquier hombre blanco que se encuentre. El que recibí
llevaba fecha y decía lo siguiente:
Platt tiene permiso para ir a la plantación de Ford, en Bayou Boeuf, y
volver el martes por la mañana.
JOHN M. TIBEATS
Así suele ser el documento. Por el camino, me lo pidieron varias personas, lo leyeron
y dieron el visto bueno. Los que tenían porte y apariencia de caballeros, cuya
vestimenta indicaba que eran gente adinerada, con frecuencia no me prestaban la más
mínima atención, pero un tipo desharrapado, un inconfundible vagabundo, nunca
dejaba pasar la oportunidad de detenerme ni de inspeccionarme y examinarme de la
forma más meticulosa posible. Atrapar fugitivos a veces es un negocio rentable. Si,
tras anunciarlo, no aparece el dueño, se los puede vender al mejor postor; y, de todas
maneras, se concede cierta gratificación al que los encuentra por sus servicios,
aunque los reclamen. «La chusma blanca» —nombre que se emplea para los
vagabundos de ese pelaje—, por tanto, considera un regalo del cielo encontrarse con
un negro desconocido sin un pase.
En aquella parte del estado donde residí, no hay posadas a lo largo de las
carreteras principales. Carecía por completo de dinero y tampoco llevaba comida en
mi viaje de Big Cane a Bayou Boeuf, pero, con un pase en la mano, un esclavo nunca
sufre hambre ni sed. Le basta con presentarlo al amo o al capataz de una plantación y
expresarles su necesidad para que le envíen a la cocina y le proporcionen comida o
cobijo, según el caso. El viajero para en cualquier casa y pide de comer con tanta
libertad como si fuera una posada. Es la costumbre habitual de la región. Por muchos
defectos que tengan, no cabe duda alguna de que los habitantes de orillas del Río
Rojo y los de los alrededores de los brazos de río del interior de Luisiana son
hospitalarios.
Llegué a la plantación de Ford hacia el final de la tarde y luego pasé la noche en
la cabaña de Eliza con Lawson, Rachel y otros conocidos. Cuando nos marchamos de
Washington, Eliza tenía formas redondeadas y estaba rellenita. Iba muy derecha y, con sus sedas y sus joyas, tenía un aspecto atractivo de vitalidad y elegancia. Ya no
era ni una sombra de su antiguo aspecto. Su rostro se había demacrado terriblemente
y la figura antaño erguida y animada doblaba la cerviz al suelo como si llevara a sus
espaldas el peso de cien años. En cuclillas en el suelo de su cabaña y vestida con la
basta indumentaria del esclavo, el viejo Elisha Berry no hubiera reconocido a la
madre de su hijo. Nunca más la vi. Como se volvió inútil en el algodonal, fue
cambiada por una baratija a un tipo que residía en las inmediaciones de la plantación
de Peter Compton. La pena la había carcomido implacablemente por dentro hasta
perder la vitalidad; y por eso, se dice, su último amo la azotaba y la insultaba sin
misericordia alguna. Pero no podía devolverle a golpes el extinguido vigor de la
juventud ni enderezar aquel cuerpo encorvado a su altura original tal como era
cuando tenía a sus hijos a su alrededor y la luz de la libertad le iluminaba el camino.
Me enteré de los detalles relativos a su partida de este mundo por uno de los
esclavos de Compton, que había llegado por el Río Rojo a Bayou Boeuf para ayudar
a la joven señora Tanner durante la «temporada alta». Al final, dijeron, estaba
completamente inválida, durante varias semanas estuvo tumbada en el suelo de una
cabaña destartalada, dependiendo de la misericordia de sus compañeros de esclavitud
para beber un esporádico trago de agua y comer un bocado. Su amo «no le dio la
puntilla» como se hace a veces para evitar a un animal enfermo el sufrimiento, sino
que la desposeyó de todo para lograrlo, la dejó inerme, para que se prolongara su vida
de dolor y desgracia hasta su término natural. Cuando los braceros volvieron del
campo una noche, ¡se la encontraron muerta! Durante el día, el ángel del Señor, que
deambula invisible por el mundo cosechando las almas de los que terminan sus días,
había entrado silenciosamente en la cabaña de la moribunda y se la había llevado de
aquel lugar. ¡Por fin era libre!
Al día siguiente, tras enrollar mi manta, salí de regreso a Big Cane. Después de
viajar durante tres millas, en un lugar llamado Huff Power, el omnipresente Tibeats
me salió al paso en la carretera. Me preguntó por qué estaba tan pronto de vuelta y,
cuando le hice saber que tenía mucho interés en regresar en el momento en el que se
me había indicado, me dijo que no necesitaba ir más allá de la siguiente plantación,
puesto que aquel día me había vendido a Edwin Epps. Llegamos andando al patio,
donde nos reunimos con el susodicho caballero, quien me inspeccionó y me hizo las
preguntas habituales de los compradores. Cuando fui debidamente entregado, me
mandó a las barracas y, al mismo tiempo, me ordenó que me hiciera un mango de
azadón y hacha.
Ya no era propiedad de Tibeats, ya no era su perro, su animal, temeroso de su ira
y de su crueldad día y noche; y quienquiera o fuera como fuera mi nuevo amo, no iba
a lamentar el cambio, sin duda alguna, así que el anuncio de la venta fue una buena
noticia y me senté en mi nuevo alojamiento con un suspiro de alivio. Poco después, Tibeats desapareció de aquella parte del país. Más tarde lo vi
fugazmente una sola vez. Fue a muchas millas de Bayou Boeuf. Estaba sentado a la
entrada de un bar de mala muerte. Yo pasaba, en un hato de esclavos, hacia la
parroquia de Saint Mary.

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