IX

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A medida que el sol se acercaba a su punto más alto, el día se volvía
insoportablemente caluroso. Los rayos abrasadores quemaban el suelo. La tierra casi
levantaba ampollas en los pies al pisarla. Yo no tenía abrigo ni sombrero, permanecía
a cabeza descubierta, expuesto a su resplandor ardiente. Por mi rostro corrían grandes
gotas de sudor que empapaban el escaso atuendo con el que iba vestido. Al otro lado
de la valla, a muy poca distancia, los melocotoneros arrojaban sus sombras frescas y
deliciosas sobre la hierba. Hubiese dado gustosamente un largo año de trabajo por
cambiar aquel horno, valga la expresión, donde estaba, por sentarme debajo de las
ramas, pero seguía atado, la soga seguía colgándome del cuello, y estaba tal y como
Tibeats y sus camaradas me habían dejado. No podía moverme ni una pulgada, con
tanta fuerza me habían atado. Haber logrado apoyarme en el telar hubiera sido todo
un lujo, pero estaba muy lejos de mi alcance, aunque había menos de veinte pies de
distancia. Deseaba tumbarme, pero sabía que no me hubiera podido volver a levantar.
El suelo estaba tan seco y ardiente que era consciente de que no habría hecho más
que aumentar la incomodidad de mi situación. Si hubiera podido cambiar de postura,
aunque fuera ligeramente, habría sentido un alivio indecible, pero los rayos
abrasadores del sol sureño, que atizaron mi cabeza descubierta durante todo aquel
largo día de verano, no me causaban ni la mitad del sufrimiento que sentía en mis
doloridos miembros. Las muñecas y los tobillos, y las piernas y los brazos empezaron
a hinchárseme, y la soga que los ataba se hundía en la carne abotagada.
Chapin se pasó todo el día caminando de un lado para otro por la galería, pero no
se me acercó ni una vez. Parecía sumido en un estado de gran inquietud; primero me
miraba a mí, y luego hacia la carretera, como si esperara la llegada de alguien en
cualquier momento. No fue al campo como tenía por costumbre. Era evidente por su
comportamiento que suponía que Tibeats regresaría con más ayuda y mejor armada,
tal vez, para reanudar el altercado, y, asimismo, era evidente que se había propuesto
defender mi vida ante cualquier peligro. Jamás he sabido por qué no me socorrió, por
qué toleró que agonizara durante todo aquel día agotador. No era por falta de
simpatía, estoy seguro de ello. Tal vez deseaba que Ford viera la soga alrededor de mi cuello, y la manera brutal en la que me habían atado; tal vez su intromisión en la
propiedad de otro en la cual no tenía un interés legal hubiera podido ser delito que lo
hubiera expuesto a una sanción penal. Por qué Tibeats estuvo todo el día ausente fue
otro misterio que nunca logré descifrar. Sabía muy bien que Chapin no le haría daño a
menos que persistiera en sus intenciones contra mí. Lawson me dijo luego que, al
pasar por la plantación de John David Cheney, vio a mis tres agresores y que se
volvieron y se lo quedaron mirando mientras pasaba a todo correr. Creo que
supusieron que el capataz Chapin había enviado a Lawson a avisar a las plantaciones
vecinas y solicitar que fueran en su ayuda. Por tanto, sin lugar a dudas, obró de
acuerdo con el principio de que «la discreción es la mejor parte del valor»
[2]
, y
guardó las distancias.
Pero, fuera cual fuera el motivo que hubiera imperado en el malvado y cobarde
tirano, carece de importancia. Allí seguía yo, bajo el sol del mediodía, gimiendo de
dolor. Desde mucho antes del amanecer, no había probado bocado. Me estaba
desmayando de dolor, de sed y de hambre. Únicamente una vez, en el momento más
caluroso del día, Rachel, algo asustada de estar actuando contra los deseos del
capataz, se arriesgó a acercarse y ponerme una taza de agua en los labios. La humilde
mujer nunca supo, ni podría entender si me hubiese oído, cuánto la bendije por aquel
reconfortante trago. No dejaba de decir «Ay, Platt, cuánto lo siento» y luego se volvía
corriendo a sus tareas en la cocina.
