III

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Transcurrieron unas tres horas en las que me quedé sentado en el banco, sumido en


dolorosos pensamientos. Oí a lo lejos el canto de un gallo, y al rato llegó a mis oídos


un rumor distante, como el ruido de carruajes rodando por las calles, así que supe que


ya era de día, aunque en mi calabozo no entraba ni un solo rayo de luz. Por último, oí


pasos justo encima de mí, como si alguien anduviera de un lado para otro. Se me


ocurrió entonces que debía de estar en un sótano, y el olor a humedad y moho


confirmó mi suposición. El ruido en el piso de arriba se prolongó durante al menos


una hora, hasta que por fin oí pasos acercándose desde el exterior. Una llave tintineó


en la cerradura, una enorme puerta giró sobre sus goznes y lo inundó todo de luz, y


dos hombres entraron y se acercaron a mí. Uno de ellos era alto y fuerte, de unos


cuarenta años y de pelo castaño oscuro algo canoso. Tenía la cara rechoncha y era de


complexión generosa y de rasgos extremadamente toscos que solo expresaban


crueldad y malicia. Medía alrededor de cinco pies y diez pulgadas de altura, y creo


que por mi experiencia puedo decir, sin prejuicios, que era un hombre de aspecto


siniestro y repugnante. Se llamaba James H. Burch, según supe después, era un


famoso negrero de Washington y en aquellos momentos, o algo después, se había


asociado con Theophilus Freeman, de Nueva Orleans. La persona que lo acompañaba


era un simple lacayo llamado Ebenezer Radburn, que actuaba meramente como


carcelero. Estos dos hombres viven todavía en Washington, o al menos vivían en el


momento en que pasé por esta ciudad tras liberarme de mi condición de esclavo, el


pasado mes de enero.


La luz que entraba por la puerta abierta me permitió observar la habitación en la


que estaba encerrado. Era de unos doce pies cuadrados, con las paredes de sólidos


ladrillos y el suelo de gruesos tablones. Había una pequeña ventana con barrotes de


hierro y una contraventana exterior con cierre de seguridad.


Una puerta de hierro conducía a una celda o cámara adyacente sin una sola


ventana ni ningún otro medio para dejar entrar la luz. Los muebles de la celda en la


que me encontraba se limitaban al banco de madera en el que estaba sentado y una


vieja y sucia estufa de leña, y, por lo demás, en ninguna de las dos celdas había cama,


ni mantas, ni cosa alguna. La puerta por la que habían entrado Burch y Radburn daba


a un pequeño pasillo que conducía, tras un tramo de escalones, a un patio rodeado por


un muro de ladrillo de unos diez o doce pies de altura, pegado a un edificio de la misma anchura. El patio se extendía unos treinta pies desde la parte trasera del


edificio. En un lado del muro había una gruesa puerta de hierro que daba a un


estrecho pasillo cubierto que recorría un lado de la casa hasta la calle. La condena del

12 años de esclavitud Donde viven las historias. Descúbrelo ahora