1. La música no da de comer

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- ¿Ago?

- ¡Raoul! ¡No me lo creo!

- ¡Ago!

Los dos chicos se abrazaron con fuerza en la salida del metro del Banco de España.

- ¿Estás en Madrid? ¿Pero viviendo? -preguntó, rápido, Raoul-. ¿Vas con prisa? Vamos a tomar algo. Venga.

- Claro, vamos... ¿a dónde?

Tenía menos acento que la última vez, pero a Raoul le recorrió el mismo chispazo de siempre. Desde los pies hasta la nuca.

- A un sitio barato. Estoy sin blanca.

Agoney rio sin saber si lo hacía por la respuesta o para ocultar la turbación de oírle hablar de pronto una octava más abajo.

- Pues somos dos... ¿al Quizás?

Se miraron en silencio. Sabían lo que significaba ir al Quizás.

- Vamos antes de que alguien nos dé una paliza por taponar la salida... -dijo Agoney cuando sintió que su voluntad empezaba a flaquear y que Raoul estaba demasiado lejos.

Caminaron en silencio unos minutos, subiendo un poco al norte por las calles de Madrid. En el año 2201, los coches eran un lujo al alcance de muy pocos, pero nadie concebía una ciudad sin grandes avenidas, así que las trazadas y edificios antiguos -los que habían sobrevivido a la Guerra del Petróleo en 2078 y a la larga Guerra del Oro Negro que apenas había terminado- seguían casi inmutables desde el siglo XIX.

- Y... ¿cuánto llevas en Madrid, Ago?

- Casi desde el final de la guerra. Me pilló en Ushuaia. Tardé unos meses en volver desde Argentina. Después estuve en Tenerife poniendo las cosas en orden. Intenté sacar papeles para Barcelona, pero todavía es difícil que te acepte el ayuntamiento... fue más fácil en Madrid. Así que aquí estoy.

Raoul asintió sin querer entrar en el tema de Tenerife hasta tenerlo delante y tranquilo y hasta estar sosegado él mismo.

- Barcelona está imposible -terminó corroborando mientras entraban en el Quizás.

Era un bar de copas por la noche, pero a media tarde era sólo un bar de suelo de madera oscura, paredes despejadas y altas de color aguamarina y un baño individual. Encontraron sitio al fondo, en una mesa para dos que les obligaba a tener las rodillas en contacto.

- Un café solo y una infusión de hierbabuena, por favor -pidió Raoul, sin molestarse en preguntar.

Agoney guardó silencio y se tomó un momento para observarlo mientras hablaba con el camarero. Estaba ligeramente moreno después del verano y tenía el pelo muy rubio. Libre de vendas y de la palidez mortecina de la enfermedad se parecía más al Raoul que había conocido años atrás en la Academia de Música de Barcelona que al que había dejado en el hospital militar de Londres.

- Te veo bien. Mejor que la última vez, que fue... hace demasiado.

Raoul levantó las cejas.

- Desde marzo de 2200... ¿dieciocho meses?

- Parece que fue hace siglos. Cuéntame, Raoul ¿qué ha estado haciendo el prometedor Capitán este año y medio?

- Nada. -Incrédulo, Agoney le miró por encima de la taza. - ¿Qué? Tú también estás pelado.

- Pero tú has tenido que encontrar algo. ¿Y por qué estás pelado? ¿No tienes una renta militar?

- Bajísima ¿sabes cuántos militares hay después de nueve años de guerra? Me llega para el alquiler de la habitación y para no hacer hoy un sin pa aquí. Mañana ya no te prometo nada. No sé, Ago, la cosa está difícil -siguió cuando el chico no pareció dispuesto a dejar que el tema se desviase una vez más-. Intenté que me cogieran para cantar por las noches en Destino, pero es imposible. En la calle no ganas nada, las discográficas ni te abren la puerta... No sé qué voy a hacer. ¿Y tú? ¿Madrid?

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