El sol jamás se desplazó más despacio por los cielos, jamás derramó rayos tan
ardientes y abrasadores como aquel día. Al menos así me lo pareció a mí. No
pretendo expresar cuáles fueron mis reflexiones, los innumerables pensamientos que
se agolpaban en mi alterado cerebro. Baste decir que, durante todo el santo día no
llegué a la conclusión, ni siquiera una vez, de que un esclavo sureño alimentado,
vestido, azotado y protegido por su amo sea más feliz que un ciudadano de color libre
del norte. Jamás he llegado a esa conclusión desde entonces. Sin embargo, hay
muchos hombres, incluso en los estados del norte, benévolos y de buen corazón, que
tacharían mi opinión de errónea, y procederían a respaldar con gran seriedad esa
afirmación con un argumento. Por desgracia, nunca han bebido, como yo, del amargo
cáliz de la esclavitud. Al ponerse el sol me embargó el corazón una alegría sin
límites, cuando Ford llegó cabalgando al patio con el caballo sudoroso. Chapin se
reunió con él en la puerta y, tras intercambiar algunas palabras, vino derecho hacia
mí.
—Pobre Platt, estás hecho un desastre —fue la única frase que dejó escapar de
sus labios.
—¡Gracias a Dios! —dije yo—. Gracias a Dios, amo Ford, que por fin ha venido.
Sacando una navaja del bolsillo, cortó indignado la cuerda de mis muñecas,
brazos y tobillos, y deshizo el nudo corredizo de mi cuello. Traté de andar, pero me tambaleaba como un borracho y por poco me caigo al suelo.
Ford regresó de inmediato a la casa y me dejó solo de nuevo. Mientras llegaba al
porche, se aproximaron Tibeats y sus dos amigos. Siguió un largo diálogo. Oía el
sonido de sus voces, el tono tranquilo de Ford mezclándose con la ruda manera de
hablar de Tibeats, pero era incapaz de distinguir lo que decían. Al final, volvieron a
irse los tres, por lo que parecía, no muy satisfechos.
Traté de levantar el martillo, porque pensaba mostrarle a Ford lo deseoso que
estaba de trabajar, continuando con mi tarea del telar, pero se me cayó de la mano sin
fuerza. Al caer la noche, me arrastré hasta la cabaña, y me eché en el suelo. Estaba
muy dolorido, lleno de heridas e hinchado, y el más leve movimiento me causaba un
dolor atroz. Pronto llegaron los braceros del campo. Rachel, cuando había ido a
buscar a Lawson, les había contado lo que había pasado. Eliza y Mary me asaron un
trozo de beicon, pero había perdido el apetito, así que tostaron un poco de harina de
maíz e hicieron café. Fue todo lo que pude tomar. Eliza me estuvo animando y fue
muy amable. No pasó mucho tiempo antes de que la cabaña estuviera llena de
esclavos. Se reunieron a mi alrededor, y me hicieron muchas preguntas sobre el
conflicto con Tibeats de la mañana y los pormenores de todos los sucesos del día.
Entonces entró Rachel y, con sus sencillas palabras, lo repitió todo una vez más, e
hizo mucho hincapié en la patada que echó a rodar a Tibeats por el suelo, a lo que se
oyó una risilla nerviosa general entre los congregados. Luego relató cómo Chapin
salió con sus pistolas y me rescató, y cómo el amo Ford cortó las cuerdas con su
navaja, como si estuviera furioso.
Por aquel entonces, Lawson ya había vuelto. Tuvo que entretenerlos con un relato
de su viaje a Pine Woods: cómo la mula parda lo había llevado «más veloz que una
centella»; cómo había sorprendido a todo el mundo por lo rápido que había ido; cómo
el amo Ford salió en el acto; cómo dijo que Platt era un buen negro y que no lo
matarían, para terminar con muchas alusiones rotundas a que no había otro ser
humano en el ancho mundo que hubiera causado tanta admiración universal en la
carretera, o realizado una hazaña tan pasmosa, digna de John Gilpin
[3]
, como la que él
había llevado a cabo montado en la mula parda.
Aquellas personas tan amables me abrumaron con sus manifestaciones de
simpatía; me dijeron que Tibeats era un hombre duro y cruel, y que esperaban que el
amo Ford volviera a ser mi propietario. Así se pasaron el tiempo, opinando,
charlando, hablando una y otra vez sobre el emocionante asunto, hasta que, de
repente, el propio Chapin se presentó en la puerta de la cabaña y me llamó.
—Platt —dijo—, esta noche dormirás en el suelo de la casa grande; trae la manta.
Me levanté tan rápido como pude, cogí la manta, y lo seguí. Por el camino me
informó de que no le extrañaría que Tibeats volviera otra vez antes del amanecer, que
tenía intención de matarme, y que no permitiría que lo intentara sin testigos. Por mucho que me hubiera apuñalado en el corazón en presencia de cien esclavos,
ninguno de ellos, según las leyes de Luisiana, habría podido presentar testimonio
contra él. Me tendí en el suelo de la casa grande —la primera y última vez que se me
concedió descansar en un lugar tan lujoso durante mis doce años de cautiverio— e
intenté dormir. Alrededor de la medianoche, el perro empezó a ladrar. Chapin se
levantó, miró por la ventana, pero no logró distinguir nada. Al final, el animal guardó
silencio. Cuando regresaba a su habitación, me dijo:
—Creo, Platt, que ese sinvergüenza está merodeando por alguna parte de la
propiedad. Si el perro vuelve a ladrar y estoy durmiendo, despiértame.
Le prometí que lo haría. Al cabo de una hora o más, el perro empezó otra vez con
su alboroto, corriendo hacia la puerta, luego regresando de nuevo, ladrando con furia
todo el rato.
Chapin se había levantado sin esperar a que lo llamara. Esta vez caminó hacia el
porche y permaneció allí de pie un considerable lapso de tiempo. Sin embargo, no se
veía nada, y el perro regresó a su perrera. No volvió a molestarnos durante la noche.
El dolor extremo que soportaba y el temor a un peligro inminente me impidieron
descansar por completo. Si realmente Tibeats regresó a la plantación aquella noche o
no, buscando una oportunidad de llevar a cabo su venganza contra mí, es un misterio
que tal vez solo conoce él. Sin embargo, entonces pensé, y sigo teniendo esa acusada
impresión, que estaba allí. En cualquier caso, tenía la actitud de un asesino: se
amilanaba ante las palabras de un hombre valiente, pero estaba dispuesto a atacar a su
víctima indefensa o confiada por la espalda, como tuve ocasión de saber más tarde.
Al rayar el día, me levanté, dolorido y agotado, tras haber descansado poco. No
obstante, después de tomar el desayuno que Mary y Eliza me habían preparado en la
cabaña, me dirigí al telar y retomé las tareas del día anterior. Inmediatamente después
de levantarse, Chapin tenía por costumbre, como los capataces en general, montarse
en su caballo, siempre ensillado y embridado para él —labor particular de algún
esclavo— y cabalgar hasta el campo. En cambio, aquella mañana, vino al telar para
preguntarme si sabía algo de Tibeats. Como contesté que no, comentó que a ese tipo
le pasaba algo, que tenía mala sangre, que debía mantenerme muy alerta con él o que
un día me haría algo malo cuando menos me lo esperara.
No había acabado de decírmelo, cuando llegó Tibeats a caballo, lo amarró y entró
en la casa. No me daba mucho miedo mientras Ford y Chapin anduvieran por allí,
pero no podían estar a mi lado siempre.
¡Ay, qué pesado se me hizo el fardo de la esclavitud entonces! Debía bregar día
tras día, aguantar insultos y escarnios y ofensas, dormir en el duro suelo, comer los
alimentos más bastos, y no solo eso, sino vivir siendo el esclavo de un desgraciado
sediento de sangre a quien debía temer continuamente en lo sucesivo. ¿Por qué no
había muerto de joven, antes de que Dios me diera hijos a los que amar y por los que vivir? Cuánta desdicha y sufrimiento y dolor me hubiera ahorrado. Anhelaba la
libertad, pero la cadena del siervo se ceñía en torno a mí y no podía desembarazarme
de ella. Solo podía mirar desolado hacia el norte y pensar en las miles de millas que
se interponían entre la tierra de la libertad y yo, millas que un negro libre no puede
cruzar.
Tibeats, por espacio de media hora, estuvo acercándose al telar, se me quedaba
mirando con irritación, y luego se daba la vuelta sin decir nada. Gran parte del
mediodía lo pasó sentado en el porche, leyendo un periódico y charlando con Ford.
Después de comer, este último se marchó a Pine Woods, y, a decir verdad, contemplé
con auténtico pesar cómo se iba de la plantación.
Durante el día, Tibeats se aproximaba a mí otra vez, me daba alguna orden y se
alejaba de nuevo.
A lo largo de la semana el telar quedó terminado —entretanto, Tibeats no hizo
ninguna alusión en absoluto al problema— y entonces se me informó de que había
alquilado mis servicios a Peter Tanner para trabajar a las órdenes de otro carpintero
llamado Myers. Recibí la noticia con gran alegría, porque cualquier puesto que me
librara de su odiosa presencia me parecía deseable.
Peter Tanner, como ya se le ha dicho al lector, vivía en la otra orilla y era
hermano de la señora Ford. Tenía una de las plantaciones más importantes de Bayou
Boeuf, y era propietario de un gran número de esclavos.
Crucé a la plantación de Tanner con mucho entusiasmo. Se había enterado de mis
últimos incidentes —de hecho, averigüé que los azotes a Tibeats se habían difundido
muy pronto por todas partes—. El asunto, junto con mi experimento con las balsas,
me había valido cierta fama. Más de una vez oí decir que Platt Ford, ahora Platt
Tibeats —el apellido de un esclavo cambia cuando cambia de amo—, era un «negro
como no hay dos». Con todo, estaba llamado a causar todavía más alboroto, como se
verá enseguida, a lo largo y ancho del pequeño mundo de Bayou Boeuf.
Peter Tanner procuró que se me quedara grabado en la cabeza que era muy
estricto, aunque descubrí una vena de buen humor en el viejo, después de todo.
—Tú eres el negro —dijo cuando llegué—, tú eres el negro que azotó a su amo,
¿no? Eres el negro que pateó y agarró a Tibeats, el carpintero, por una pierna, y le dio
una tunda, ¿a que sí? Me gustaría verte agarrándome de una pierna, ya lo creo. Eres
todo un personaje, un gran negro, un negro muy célebre, ¿a que sí? Te daría de
latigazos, te quitaría todas las rabietas. Anda, bromea con agarrarme la pierna si te
atreves. Ni una de tus payasadas aquí, chico, acuérdate bien de lo que te digo. Y
ahora vete, que tienes trabajo a patadas, granuja —remachó Peter Tanner, incapaz de
contener una media sonrisa burlona ante su propio ingenio y sarcasmo.
Después de escuchar su bienvenida, quedé a cargo de Myers, y trabajé bajo sus
órdenes durante un mes por satisfacción suya y mía. Como William Ford, su cuñado, Tanner solía leer la Biblia a sus esclavos en el día
del Señor, pero con un espíritu algo diferente. Glosaba el Nuevo Testamento de
manera aterradora. El primer domingo después de mi llegada a la plantación, los
convocó y comenzó a leer el duodécimo capítulo de Lucas. Cuando llegó al
cuadragésimo séptimo versículo, miró a su alrededor intencionadamente y prosiguió:
«Y aquel siervo que, conociendo la voluntad de su señor», hizo una pausa, miró con
más intención todavía a su alrededor, «que conociendo la voluntad de su señor, no se
preparó», aquí hubo otra pausa, «no se preparó, ni obró conforme a su voluntad,
recibirá muchos azotes».
—¿Lo habéis oído? —preguntó Peter con mucho énfasis—. «Azotes» —repitió
lenta y claramente mientras se quitaba las gafas antes de hacer algunos comentarios
—. El negro que no tenga cuidado, que no obedezca a su señor, que es su amo, ¿lo
entendéis? Que a ese negro le darán muchos azotes. Aquí, muchos quiere decir
muchísimos: cuarenta, cien, ciento cincuenta latigazos, ¡así está escrito!
Y Peter continuó dejando claro el tema durante un largo rato, para instruir a su
azabache audiencia.
Al término de los ejercicios, tras llamar a tres de sus esclavos, Warner, Will y
Major, me gritó:
—Oye, Platt, sujetaste a Tibeats por las piernas; ahora veré si puedes amarrar a
estos granujas de la misma manera, hasta que regrese de la congregación.
Inmediatamente después, les mandó a los cepos, algo común en las plantaciones
de la región del Río Rojo. Los cepos están formados por dos tablones, el de debajo
sujeto en los extremos a dos postes cortos, clavados firmemente en el suelo.
Equidistantes de los lados, hay cortados unos semicírculos en el borde superior de
este. El otro tablón está unido a uno de los postes por una bisagra, para que pueda
abrirse o cerrarse, de la misma manera que la hoja de una navaja. En el borde inferior
del tablón de arriba, también hay cortados los respectivos semicírculos, para que,
cuando se cierren, se forme una hilera de huecos lo bastante anchos como para dejar
entrar una pierna de negro por encima del tobillo, pero no lo bastante como para
permitirle que saque el pie. El otro extremo del tablón superior, contrario al de la
bisagra, queda sujeto a su poste con cerrojo y candado. Al esclavo se le obliga a
sentarse en el suelo, y entonces se levanta el tablón de encima, se le colocan las
piernas, justo por encima de los tobillos, en los semicírculos de abajo, y, cerrándolo
de nuevo y echando el cerrojo, se le deja asegurado y amarrado. Con mucha
frecuencia se aprisiona el cuello en lugar del tobillo. Se los mantiene sujetos de esta
manera mientras se los azota.
Warner, Will y Major, según lo que contaba Tanner de ellos, eran robasandías,
negros quebrantadomingos, y, como no consentía tal bajeza, creyó que su deber era
meterlos en los cepos. Tras tenderme la llave, Myers, la señora Tanner, los niños y él mismo entraron en el coche y se marcharon hasta la iglesia de Cheneyville. Cuando
se fueron, los chicos me rogaron que los dejara libres. Me daba lástima verlos
sentados en el suelo ardiente, y me acordé de mis propios sufrimientos bajo el sol.
Con la promesa de que volverían a los cepos en el preciso momento en que se lo
pidiese, accedí a liberarlos. Agradecidos por la compasión que mostré, y, con el fin de
recompensarla en alguna medida, no pudieron hacer menos, por supuesto, que
guiarme hasta el sandial. Poco antes de que volviera Tanner, estaban de nuevo en los
cepos. Cuando por fin llegó en su coche, miró a los chicos y dijo con una risita:
—¡Ajá! Hoy no os habéis dado muchos paseos por ahí, a que no. Ya os meteré yo
en vereda. Os vais a hartar a comer sandías en el día del Señor, negros
quebrantadomingos.
Peter Tanner estaba orgulloso de sus estrictas prácticas religiosas: era diácono en
la iglesia.
Pero ahora he llegado a un punto en el curso de mi narración en que se hace
necesario desviarse de estos relatos ligeros para ahondar en el asunto más grave e
importante que es el segundo confrontamiento con el amo Tibeats y la huida a través
de Great Pacoudrie Swamp.

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